Kate dijo:
– La mayoría de los familiares de las víctimas lleva fotografías de sus seres queridos. Pero aunque no las llevaran, sabrías inmediatamente quiénes son. -Me cogió de la mano y continuamos andando hacia la carpa-. No están aquí para buscar un final a esta historia. No hay final. Están aquí para apoyarse y confortarse mutuamente. Para compartir su pérdida.
Alguien nos entregó un programa. No quedaban sillas libres, de modo que nos quedamos de pie, en el lado de la carpa que daba al mar.
Justo enfrente de ese lugar, tal vez a unos doce kilómetros sobre el océano, un enorme avión comercial había estallado en el aire y se había precipitado hacia el mar. Restos del avión y efectos personales llegaron a esa playa durante semanas después del accidente. Algunas personas dijeron que en la playa también habían aparecido restos humanos, pero los medios de comunicación nunca informaron de esa circunstancia.
Recuerdo que en aquella época pensé que era el primer avión norteamericano destruido por la acción enemiga dentro del territorio de Estados Unidos. Y también que se trataba del segundo ataque terrorista en suelo estadounidense dirigido desde el exterior. El primero había sido el atentado con explosivos contra la torre norte del World Trade Center en febrero de 1993.
Y entonces, a medida que pasaban los días, las semanas y los meses, otra explicación del accidente comenzó a ganar credibilidad: un fallo mecánico.
Nadie lo creyó y todos lo creyeron. Yo lo creí y no lo creí.
Miré hacia el horizonte e intenté imaginar qué era eso que tanta gente vio dirigiéndose hacia el avión justo antes de que estallase en el aire. No tengo idea de qué fue lo que vieron, pero sé que les dijeron que no habían visto nada.
Era una verdadera lástima, pensé, que nadie hubiese filmado ese momento fugaz.
CAPÍTULO 3
Como he dicho, he asistido a muchos servicios religiosos y funerales en mi vida profesional, pero esta ceremonia en recuerdo de 230 hombres, mujeres y niños, no tenía solamente el manto de la muerte pendiendo sobre ella, sino también el manto de la incertidumbre, la pregunta muda de qué había provocado en verdad el accidente de ese avión comercial hacía cinco años.
La primera oradora fue una mujer, quien, según decía el programa, era el capellán de una capilla interreligiosa con sede en el aeropuerto Kennedy. Esta mujer aseguró a los amigos y familiares de las víctimas que era bueno que todos ellos siguieran viviendo la vida plenamente aunque sus seres queridos ya no pudiesen hacerlo.
Luego tomaron la palabra otras personas. En la distancia, podía oírse el sonido de las olas al romper en la playa.
Las plegarias estuvieron a cargo de clérigos de diferentes credos. La gente lloraba y Kate apretó mi mano con fuerza. La miré y vi que tenía las mejillas bañadas en lágrimas.
Un rabino, refiriéndose a los muertos, dijo:
– Y aún nos maravillamos de cómo estas personas, que llevan tantos años muertas, pueden parecer a nuestros ojos tan bellas durante tanto tiempo.
Otro orador, un hombre que había perdido a su mujer y a su hijo, habló de todos los hijos perdidos, los esposos y esposas fallecidos, las familias que volaban juntas, los hermanos y hermanas, padres y madres, la mayoría desconocidos entre sí, pero ahora unidos para siempre en el cielo.
El último orador, un ministro protestante, nos hizo leer el Salmo 23.
– Aunque camine por el valle de la sombra de la muerte…
Gaiteros de la policía, ataviados con kilts, interpretaron Amazing Grace. Así se puso término a la ceremonia en la carpa alzada junto al mar.
Luego, porque lo habían estado haciendo durante años, todo el mundo, sin necesidad de instrucciones previas, se dirigió hacia el mar.
Kate y yo fuimos con ellos.
En la orilla del océano, las familias de las víctimas encendieron una vela por cada uno de los 230 muertos. Las velas se extendieron a lo largo de la playa, sus pequeñas llamas agitándose en la suave brisa.
A las 20.31, la hora exacta en que el avión estalló en el cielo, los familiares de las víctimas unieron sus manos a lo largo de la playa. Un helicóptero de la Guardia Costera iluminaba el océano con sus poderosos reflectores y los miembros de la tripulación de un guardacostas arrojaron guirnaldas de flores al mar, allí donde el reflector iluminaba las olas.
Algunos familiares se hincaron de rodillas en la arena, otros se metieron en el agua y prácticamente todos lanzaron flores a las olas. La gente comenzó a abrazarse.
La empatía y la sensibilidad no son precisamente mis puntos fuertes, pero esa escena de dolor y consuelo compartidos consiguió atravesar mi caparazón endurecido ante la muerte como entra la cálida brisa del océano a través de una puerta con tela mosquitera.
La gente empezó a alejarse de la orilla en pequeños grupos, y Kate y yo regresamos a la tienda.
Vi al alcalde Rudy Giuliani y a un puñado de políticos locales y funcionarios del Ayuntamiento de Nueva York, cuya identificación resultaba muy sencilla debido a los periodistas que les seguían, solicitando alguna declaración para sus publicaciones. Un periodista le preguntó a Rudy: «¿Señor alcalde, sigue creyendo que se trató de un acto terrorista?», a lo que el señor Giuliani respondió: «Sin comentarios»
Kate vio a una pareja que conocía, se disculpó y fue a hablar con ellos.
Yo permanecí en el paseo entablado, cerca de la carpa, observando a la multitud de aproximadamente trescientas personas que llegaban desde la playa, donde aún ardían las velas depositadas en la arena. El helicóptero y el guardacostas se habían marchado, pero algunas personas aún permanecían en la playa, algunas contemplando el mar. Otras formaban pequeños grupos que hablaban, se abrazaban y lloraban. Era evidente que les resultaba muy difícil abandonar ese lugar que estaba tan cerca de donde sus seres queridos habían caído desde un cielo de verano para sumergirse en el hermoso océano que había bajo ellos.
Yo no estaba del todo seguro de por qué me encontraba allí, pero aquella experiencia había convertido esa tragedia de hacía cinco años en un hecho más real para mí. Y ésa era la razón, supongo, por la que Kate me había invitado a asistir; eso formaba parte de su pasado y quería que yo comprendiese esa parte de ella. O quizá tenía otra cosa en mente.
En la vida cotidiana, Kate Mayfield es casi tan emotiva como yo, o sea, no demasiado. Pero, obviamente, esta tragedia la había afectado personalmente, y yo sospechaba que también la había frustrado en lo profesional. Ella, como todos los que habían acudido a ese lugar esa noche, no sabía si estaba velando a las víctimas de un accidente o de un asesinato masivo. Para esa hora escasa de ceremonia quizá no importaba; pero, en última instancia, sí importaba para los vivos y también para los muertos. Y, también, para toda la nación.
Mientras esperaba a Kate, un hombre de mediana edad, vestido de manera informal, se acercó a mí.
– John Corey -dijo, no preguntó.
– No -contesté-. Tú no eres John Corey. Yo soy John Corey.
– Eso es lo que quise decir. -Sin extender la mano, añadió-: Soy el agente especial Liam Griffith. Trabajamos en el mismo sitio.
Su rostro me resultaba familiar, pero la verdad es que todos los agentes del FBI me parecen iguales, incluso las mujeres.
– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó.
– ¿Qué te trae a ti por aquí, Liam?
– Yo pregunté primero.
– ¿Lo preguntas oficialmente?
El señor Griffith era capaz de reconocer una pequeña trampa verbal cuando oía una.
– Estoy aquí como un simple ciudadano -contestó.
– Yo también.
Echó un vistazo alrededor y luego dijo:
– Supongo que estás aquí con tu esposa.
– Una buena suposición.
Ambos permanecimos en silencio durante unos minutos mirándonos. Me encantan esos duelos en que dos machos se aguantan la mirada. Este juego se me da muy bien.