No había estado aquí desde el pasado septiembre, cuando Kate me arrastró para la celebración del vigésimo aniversario de la creación de la ATTF.
Uno de los jefes del FBI que habló aquella noche dijo: «Os felicito a todos por vuestro excelente trabajo durante estos años, y especialmente por las detenciones y condenas de todos aquellos responsables de la tragedia que se produjo en este mismo lugar el 26 de febrero de 1993. Nos volveremos a ver para el vigésimo quinto aniversario de este magnífico equipo, y tendremos mucho más que celebrar.»
Yo no estaba seguro de asistir a esa fiesta, pero sí esperaba que hubiese más cosas que celebrar.
Kate llamó para decirme que se reuniría pronto conmigo, lo que significaba aproximadamente una hora. Pedí un Dewar's con soda, apoyé la espalda en la barra y miré a través de los grandes ventanales, que iban del suelo al techo. Hasta las refinerías de Nueva Jersey tenían buen aspecto desde allí.
A mi alrededor había un montón de turistas, junto con especímenes de Wall Street, yuppies, parásitos profesionales, alguna que otra chica guapa de alterne, y parejas de las zonas residenciales que estaban en la ciudad por alguna razón especial, y probablemente unos cuantos tíos de mi profesión, que tenían sus oficinas aquí, en la Torre Norte, y que utilizaban este lugar para reuniones y cenas importantes.
No era la clase de lugar que me agrada especialmente, pero Kate quería venir aquí, dijo, para contemplar la ciudad de Nueva York desde la cima del mundo en nuestra última noche juntos. Un recuerdo que nos acompañaría hasta el día en que volviésemos.
Yo no sentía ninguna ansiedad especial por tener que alejarme de mi ciudad, mi casa y mi esposa, de la misma forma en que lo hacen los soldados que parten hacia la línea del frente. Para ponerlo en perspectiva, estaría fuera sólo unos meses, podría renunciar al trabajo cuando quisiera, y el peligro en mi lugar de destino, aunque real, no era tan grande como el que espera a un soldado que parte a la guerra.
Y, sin embargo, sentía una especie de inquietud, tal vez por la sincera preocupación demostrada por Jack Koenig de que no me sucediera nada malo, junto con la firma de documentos por si desaparecía, me secuestraban o moría. También, naturalmente, sentía aprensión por el hecho de que Kate viajase a un lugar donde los norteamericanos ya habían sido objeto del ataque de los extremistas islámicos. Quiero decir, nuestro trabajo consistía en combatir el terrorismo, pero hasta ahora lo habíamos hecho aquí, en Estados Unidos, donde se había producido un solo ataque atribuido al terrorismo… precisamente aquí, de hecho.
Kate llegó inusualmente temprano y nos abrazamos y besamos como si nos encontrásemos después de mucho tiempo.
– He preparado unas cuantas cajas para ambos que enviaremos mañana a las respectivas embajadas por valija diplomática.
– Tengo todo lo que necesito.
– He incluido una caja de seis latas de Budweiser para ti.
– Te amo.
Pedí un vodka con hielo para ella, y permanecimos con las espaldas contra la barra, cogidos de la mano y contemplando la puesta de sol sobre los yermos de Nueva Jersey.
El lugar se había vuelto un poco más silencioso mientras la gente disfrutaba de la luz del crepúsculo, con las copas en las manos, medio kilómetro sobre la superficie de la tierra, separados del mundo real por aproximadamente dos centímetros de cristal transparente.
– Vendremos aquí cuando regresemos -dijo Kate.
– Eso suena bien.
– Te echaré de menos -dijo.
– Yo ya te echo de menos.
– ¿Cómo te sientes en este momento? -me preguntó Kate.
– Creo que el alcohol llega más rápidamente al cerebro a esta altura. Siento como si la habitación se estuviese balanceando.
– Se está balanceando.
– Eso es un alivio.
– Voy a echar de menos tu sentido del humor.
– Yo voy a echar de menos a mi público.
– Prometamos que volveremos igual que cuando nos marchamos. ¿Me entiendes? -dijo, apretándome la mano.
– Sí.
Los viernes en el Windows on the World es la Noche Disco, y una banda disco comenzó a tocar a las nueve de la noche. Llevé a Kate a la pequeña pista de baile y le enseñé algunos de mis movimientos de los años setenta, que ella encontró francamente divertidos.
La banda estaba tocando The Peppermint Twist, que yo volví a bautizar como Twist Yemenita mientras ejecutaba unos pasos especiales llamados «El paseo del camello» y «Esquiva las balas». Obviamente, estaba como una cuba.
De regreso en la barra, Kate y yo comenzamos a beber una especialidad de la casa llamada «Té Helado Isla de Ellis», que a dieciséis pavos la copa necesitaba un nombre más pijo.
Kate pidió sushi y sashimi en la barra, y aunque normalmente no como pescado crudo y algas, cuando estoy borracho me meto en la boca cosas que no debería.
Abandonamos el Mejor Bar del Mundo a medianoche, con el mayor dolor de cabeza que había tenido en mucho tiempo.
Una vez en la calle cogimos un taxi y Kate se quedó dormida con la cabeza apoyada en mi hombro. Mientras recorríamos las calles de regreso a casa me dediqué a mirar a través de la ventanilla.
Nueva York, viernes por la noche. Tendría que recordarlo en los siguientes meses.
El departamento de viajes del FBI nos había incluido consideradamente en dos vuelos que despegaban del aeropuerto JFK con dos horas de diferencia; Kate cogería un vuelo de Delta a El Cairo y yo un vuelo de American Airlines a Londres. Luego cogería un avión a Ammán, en Jordania y, desde allí, volaría finalmente a Adén, mientras que Kate tendría un vuelo directo a Dar es Salaam, en Tanzania. Con un poco de suerte, nuestras armas llegarían en las valijas diplomáticas antes que nosotros.
Alfred, nuestro conserje, nos deseó un buen viaje y cogimos una limusina hasta el aeropuerto. Primero llegamos a la terminal de Delta. Nos despedimos junto al bordillo, sin demasiados sentimentalismos y sin lágrimas.
– Cuídate. Te quiero. Nos veremos -dije.
– Tú cuídate también. Tratemos de encontrarnos en París en el viaje de regreso a casa.
– Es una cita.
Un mozo se hizo cargo de su equipaje y Kate lo siguió hacia el interior del edificio. Nos saludamos agitando las manos a través del cristal.
Volví a subirme a la limusina y continuamos viaje hasta la terminal de American Airlines.
Ambos teníamos pasaportes diplomáticos, que es un elemento habitual en nuestra profesión, de modo que el trámite en Clase Business fue relativamente indoloro. La seguridad era una combinación de una broma y una pelea. Habría podido entregarle mi pistola Glock al guardia de seguridad, clínicamente muerto, y recogerla al otro lado del detector de metales.
Tenía un par de horas de espera, de modo que maté el tiempo en el salón de la Clase Business, leyendo los periódicos del día y bebiendo bloody mary gratis.
Mi teléfono móvil empezó a sonar y era Kate.
– Estoy a punto de embarcar -dijo-. Sólo quería decirte adiós otra vez y también que te quiero.
– Yo también te quiero -dije.
– ¿No me odias por haberte metido en este fregado?
– ¿En qué fregado? Oh, este fregado. No hay problema. No hace más que alimentar la leyenda Corey.
Kate permaneció en silencio un momento antes de preguntar:
– ¿Hemos terminado con el vuelo 800 de la TWA?
– Por completo. Y Jack, si estás escuchando, fue un fallo mecánico en el tanque de combustible central.
Kate volvió a quedarse en silencio.
– No te olvides de enviarme un correo electrónico cuando llegues -me dijo.
– Tú también.