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Intercambiamos unos cuantos «te quiero» más y colgamos.

Un par de horas más tarde, mientras Kate ya estaba volando sobre el Atlántico, la pantalla de vídeo dijo que mi vuelo a Londres estaba embarcando y me dirigí hacia la puerta.

Había pasado exactamente una semana desde que se celebrase la ceremonia en recuerdo de las víctimas del vuelo 800 de la TWA y, en esa semana, había aprendido un montón de cosas, ninguna de las cuales me hacía ningún bien en ese momento.

Pero en este juego tienes que pensar a largo plazo. Hablas. Husmeas. Te devanas los sesos. Y luego vuelves a hacerlo.

En este mundo no hay un solo misterio que no tenga solución. Si es que vives lo suficiente para descubrirlo.

LIBRO TERCERO

En casa
Septiembre

Conclusiones: los analistas de la CIA no creen que se haya utilizado un misil para derribar el vuelo 800 de la TWA… No existe absolutamente ninguna prueba, física o de cualquier otra naturaleza, de que se haya empleado un misil.

CIA, «Informe pericial»

(28 de marzo de 1997)

CAPÍTULO 32

En casa.

Sin haber sido secuestrado, enfermado de malaria o asesinado, llegué al aeropuerto JFK en un vuelo de la compañía Delta, desde Londres, a las 16.05 horas, el jueves después del Día del Trabajador, habiendo pasado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto de Yemen.

Para que conste, el sitio es un asco.

Kate aún se encontraba en Dar es Salaam, pero llegaría a casa dentro de una semana. Parecía estar disfrutando de Tanzania. En sus correos electrónicos hablaba de gente amistosa, buena comida, un paisaje interesante y todas esas cosas.

Por qué nos habíamos librado con viajes tan cortos era más misterioso que por qué nos habían enviado al exilio, lo cual no era un misterio. Posiblemente, Jack Koenig y sus colegas pensaron que, como ocurre con una condena a prisión, una corta te enseña una lección, mientras que una condena larga alimenta el resentimiento y la venganza.

No era así. Yo aún estaba furioso y en absoluto agradecido por mi pronta liberación.

Pasé rápidamente el control de pasaportes y de inmigración, ya que no llevaba nada más que mi maletín, un pasaporte diplomático y un rencor oculto. Había dejado mi vestimenta de safari en Yemen, que era a donde pertenecía, y mi Glock viajaba de regreso a casa dentro de una valija diplomática. Llevaba pantalones de color beige, una chaqueta azul y una camisa deportiva, que tenían buen aspecto cuando me los había puesto hacía ya un día.

Parecía extraño estar de regreso en la civilización, si ésa es la palabra correcta para definir el Aeropuerto Internacional John Fitzgerald Kennedy. Las vistas, los sonidos y los olores -que nunca había percibido antes- eran desagradables.

Adén, como me enteré al llegar allí, no era la capital de Yemen; una ciudad de mierda llamada Sana'a era la capital del país y tuve que ir allí unas cuantas veces por trabajo, donde tuve el placer de conocer a la embajadora Bodine. Me presenté como un íntimo amigo de John O'Neill, aunque sólo lo había visto en un par de ocasiones. No me echaron a patadas, que era el plan que yo tenía en mente, pero tampoco me invitaron a cenar en la residencia de la embajadora.

Adén, donde estaba destinado, era la ciudad portuaria donde habían atentado contra el Cole, y también era un asco. La buena noticia era que el Hotel Sheraton, donde se alojaba el equipo, tenía un gimnasio (los marines tuvieron que enseñarle al personal cómo instalar todos los aparatos) y una piscina (que tuvimos que enseñarle al personal del hotel cómo se limpiaba), y estaba tan bronceado y en buena forma física como nunca lo había estado desde que recibí tres balazos en Washington Heights, hacía cuatro años. En Yemen mantuve la ingesta de alcohol en un nivel mínimo, aprendí a saborear el pescado, en lugar de a beber como uno de ellos, y experimenté los placeres de la castidad. Me sentía como un hombre nuevo, pero el hombre viejo necesitaba un trago, una hamburguesa y sexo.

Hice una parada en la cafetería y pedí una hamburguesa y una cerveza en la barra.

Llevaba conmigo el teléfono móvil, pero la batería estaba totalmente muerta en ese momento y le pedí al camarero que enchufara mi cargador, que hizo con mucho gusto.

– He estado en el desierto de Arabia -le expliqué.

– Bonito bronceado.

– En un lugar llamado Yemen. Muy barato. Debería ir algún día. La gente es genial.

– Bueno, bien venido a casa.

– Gracias.

En Adén habíamos tenido servicio de correo electrónico, a través de Yahoo, por alguna razón, y así fue como Kate y yo nos habíamos mantenido en contacto durante todo este tiempo, junto con alguna llamada internacional ocasional. Nunca mencionamos el caso del vuelo 800 de la TWA, pero tuve mucho tiempo para pensar en ello.

Había enviado un correo electrónico a la Universidad John Jay de Justicia Penal, explicándoles que me encontraba cumpliendo una misión secreta y peligrosa para el gobierno y que llegaría tarde a clase unos días o unos años. Les sugerí que comenzaran sin mí.

El televisor que había encima de la barra estaba conectado en el canal de noticias y todo parecía indicar que durante mi ausencia no había ocurrido nada. El tío del tiempo dijo que era otro hermoso día del veranillo de San Martín en Nueva York, con más de lo mismo en los próximos días. Bien. Adén era un horno. El interior de Yemen era un infierno. ¿Por qué la gente vivía en lugares así?

Pedí otra cerveza y eché un vistazo a un Daily News que había en la barra. No había demasiadas noticias y leí la sección de deportes y comprobé mi horóscopo: «No se sorprenda si experimenta sensaciones de placer, celos, angustia y felicidad en su trabajo diario.» No me sorprendería en absoluto.

En cualquier caso, en Adén había trabajado con seis agentes del FBI, entre ellos dos mujeres, y cuatro tíos del Departamento de Policía de Nueva York pertenecientes a la ATTF, a dos de los cuales ya conocía, de modo que estuvo bien. Junto con los investigadores teníamos a veinte marines armados hasta los dientes y un equipo del SWAT del FBI, compuesto por ocho hombres, todos los cuales cumplían turnos como tiradores apostados en el techo del Sheraton, y que el hotel, creo, utilizaba en su estrategia de marketing para los otros pocos huéspedes.

La misión incluía también alrededor de una docena de tíos del Servicio de Seguridad Diplomática, y a personal de inteligencia del Ejército y la Marina, y, naturalmente, personal de la CIA, cuya identidad y número era un gran secreto, pero yo conté cuatro de ellos. Todos los norteamericanos nos llevábamos bastante bien porque no había nadie más con quien hablar en ese lugar olvidado de la mano de Dios.

Mis obligaciones en Adén consistían en trabajar con su corrupto y asombrosamente estúpido personal de inteligencia para conseguir pistas sobre los responsables del ataque contra el Cole. La mayoría de esos tíos hablaban una especie de inglés, resabio de los días de la colonización británica, pero siempre que mis compañeros y yo nos poníamos demasiado agresivos o curiosos, olvidaban instantáneamente su segunda lengua.

De vez en cuando, la inteligencia yemenita detenía a los sospechosos habituales y los arrastraba al cuartel general de la policía para que nosotros pudiésemos ver que se hacía algún progreso en la investigación.

Una vez a la semana, aproximadamente, cinco o seis tíos de la ATTF eran convocados a la comisaría para interrogar a esos pobres infelices a través de intérpretes ineptos y embusteros en una sala de interrogatorios fétida y sin ventanas. Los tíos de inteligencia les propinaban unos cuantos golpes a los sospechosos y nos decían que se estaban acercando a los «terroristas extranjeros» que habían atacado el Cole.