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– ¿Bromea? ¿Y qué coño estaban haciendo allí?

– No lo sé… empresarios, profesores universitarios, turistas.

– Muy bien. Pero ¿después de que desaparecieran los primeros cuarenta o cincuenta, al resto no se le ocurrió pensar: «Eh, tío, tal vez deberíamos ir a Italia u otro país.»?

Me miró durante unos segundos y luego dijo con forzada paciencia:

– Por qué estaban en Yemen no es importante. Pero, para tu información, no había ningún norteamericano entre los secuestrados y desaparecidos. La mayoría eran europeos. Ya sabes, tienden a ser vinos viajeros muy temerarios.

– Ignorantes, sería más exacto.

– Lo que sea. Parte de tu misión en Yemen consistirá en reunir información acerca de esos occidentales desaparecidos. Y cuidar de no convertirte en uno de ellos.

Jack y yo nos miramos y quizá fuese mi imaginación, pero pensé que otra sonrisa fugaz había pasado por sus labios.

– Lo entiendo.

– Lo sé.

Nos dimos la mano y me marché.

CAPÍTULO 31

Kate y yo pasamos el resto del día en el 26 de Federal Plaza, rellenando papeles, resolviendo algunos problemas pendientes y despidiéndonos de la gente.

Acudimos a la enfermería, donde nos vacunaron contra enfermedades de las que jamás habíamos oído hablar y cada uno cogió un frasco de píldoras para la malaria. Las enfermeras nos desearon un viaje seguro y saludable, sin una pizca de ironía.

– No sabía que te marchabas como voluntario a Yemen -me dijo Harry Muller cuando estaba ordenando mi escritorio.

– Yo tampoco.

– ¿Has cabreado a alguien?

– Koenig cree que estoy teniendo una aventura con su esposa.

– ¿De verdad?

– Ella lo engaña, pero no lo comentes.

– Sí… ¿y Kate se marcha a África?

– A Tanzania. Donde el atentado contra la embajada.

– ¿Y a quién ha cabreado ella?

– A Koenig. Él intentó propasarse y ella lo amenazó con presentar cargos por acoso sexual.

– Todo eso es mentira. ¿Verdad?

– No empieces a divulgar ningún rumor. A Jack no le gustan nada los rumores.

Nos estrechamos la mano y Harry dijo:

– Encuentra a esos cabrones que volaron el Cole.

– Haré todo lo que pueda.

Mi última parada, sin Kate, fue en la oficina jurídica del piso superior, donde una joven abogada -aproximadamente dieciséis años- me dio unos papeles para que rellenase los espacios en blanco y firmase, en los que se incluía un poder notarial en el caso de que desapareciera o fuese secuestrado. La chica me lo explicó:

– Si está muerto, los albaceas nombrados en el poder notarial podrán gestionar sus bienes. Pero si sólo está desaparecido, es como un grano en el culo. ¿Sabe a qué me refiero? Quiero decir, ¿está vivo o muerto? ¿Quién se encargará de pagar el alquiler y esas cosas?

– Jack Koenig.

– ¿Quién quiere que tenga este poder notarial? No tiene que ser necesariamente un abogado. Sólo alguien en quien usted confíe para que firme sus cheques y actúe en su nombre hasta que le encuentren, o se le suponga muerto, o sea declarado oficialmente muerto.

– ¿A quién utilizó Elvis Presley?

– ¿Qué me dice de su esposa?

– Ella probablemente estará en África.

– Estoy segura de que le permitirán regresar a casa. Su esposa. ¿De acuerdo?

– ¿Quiere decir que si desaparezco o me secuestran, mi esposa tendrá acceso a mi talonario de cheques, mi cuenta de ahorros, mis tarjetas de crédito y mi sueldo?

– Así es.

– ¿Y qué pasa si aparezco un año más tarde y descubro que estoy en bancarrota?

Se echó a reír.

No estoy tan acostumbrado a estar casado y ése era un momento de la verdad. Le pregunté a la abogada infanticlass="underline"

– ¿A quién puso mi esposa?

– Ella aún no ha estado aquí.

– Entiendo… de acuerdo, que sea mi esposa.

Ella escribió el nombre de Kate en el documento, yo lo firmé y fue certificado allí mismo.

Hablamos unos minutos más y ella dijo finalmente:

– Eso es todo. Que tenga un buen viaje. Venga a verme cuando regrese.

– Le enviaré una postal si me secuestran.

Kate y yo habíamos decidido no salir juntos del edificio, de modo que concertamos una cita a las seis de la tarde en el Ecco s, su bar favorito en el centro. Yo llegué primero y, como siempre, el lugar estaba lleno de abogados, la mayoría de ellos penalistas que sólo podían soportar su presencia mutua cuando estaban borrachos.

Pedí un Dewar's doble y solo y me dispuse a relajarme. En el extremo de la barra había una mujer muy guapa y me llevó un par de minutos darme cuenta de que se trataba de mi ex esposa con un nuevo peinado y color de pelo. Robin y yo nos miramos, ella sonrió, alzó la copa y brindamos a través de la barra. El hecho es que aún nos llevamos bien en las raras ocasiones en las que hablamos o nos vemos. Me hizo señas para que me reuniese con ella, pero negué con la cabeza y pedí otro doble.

En ese momento entró un grupo de hombres y mujeres del NYPD, del piso veintiséis. Entre ellos iba Harry Muller, y me uní a ellos. Luego llegaron algunos compañeros del FBI de Kate, de modo que imaginé que se trataba de una pequeña despedida.

Kate llegó en compañía de algunos compañeros y, hacia las seis y media, en el lugar había alrededor de quince miembros de la ATTF, incluyendo a Jack Koenig, quien nunca deja pasar la oportunidad de mostrar qué tío normal le gustaría ser.

Koenig pronunció un breve discurso que apenas si pudo oírse por encima del ruido que había en el bar, pero conseguí captar las palabras «obligación», «devoción» y «sacrificio». Quizá estaba ensayando para mi oración fúnebre.

Robin, que tiene más cojones que muchos hombres, se acercó y se presentó a algunos de mis compañeros, luego se reunió conmigo e intercambiamos sendos besos en el aire.

– Dicen que te marchas a Yemen -dijo.

– ¿Estás segura? Me dijeron que era a París.

Se echó a reír.

– No has cambiado nada.

– ¿Por qué arruinar la perfección?

Kate se abrió paso hacia mí.

– Robin, ésta es mi esposa, Kate -dije.

Las dos se estrecharon la mano y Kate dijo:

– Me alegra mucho conocerte.

– Y a mí me alegra conocerte a ti -contestó sinceramente Robin-. He oído que te marchas a Tanzania. Qué trabajo más interesante tienes.

Ambas conversaron un rato. Y yo quería estar en otra parte.

– ¿Has redecorado el apartamento? -le preguntó Robin a Kate.

– Aún no. Estoy trabajando en la nueva decoración de John -contestó Kate.

Las dos se echaron a reír ante ese comentario. ¿Por qué no me reía yo?

– ¿Dónde está tu jefe? -le pregunté a Robin.

Me miró y contestó:

– Debe trabajar hasta tarde. Se encontrará aquí conmigo para cenar. ¿Os gustaría acompañarnos?

– Nunca me pediste que me uniese a vosotros cuando ambos os quedabais a trabajar hasta tarde, y estábamos casados. ¿Qué celebramos?

– Tú también trabajabas hasta tarde -contestó Robin fríamente-. Bueno, que los dos tengáis un buen viaje y que no os pase nada.

Se volvió y se alejó hasta el otro extremo de la barra.

– No tenías necesidad de ser tan brusco -dijo Kate.

– No soy muy sofisticado. Muy bien, larguémonos de aquí.

– Otros quince minutos. Sería amable por nuestra parte.

Se alejó unos pasos para unirse a la multitud.

Koenig fue el primero en marcharse, como es su costumbre, acompañado por la mayoría de los agentes del FBI que habían hecho una aparición obligada y no querían estar demasiado tiempo en compañía de policías.

David Stein se me acercó.

– Has tomado la decisión correcta -dijo.

– Considerando mis opciones, no tenía otra elección.

– Sí que la había. Regresarás con los antecedentes limpios como una patena e incluso un poco de poder en el bolsillo. Tienes que volver al caso Khalil y olvidarte de todo lo demás. ¿De acuerdo?