Me acerqué al mostrador de Hertz y alquilé un Ford Taurus mediano y, treinta minutos más tarde, me encontraba en la Autopista de la Costa, en dirección al puente Verrazzano, con la radio encendida.
Llamé al contestador de mi apartamento y recuperé unas docenas de mensajes de gente que parecía sorprendida o desconcertada por el hecho de que ambos hubiésemos salido del país. Había media docena de mensajes de Dom Fanelli, todos ellos diciendo: «Kate, John, ¿habéis llegado ya? Pensaba pasarme por el apartamento para echar un vistazo. Muy bien, sólo estaba haciendo una comprobación.» Ése es el tío que me dice a mí que debo tener cuidado. El detective Fanelli iba a acabar en el lado equivocado de un caso de homicidio doméstico.
Corté la comunicación y lo dejé enchufado en la toma del coche para que se cargara. Mi busca, de hecho, no había funcionado en Yemen, pero siguiendo las órdenes de Jack Koenig lo había dejado encendido todo el tiempo y la batería estaba muerta. Pero estaba encendido.
También recordé que el señor Koenig me había dado una orden directa de que no metiera las narices en el caso del vuelo 800 de la TWA. Debería haberle pedido que me lo aclarase, lo que haría la próxima vez que le viese.
Conduje a través del puente Verrazzano, crucé Staten Island y el puente Goethals, luego entré en la I-95 al llegar a Nueva Jersey y me dirigí hacia el sur, en dirección a Filadelfia. Estaría allí en menos de dos horas.
Roxanne Scarangello. Tal vez no supiese nada, pero si Griffith y Nash habían hablado con ella, entonces yo también necesitaba hablar con ella.
Llevaba cinco años de retraso, pero nunca es demasiado tarde para volver a abrir un caso.
CAPÍTULO 33
Para un neoyorquino, Filadelfia -aproximadamente a ciento sesenta kilómetros al sur de Midtown- es como la Estatua de la Libertad: histórica, cercana y totalmente evitable.
A pesar de todo, yo había estado en la Ciudad del Amor Fraternal varias veces para asistir a conferencias relacionadas con temas policiales, y un par de veces para ver partidos entre los Phillies y los Mets, de modo que la conocía. Considerándolo bien, y parafraseando a W. C. Fields, preferiría estar en Yemen. Es broma.
Aproximadamente a las 19.30 me detenía frente a un edificio de apartamentos de cinco plantas, en el 2201 de Chestnut Street, no muy lejos de Rittenhouse Square.
Encontré un lugar para aparcar en la calle, salí de mi coche alquilado y estiré los brazos. Llamé al apartamento de Roxanne Scarangello y me contestó una voz de mujer.
– ¿Sí?
– Roxanne Scarangello, por favor.
– Soy yo.
– Señorita Scarangello, soy el detective John Corey del FBI. Quisiera hablar unos minutos con usted.
Hubo un largo silencio.
– ¿Sobre qué? -preguntó.
– Sobre el vuelo 800 de la TWA, señorita.
– Ya les dije todo lo que sabía sobre eso hace cinco años. Me dijeron que no volverían a llamarme.
– Ha aparecido algo nuevo. Estoy delante de su edificio. ¿Puedo subir?
– No. No… estoy vestida.
– ¿Por qué no se viste?
– Yo… llego tarde a una cena.
– La llevaré en mi coche.
– Puedo ir andando.
– La acompañaré andando.
Oí lo que parecía ser un profundo suspiro, luego dijo:
– De acuerdo. Bajaré en seguida.
Apagué el teléfono y esperé delante del edificio de apartamentos, que parecía un lugar bastante decente, en una calle flanqueada de árboles. Estaba a pocos minutos andando de la Universidad de Pennsylvania, una cara institución educativa de la Ivy League [1]. Había comenzado a oscurecer y la noche era clara. Una suave brisa portaba una pizca de otoño.
Uno no aprecia estas cosas hasta que las ha perdido, y si tienes suerte, vuelves a apreciarlas con ojos y oídos nuevos.
Norteamérica.
Era una especie de reacción tardía, y me sentí como si estuviese besando la tierra y cantando Dios bendiga América.
Una mujer joven, alta y atractiva, con una larga cabellera oscura, vestida con vaqueros negros y un suéter del mismo color, salió del edificio de apartamentos.
– ¿Señorita Scarangello? -pregunté-. Soy John Corey, del FBI. -Le mostré mi credencial-. Gracias por su tiempo.
– Ya les dije todo lo que sé, que es casi nada -dijo.
Eso es lo que tú crees, Roxanne.
– La acompañaré -dije.
Ella se encogió de hombros y echamos a andar hacia Rittenhouse Square.
– Voy a encontrarme con mi novio para cenar.
– Yo también tengo una cita para cenar. De modo que sólo serán unos minutos.
Mientras caminábamos le hice algunas preguntas superficiales acerca de la universidad, su primer día de clase, Filadelfia y sobre su programa de doctorado, que dijo que era en Literatura Inglesa.
No pude evitar un bostezo.
– ¿Le estoy aburriendo? -preguntó.
– En absoluto. Es que acabo de llegar de Oriente Medio. ¿Ve mi bronceado? ¿Quiere que le muestre el billete de avión?
Se echó a reír.
– No. Le creo. ¿Qué estaba haciendo allí?
– Manteniendo el mundo seguro para la democracia.
– Debería empezar por aquí.
Recordé que estaba hablando con una estudiante universitaria y contesté:
– Tiene toda la razón.
Roxanne dijo unas cuantas cosas acerca de las últimas elecciones presidenciales. Yo asentí y emití algunos sonidos de aprobación.
Llegamos a un restaurante llamado Alma de Cuba, cerca de Rittenhouse Square, y entramos. Era un lugar elegante, de moda, y me pregunté a cuánto ascendería su beca.
La señorita Scarangello sugirió que tomásemos una copa mientras esperábamos a su novio.
Encontramos una mesa en el salón y pedimos una jarra de sangría blanca para ella y, para continuar con el tema, un cuba libre para mí.
– Permítame que vaya directamente al grano -dije-. Usted fue la doncella que entró en la habitación 203 del Hotel Bayview en Westhampton aproximadamente al mediodía del 18 de julio de 1996, el día después del accidente del vuelo 800 de la TWA. ¿Es eso correcto?
– Es correcto.
– Ninguna otra doncella o ningún otro miembro del personal del hotel habían estado en esa habitación antes que usted. ¿Correcto?
– No que yo sepa. Los huéspedes no se habían marchado del hotel y tampoco contestaban al teléfono o a las llamadas en la puerta. Además, había un cartel de «No molestar» en la puerta.
Era la primera vez que oía eso. Pero tenía sentido si Don Juan y su acompañante querían poner tiempo y kilómetros entre ellos y el hotel.
– ¿Y usted entró con su llave maestra?
– Sí, ése era el procedimiento después de las once de la mañana, o sea la hora en que los huéspedes deben abandonar el hotel si ya se ha acabado su estancia.
– ¿Recuerda los apellidos de los agentes del FBI que la interrogaron la primera vez? -le pregunté.
– Han pasado cinco años. Sólo usaban sus nombres de pila.
– Bueno, haga memoria.
– Creo que uno de ellos tenía un nombre irlandés -dijo Roxanne.
– ¿Sean? ¿Seamus? ¿Giuseppe?
Ella se echó a reír.
– Eso no es irlandés.
Sonreí.
– Tal vez Liam.
– Eso es. El otro era… no puedo recordarlo. ¿Usted no lo sabe?
– Sí. Probablemente Ted.
– Creo que sí. Un tío guapo.
Y un capullo.
– ¿Aún están buscando a aquella pareja? ¿De eso se trata? -preguntó ella.
– Así es.
– ¿Por qué son tan importantes?
– Lo sabremos cuando los encontremos.
– Probablemente no estuviesen casados entre ellos -me informó-. No quieren que los encuentren.
– Bueno, pero necesitan asesoramiento matrimonial.
Ella sonrió.
– Sí. Tiene razón.
– ¿Le mostró el FBI un retrato robot del hombre?