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CAPÍTULO 39

Cambié de idea.

Nunca es una medida inteligente acudir a una cita clandestina, se trate de negocios o placer. De modo que, en lugar de aparcar el coche en Cupsogue Beach County Park, me detuve en Dune Road y encontré un sendero de acceso a la playa entre dos casas. Vestido con el bañador y la camiseta caminé descalzo a lo largo de la playa. Un cartel me informó de que estaba entrando en los terrenos del parque.

Pasaban unos minutos de las siete de la tarde y el sol se ocultaba oficialmente a las 19.17. De hecho, el sol estaba semisumergido en el océano y el agua brillaba con reflejos rojos y dorados.

Las pocas personas que aún estaban en la playa recogían sus cosas y se dirigían a sus coches.

Cuando alcancé a ver la cala en el extremo de la lengua de tierra, era la última persona que quedaba en la playa, excepto por un guardia del parque en un 4X4 que patrullaba la playa con un megáfono anunciando que el parque estaba cerrado.

Pasó junto a mí y me gritó:

– El parque está cerrado. Por favor, abandone el parque.

Me volví hacia el interior y ascendí por una duna. Al llegar a la cima pude ver perfectamente el sendero natural que discurría entre las dunas. Dos parejas se dirigían hacia la zona de aparcamiento llevando sus cosas de playa. Eran las 19.15. Tenía todavía cuarenta y cinco minutos para recuperar la cordura. En realidad había tenido cuarenta y dos años para hacerlo. Sin éxito.

El sol se ocultó tras el horizonte y el color del cielo viró de púrpura a negro mientras los reflejos de luz se demoraban en el agua y luego morían en el horizonte. Aparecieron las estrellas y la brisa marina agitó las hierbas altas que me rodeaban. La espuma bañaba la arena con un sonido suave y rítmico. De vez en cuando, una pequeña ola rompía en la playa.

Me moví lentamente a través de las dunas cubiertas de hierba y llegué a la última, desde la que podía ver la cala, a unos cincuenta metros de distancia.

A la derecha estaba Moriches Bay y a la izquierda se extendía el océano, unidos por la pequeña cala. Unas cuantas embarcaciones de placer con las luces de posición encendidas estaban entrando en la bahía, y los barcos langosteros se alejaban hacia mar abierto. Al otro lado de la bahía podía ver las luces del puesto de la Guardia Costera.

No tenía idea de qué ruta seguiría mi informante para llegar al punto de reunión -a lo largo de la playa, desde el lado de la bahía, a través de estas dunas, o por barco-, pero yo había llegado primero, había hecho un reconocimiento de la zona y estaba en terreno elevado. Dicho lo cual, me habría sentido mejor si tuviese mi pistola.

No me había parecido una mala idea cuando el sol brillaba en el cielo.

Mi reloj digital marcaba las 20.05, pero en el extremo arenoso de la lengua de tierra no había nadie esperándome. Mi informante se retrasaba o se encontraba en alguna parte en estas dunas cubiertas de hierba, esperando a que fuese yo el primero en dar señales de vida.

A las 20.15 consideré la posibilidad de hacer el primer movimiento, pero también podría ser el último.

Quiero decir, a pesar del hecho de que estaba allí, completamente solo y desarmado, no soy estúpido. Sólo un poco imprudente. Y, sin duda, curioso.

Presté atención a cualquier sonido a mi alrededor, pero hubiese sido casi imposible oír a alguien que caminase por la arena, aunque creí escuchar el crujido de las hierbas cuando no soplaba la brisa.

Volví la cabeza lentamente, tratando de ver a través de la oscuridad, pero nada se movía.

Ahora estaba saliendo la luna -una media luna brillante- y la playa y el mar estaban iluminados. La hierba donde estaba sentado no ofrecía demasiado escondite a la luz de la luna y me sentía un poco expuesto allí, en la duna, con unos pocos matojos de hierbas alrededor. Al menos mi ropa y mi piel eran oscuras.

A las 20.25 me di cuenta de que necesitaba tomar una decisión. El movimiento más inteligente sería largarme de allí, pero salir no iba a resultar tan sencillo como entrar. Decidí quedarme quieto. Quienquiera que deseara ese encuentro conmigo tendría que hacer el primer movimiento. Es la regla.

Cinco minutos más tarde oí un sonido, como una tos, pero podría haber sido un perro. Segundos después volví a oírlo y parecía proceder de la duna que estaba detrás de mí.

Me volví lentamente en dirección al sonido, pero no pude ver nada. Esperé.

Oí el mismo sonido otra vez y, esta vez, no sonaba como un perro. Era humano y se estaba moviendo, rodeándome. O podía haber más de una persona, todas armadas con pistolas automáticas provistas de silenciadores. Oí otra tos en un lugar diferente.

Evidentemente, alguien estaba tratando de anunciar su presencia y buscaba una respuesta. Decidí jugar a su juego. Tosí. Y me moví de sitio para no ser un blanco fácil.

Un segundo más tarde, una voz de hombre, no muy lejos, respondió:

– ¿Dónde está?

La voz venía de la duna que estaba a mi derecha y me volví hacia allí. Me agaché.

– Adelántese hasta donde pueda verlo -repetí-. Lentamente.

Una figura se irguió detrás de la duna, a unos diez metros de mí, y pude ver la cabeza y los hombros de lo que parecía ser un tío grande, aunque no alcanzaba a verle el rostro.

– Acérquese -dije-, con las manos donde pueda verlas.

La figura se irguió más aún y el tío coronó la cima de la duna y luego comenzó a descender por la ladera hacia la oscura hondonada.

– Deténgase ahí -dije.

El hombre se paró en seco.

– Muy bien, vuélvase y túmbese en la arena.

Pero no siguió mis instrucciones, algo que siempre me cabrea. Entonces dije, con mi mejor voz del NYPD:

– Eh, tío. Te estoy hablando a ti. Quiero que te vuelvas y te eches en el suelo. ¡Ahora!

Permaneció donde estaba, mirándome, y luego encendió un cigarrillo. A la luz del encendedor alcancé a vislumbrar ligeramente su rostro y, por un momento, pensé que se trataba de alguien a quien conocía, pero no era posible.

– Eh, capullo -dije-. Te estoy apuntando con un arma que oirás dentro de tres segundos. Date la vuelta. Ahora. Y arrodíllate. Uno, dos…

– Tu arma está en una valija diplomática. Y, a menos que tengas otra, la única arma que hay aquí esta noche es la mía.

La voz, igual que el rostro, era inquietantemente familiar. De hecho, era Ted Nash, de vuelta del mundo de los muertos.

CAPÍTULO 40

Tardé unos segundos en superar mi sorpresa. Sabía que nunca conseguiría superar mi decepción.

– ¿No estabas muerto o algo así? -pregunté.

– Oficialmente muerto. Pero, la verdad, me siento muy bien.

– Tal vez yo pueda arreglar eso.

No contestó, pero arrojó el cigarrillo y comenzó a subir la ladera de la duna, hacia mí. Cuando se acercó pude comprobar que llevaba vaqueros, una camiseta oscura y una sudadera de algodón con capucha, debajo de la cual debía de llevar la pistola.

Se acercó a mí desde un ángulo oblicuo, de modo que no podía lanzarle arena a la cara y tampoco plantarle mi talón entre los ojos.

Llegó a la cima de la duna y se quedó a unos tres metros de donde yo me encontraba.

Nos quedamos frente a frente y practicamos un rato el juego de las miradas.

Ted Nash, de la CIA, era un hombre alto, de aproximadamente mi peso, pero no tan musculoso como yo. Incluso a la luz de la luna podía distinguir perfectamente su pelo castaño perfectamente peinado, y sus facciones, que las mujeres encontraban atractivas por alguna misteriosa razón. Siempre me pregunté si una nariz rota le añadiría o restaría atractivo.

Años atrás, ambos habíamos desarrollado una aversión mutua inmediata e intensa cuando trabajábamos en el caso de Plum Island, en parte debido a su arrogancia, pero principalmente porque le estaba tirando los tejos a una detective, algo que yo encontraba inapropiado y poco profesional, por no mencionar que interfería en el interés que yo sentía por la tía. Después se produjo ese asunto con Kate, que yo podía perdonarle porque estaba muerto. Ahora, mi única razón para soportarlo parecía haberse esfumado.