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Por último, dijo:

– Tu mujer, como seguramente te habrá contado, nunca ha estado completamente satisfecha con el resultado final de este caso.

No contesté.

Él continuó hablando:

– El gobierno sí está satisfecho. Y ella (y tú) trabajáis para el gobierno.

– Gracias por el dato.

Me miró y añadió:

– A veces resulta necesario afirmar lo que es obvio.

– ¿El inglés no es tu lengua materna?

– Muy bien, ahora escúchame bien, este caso está cerrado. Ya es suficiente que tengamos grupos privados e individuos que cuestionan las conclusiones del gobierno. Están en su derecho. Pero tú, yo, tu esposa (todos los que nos encargamos de que se cumpla la ley) no podemos conceder credibilidad a aquellos que defienden teorías alternativas y quizá paranoides acerca de lo que sucedió aquí hace cinco años. ¿Entiendes?

– Eh, tío, que yo sólo he venido como acompañante. Mi esposa está aquí para honrar a los muertos y confortar a las familias. Si hay aquí alguna paranoia, es la tuya.

El señor Griffith pareció tomarlo como una ofensa pero no perdió la calma.

– Tal vez lo que estoy tratando de decirte resulte demasiado sutil para ti -dijo-. Lo que sucedió o no sucedió aquí no es la cuestión. La cuestión es tu posición como agente del gobierno. -Y añadió-: Si mañana te retiras (o te despiden), podrás pasar todas tus horas libres investigando este caso. Estarías en tu derecho como ciudadano particular. Y si encontrases nuevas pruebas para reabrir el caso, que Dios te bendiga. Pero mientras trabajes para el gobierno, no harás ninguna investigación, ni realizarás ninguna entrevista, ni consultarás ningún archivo, ni pensarás en este caso, ni siquiera en tus horas libres. ¿Lo has entendido?

Siempre olvido que casi todos los agentes especiales son abogados, pero cuando abren la boca lo recuerdo al instante.

– Estás despertando mi curiosidad -dije-. Supongo que no era ésa tu intención.

– Te estoy explicando la ley, Corey, para que después no puedas alegar ignorancia.

– Eh, tío, he sido policía durante más de veinte años y enseño derecho penal en el John Jay College. Conozco la jodida ley.

– Bien. Lo apuntalé en mi informe.

– Mientras estés en ello, apunta también que me dijiste que estabas aquí como ciudadano privado, ahora léeme mis derechos.

Griffith sonrió, cambió a policía bueno y me dijo:

– Me gustas.

– Bueno, tú también me gustas, Liam.

– Toma esta conversación como un consejo amistoso de un colega. No habrá ningún informe.

– Vosotros ni siquiera vais a cagar sin redactar un informe de diez páginas.

Creo que dejé de gustarle en ese momento.

– Tienes reputación de ser un tío conflictivo y de no saber jugar en equipo -dijo-. Lo sabes muy bien. Tuviste tu momento de gloria y fuiste el chico de oro con el caso de Asad Khalil. Pero eso fue hace más de un año y, desde entonces, no has hecho nada espectacular. Khalil sigue libre y, por cierto, también están libres los tíos que te metieron tres balas en el cuerpo en Morningside Heights. Si necesitas una misión en la vida, Corey, busca a esos hombres que intentaron mandarte al otro barrio. Eso debería ser suficiente para mantenerte ocupado y lejos de los problemas.

Nunca es una buena idea hostiar a un agente federal, pero cuando emplean ese tono condescendiente siento que debo hacerlo. Aunque fuese sólo una vez. Pero ahí no podía.

– Que te jodan.

– De acuerdo -dijo, como si pensara que era una buena idea-. De acuerdo, considérate advertido.

Eso es como decirte que estás avisado, pero sin utilizar esa fea palabra anglosajona. La ley, y por extensión los federales, prefiere las palabras más suaves y empalagosas derivadas del francés. «Advertido.» -Considérate advertido -le dije.

Griffith dio media vuelta y se alejó.

Antes de que tuviese tiempo de procesar la conversación con Griffith, Kate apareció junto a mí y dijo:

– Esa pareja perdió a su hija. Viajaba a París para hacer un curso de verano.

Estos cinco años no han cambiado las cosas. Ni deberían.

Asentí.

– ¿De qué estabas hablando con Liam Griffith? -preguntó.

– No estoy autorizado a revelar esa información.

– ¿Quería saber qué estabas haciendo aquí?

– ¿De qué lo conoces?

– Trabaja con nosotros, John.

– ¿En qué sección?

– En la misma que nosotros. Terrorismo árabe. ¿Qué te dijo?

– ¿Y cómo es que no lo conozco?

– No lo sé. Viaja mucho.

– ¿Trabajó en el caso de la TWA?

– No estoy autorizada para revelar esa información. ¿Por qué no se lo preguntaste?

– Ésa era mi intención. Justo antes de que le dijera que se fuese a tomar por el culo. Entonces la magia desapareció.

– No deberías haberle dicho eso.

– ¿Por qué está aquí?

Kate dudó un momento y luego dijo:

– Para ver quién más ha venido.

– ¿Es una especie de agente de asuntos internos?

– No lo sé. Tal vez. ¿Salió mi nombre en la conversación?

– Dijo que no estabas satisfecha con la conclusión gubernamental del caso.

– Nunca le he dicho a nadie tal cosa.

– Estoy seguro de que Griffith lo ha deducido.

Kate asintió, y como una buena abogada que no quiere escuchar nada más que no pueda repetir bajo juramento, dejó el tema.

Miró hacia el océano y luego alzó la vista al cielo.

– ¿Qué crees tú que ocurrió? -me preguntó.

– No lo sé.

– Sé que no lo sabes. Yo trabajé en el caso y tampoco lo sé. ¿Qué crees que ocurrió?

La cogí de la mano y echamos a andar de regreso al coche.

– Creo que necesitamos una explicación para esa estela de luz -dije-. Sin ese detalle, las pruebas de que hubo un fallo mecánico son abrumadoras. Pero con esa estela de luz, tenemos entre manos otra teoría bastante verosímiclass="underline" un misil tierra-aire.

– ¿Y hacia dónde te inclinas?

– Siempre me inclino hacia los hechos.

– Bien, tienes dos grupos de hechos para escoger: los testigos presenciales y su testimonio sobre esa estela de luz; y los hechos forenses, que no muestran ninguna prueba de impacto de misil y sí avalan que hubo un estallido accidental del depósito de combustible central del avión. ¿Qué hechos prefieres?

– No siempre confío en los testigos presenciales -dije.

– ¿Y si hay más de dos centenales de ellos que afirman haber visto lo mismo?

– Entonces tendría que hablar con cada uno de ellos.

– No es posible. Pero viste a ocho de ellos la otra noche en ese programa de televisión.

– No es lo mismo que si les interrogase personalmente.

– Yo lo hice. Entrevisté a una docena de ellos y oí sus voces y les miré a los ojos. Mírame a los ojos -me dijo Kate.

Me detuve y la miré.

– No puedo quitarme sus palabras o sus rostros de mi cabeza -dijo.

– Tal vez fuese mejor si lo hicieras -dije.

Llegamos al lugar donde había dejado aparcado el coche y abrí la puerta para que Kate subiera. Luego me instalé detrás del volante, hice girar la llave de contacto y retrocedí hacia la carretera de arena. El escuálido pino volvió a erguirse, más alto y fuerte que antes de que lo aplastara. Las desgracias son buenas para la vida salvaje. Por lo de la supervivencia de los más fuertes.

Me uní a una larga cola de vehículos que abandonaban el lugar donde se había desarrollado la ceremonia.

Kate permaneció unos minutos en silencio, luego dijo:

– Cuando vengo aquí me quedo hecha polvo.

– No me extraña.

Recorrimos lentamente la carretera que conducía al puente.

De pronto recordé, con absoluta nitidez, una conversación que había mantenido con la agente especial Kate Mayfield poco después de que nos conociéramos. Ambos estábamos trabajando en el caso de Asad Khalil que había mencionado mi nuevo amigo, Liam. Creo que me estaba quejando por las largas horas de trabajo o algo por el estilo, y entonces Kate me dijo: