El señor Rosenthal estaba a punto de cerrar con llave la puerta de la sala de archivos cuando me preguntó:
– ¿Quiere echar un vistazo a los recibos de los libros prestados?
– No. -Pero entonces recordé algo que había dicho Roxanne y me detuve.
– En el libro de recibos no vi ningún papel carbón rosa por las cintas de vídeo no devueltas -le dije al señor Rosenthal.
– No. Se arrancan y se guardan por separado.
– Se guardan por separado, ¿dónde?
– Aquí. Utilizamos esos recibos en papel carbón para realizar un inventario mensual de los objetos desaparecidos.
– ¿Cuándo arrancan esas copias de papel carbón del libro de recibos? -le pregunté.
– ¿Cuándo? Habitualmente uno o dos días después de que el huésped se ha marchado y descubrimos que el artículo en préstamo ha desaparecido.
– Muy bien… de modo que los huéspedes de la habitación 203 se registraron el 17 de julio, y el 18 de julio, al mediodía, usted descubrió que se habían marchado sin notificarlo. En la mañana del 19 de julio llegó el FBI preguntando por una manta de cama desaparecida. Esa misma mañana, más tarde, llegaron más agentes del FBI preguntando por los ocupantes de la habitación 203. ¿Es posible que para entonces alguien de su personal hubiera arrancado el recibo rosa del libro de recibos y lo hubiese marcado como desaparecido?
– El encargado de la biblioteca espera para ver si una doncella u otra persona devuelve el artículo que falta -respondió el señor Rosenthal-. Si no es así, en algún momento de ese día, o a primera hora del día siguiente, el papel carbón rosa se envía al contable para que cargue el artículo desaparecido en la cuenta del huésped, o lo incluya en su tarjeta de crédito. A veces, el artículo es devuelto al hotel por correo, o aparece más tarde, de modo que las copias de papel carbón rosa se guardan para el inventario mensual, y si el artículo sigue sin aparecer o no ha sido pagado, la copia rosa pasa al archivo de impuestos como pérdida deducible.
– ¿Y después de eso?
– Como ya he dicho, las copias de papel carbón rosa se archivan. Durante siete años.
– Usted primero.
El señor Rosenthal me condujo hasta un armario marcado como «Archivos de impuestos, 1996», y encontró un sobre de papel manila con la inscripción «Copias en papel carbón – Recibos Biblioteca» y me lo entregó.
Abrí el sobre. En su interior había un fajo de recibos rosados sujetos con una goma elástica. Quité la goma y empecé a examinar las aproximadamente dos docenas de recibos correspondientes a cintas de vídeo y libros desaparecidos.
– ¿Puedo ayudar…? -me preguntó el señor Rosenthal.
– No.
Los recibos no guardaban un orden cronológico estricto, de modo que los repasé lentamente. Cada uno de ellos estaba marcado como «No devuelto». Hacia la mitad de la pila me detuve en un recibo fechado el 17 de julio. El número de la habitación era el 203. La cinta de vídeo que habían sacado era Un hombre y una mujer.
La firma estaba garabateada y la persona no había apretado el bolígrafo con la fuerza suficiente para dejar una marca clara en la copia de papel carbón.
En el recibo, en letras impresas con una caligrafía diferente, se leía: «No devuelto», y el nombre «Reynolds», que, según Marie Gubitosi, era el nombre que había utilizado Don Juan cuando se registró en el hotel.
Le pregunté al señor Rosenthal acerca de esa cuestión y me contestó:
– Aparentemente, la persona que sacó prestada la cinta de vídeo no tenía una llave de la habitación, de modo que la bibliotecaria comprobó en su ordenador y vio que el nombre que constaba en el registro no coincidía con el nombre del huésped alojado en la habitación 203. Preguntó por la persona que tomaba prestada la cinta de vídeo y esa persona le dio el nombre del huésped registrado, que coincidía con el nombre que figuraba en el ordenador.
– Entiendo.
La mujer, por lo tanto, conocía el nombre que Don Juan estaba usando aquel día, de modo que, obviamente, era algo que ya habían hecho antes, lo que significaba que no se trataba de una aventura de una noche.
Dejé el fajo de recibos y miré nuevamente la firma, pero la luz no era muy buena, aunque la caligrafía parecía femenina.
– Vamos arriba -dije.
Abandonamos la sala de archivos con el señor Rosenthal mirando furtivamente de reojo hacia mi falta del sentido del orden.
Una vez en el vestíbulo, coloqué el resguardo rosa en el mostrador de recepción bajo la brillante luz de la lámpara.
– ¿Tiene una lupa? -le pregunté a Peter.
Sacó una lupa cuadrada de debajo del escritorio y la coloqué sobre la tenue firma que figuraba en el recibo. «Jill Winslow.» La estudié más de cerca, deteniéndome en cada letra. «Jill Winslow.» Peter estaba tratando de echar un vistazo al recibo rosa. Lo guardé en el bolsillo, junto con su lupa. Le hice señas al señor Rosenthal para que me acompañase a la biblioteca y ambos entramos en la habitación a oscuras.
– Sabiendo lo que sabe sobre este asunto -le dije- y habiendo estado en el negocio de la hostelería, supongo que desde hace muchos años, ¿cree que la mujer que estaba en la habitación 203 habría firmado con su verdadero nombre el recibo por el préstamo de la cinta de vídeo?
El señor Rosenthal meditó un momento antes de contestar.
– Creo que sí.
– ¿Por qué lo cree?
– Bueno… es lo mismo en el bar, o en el restaurante, o en la tienda de regalos… se le pide que escriba su nombre y el número de la habitación, y usted firma con su verdadero nombre porque el personal del hotel puede hacer las comprobaciones necesarias mientras usted está presente, o le pueden pedir que enseñe la llave de su habitación, o incluso un permiso de conducir, en cualquier momento de la transacción. -Y añadió-: Además, es un reflejo natural firmar con tu nombre verdadero cuando te lo piden.
– A menos que se esté viajando de incógnito. Ya sabe, como cuando se tiene una aventura amorosa. El tío no se registró con su verdadero nombre.
– Sí, pero eso es diferente. Firmar para sacar un libro o una cinta de vídeo es una transacción sin importancia. Es mejor usar tu verdadero nombre y número de la habitación para evitar situaciones embarazosas.
– Me gusta su manera de pensar, señor Rosenthal.
– Eso resulta muy reconfortante.
El señor Rosenthal tenía un sentido del humor seco, casi sarcástico. Yo suelo sacar lo mejor que hay en la gente.
Abandoné la biblioteca y el señor Rosenthal me siguió.
– ¿Necesita conservar ese recibo? -me preguntó.
– Sí.
– Entonces necesitaré un recibo por el recibo -dijo haciendo una broma.
– Póngalo en la cuenta de mi habitación -respondí sonriendo amablemente.
Estábamos delante del mostrador de recepción y el señor Rosenthal me preguntó:
– ¿Piensa quedarse con nosotros esta noche, señor Corey?
– Así es. Aprovecharé la tarifa de temporada baja.
– ¿Qué habitación le ha dado al señor Corey? -le preguntó el señor Rosenthal a Peten -La habitación 203.
– Por supuesto. -El señor Rosenthal me preguntó-: ¿Cree que la habitación le hablará?
– Las habitaciones no hablan, señor Rosenthal -contesté-. Despiérteme a las siete -le dije a Peter.
– ¿Necesita ayuda con su equipaje o indicaciones para llegar al Moneybogue Bay Pavilion? -preguntó Peter tras apuntar en su libro la hora en que debían llamarme.
– No, gracias. Caballeros, gracias por su ayuda.
Salí del vestíbulo a la noche fría y brumosa.
Subí a mi coche de alquiler, conduje hasta el Moneybogue Bay Pavilion, cogí mi bolsa, subí un par de tramos de escalera y entré en la habitación 203.