Pensé en el señor Leslie Rosenthal y sus archivos, que harían enrojecer de vergüenza a la Biblioteca del Congreso. Ese tío era una urraca y probablemente ni siquiera tiraba el envoltorio de los chicles.
– El señor Rosenthal, a quien tuve el placer de conocer, me impresionó como un individuo muy ahorrador.
Ella sonrió y dijo:
– Era un poco anal.
– ¿Lo conocía?
– Yo le gustaba.
– ¿La llevó alguna vez al sótano para que viese sus archivos?
Roxanne se echó a reír, luego pensó un momento y dijo:
– Esos libros de recibos de la biblioteca podrían estar allí abajo.
– Por favor, no se lo cuente a nadie -le dije.
– No he abierto la boca sobre este asunto en cinco años.
– Bien.
Me quedé pensando un momento. ¿Cuáles eran las posibilidades de que Don Juan o su acompañante sacaran una cinta de vídeo de la biblioteca? El reproductor de vídeo en la habitación 203 había sido encendido, pero la explicación más probable para ello era que hubiesen conectado su cámara de vídeo al VCR para pasar la cinta de la cámara, para poder ver en el televisor lo que pensaban que habían visto aquella noche en la playa.
Por otra parte, los dos habían estado aparentemente en su habitación durante dos horas y media aquella tarde, de modo que, quizá, uno de ellos fue a la biblioteca y sacó una película. Pero ¿habría firmado cualquiera de ellos con su verdadero nombre?
De pronto tuve esa horrible sensación de estar agarrándome a un clavo ardiendo. Pero cuando lo único que tienes es un clavo ardiendo, te agarras a él con fuerza.
Llegó el novio de Roxanne, casi sin aliento, pensé, y se inclinó para besarla en la mejilla. Ella le dijo:
– Sam, éste es el profesor Corey. Asistí a una de sus clases de filosofía.
Me levanté y nos estrechamos la mano. Tenía un apretón nacido y, de hecho, era muy poco atractivo, pero parecía un tío agradable.
– ¿Enseña filosofía? -me preguntó.
– Así es. «Cogito ergo sum»
Sonrió y me informó:
– Estoy en el programa de física avanzada. No entiendo de filosofía.
– Yo tampoco.
Era hora de que me largara de allí, pero aún no había acabado con Roxanne, de modo que volví a sentarme.
Sam también se sentó y se produjo uno de esos momentos de silencio, hasta que yo le pregunté a Roxanne:
– ¿Cuáles eran los horarios de la biblioteca?
Miró a Sam, luego a mí y contestó:
– Creo que de ocho de la mañana a ocho de la noche.
– ¿Y qué ocurría si un huésped se marchaba antes o después de ese horario y quería devolver un libro o una cinta de vídeo?
Ella parecía sentirse un tanto incómoda, le sonrió fugazmente a Sam y luego me contestó:
– Se lo entregaban al recepcionista, quien tenía el libro de recibos de la biblioteca cuando estaba cerrada.
Asentí.
– Bien. Tiene sentido. ¿Quiere una copa? -le pregunté a Sam.
– Eh… tal vez deberíamos ir a la mesa. La están reservando para nosotros… ¿quiere acompañarnos?
– No, gracias. -Me dirigí a Roxanne-: ¿Podría recordar en qué modo estaba el reproductor de vídeo? ¿Accionar, grabar, rebobinar?
– Eh… no. No lo recuerdo.
– Me temo que no entiendo nada de lo que estás diciendo -dijo Sam.
Miré a Sam y le pregunté:
– ¿Existe el mundo físico fuera de nuestras mentes?
– Por supuesto. Hay miles de instrumentos que pueden registrar el mundo físico y hacerlo mejor que la mente humana.
– Como una cámara.
– Exacto.
Me levanté.
– Gracias por su compañía -le dije a Roxanne.
Ella también se levantó, nos estrechamos la mano y ella dijo:
– Gracias por las copas, profesor.
Le di unas palmadas a Sam en la espalda.
– Es un hombre afortunado -le dije.
Miré a Roxanne y le hice una seña con la cabeza en dirección a la barra. Luego fui a pagar nuestras bebidas.
Cuando estaba pagando la cuenta, Roxanne se reunió conmigo.
– Gracias por su ayuda -le dije. Le entregué una tarjeta-. Llámeme si cualquier otra persona la llama para hablarle de este asunto.
– Lo haré. Usted también puede llamarme si necesita cualquier otra cosa. ¿Quiere el número de teléfono de mi casa?
– Ya lo tengo. Gracias. Sam parece un tío agradable.
Me marché del Alma de Cuba y eché a andar hacia mi coche en Chestnut Street.
Mi culo se arrastraba, pero mi mente ya se encontraba en el Hotel Bayview.
CAPÍTULO 35
Emprendí el regreso a Nueva York por la autopista de Nueva Jersey, que tiene muy buenas vistas si cierras los ojos y piensas en cualquier otro lugar.
Viajaba con un ligero exceso de velocidad, aunque no había ninguna urgencia especial en comprobar una pista en un caso que estaba cerrado desde hacía cinco años; la urgencia estaba relacionada con la Oficina de Responsabilidad Profesional del FBI, que suponía que no se había olvidado de mí durante mi ausencia, y que, sin duda, tenía perfectamente controlado mi regreso del extranjero. Si estaban preguntándose dónde estaba John Corey esta noche, tendrían que preguntármelo mañana.
Busqué en la radio una emisora de noticias y escuché las últimas. Parecía ser un día aburrido. De hecho, había sido un verano realmente tranquilo en el frente terrorista, y no había ningún indicio de que nuestros amigos islámicos estuviesen cociendo algo. En mi segunda carrera, sin embargo, el hecho de que no hubiera noticias no significaba necesariamente una buena noticia, según mis colegas en Yemen, quienes no consideraban que esa calma pasajera fuese una buena señal.
Concentré mi mente en preocupaciones más inmediatas y pensé en la conversación que había mantenido con Roxanne Scarangello. Me di cuenta de que la entrevista podría haber salido de cualquier otra manera, que es como suele ocurrir con las entrevistas a testigos; una palabra aquí, un comentario ocasional allá, la pregunta correcta, la respuesta equivocada, etcétera.
Después de veinte años de hacer este trabajo, acabas por desarrollar un verdadero sexto sentido. Por lo tanto, ese asunto de la biblioteca que prestaba libros y cintas de vídeo no había sido un golpe de suerte; era John Corey mostrándose tenaz, brillante, perceptivo, inteligente, encantador y motivado. Sobre todo motivado.
Quiero decir, no me pagaban por hacer esto, de modo que necesitaba alguna clase de recompensa no monetaria. Básicamente, quería meterle esto por el culo a Koenig tan profundamente que se le cayera hasta la gomina que llevaba en el pelo. A Liam Griffith también. Y, por un momento, deseé que Ted Nash estuviese vivo para poder metérselo también a él por el culo, ya puestos.
El reloj del salpicadero señalaba las 21.10 y me pregunté qué hora sería en Dar es Salaam. La misma que en Yemen, en realidad, o sea, las primeras horas de la mañana. Imaginé a mi ángel dormida en la habitación de un hotel de tres estrellas que daba al océano Índico. En una ocasión me había enviado un correo electrónico donde decía: «Esto es tan hermoso, John, me gustaría que estuvieses conmigo.» Como si el viaje a Yemen hubiese sido idea mía.
Comprendí que la echaba de menos más de lo que había imaginado. Estaba sinceramente feliz de que la hubiesen enviado a un lugar decente, y no a Yemen, un sitio que, si no lo he mencionado antes, da asco.
Sí, había momentos duros en los que deseaba que ella estuviera en Yemen y yo en las Bahamas, pero sólo eran momentos pasajeros, seguidos de pensamientos amorosos sobre nuestro reencuentro. El encuentro en París había quedado descartado, en parte debido a las diferentes fechas de nuestros respectivos regresos al hogar, pero fundamentalmente porque yo estaba obsesionado con el vuelo 800 de la TWA.