Aparte de tener el mismo gusto en cuestión de mujeres, no teníamos muchos otros puntos en común.
– ¿Estoy interfiriendo en tu tiempo de vacaciones? -dijo, a propósito de mi bañador y mi camiseta.
No le contesté, sino que mantuve la mirada fija en él, haciendo un inventario mental de todas las razones por las que no me gustó la primera vez. ¿Por qué lo odio? Hay varias razones. Por un lado, tenía ese perpetuo tono engreído en la voz. Por otro, parecía tener una permanente sonrisa despectiva en los labios.
Echó un vistazo a su reloj y dijo:
– ¿No habíamos quedado a las ocho en la cala?
– Corta el rollo.
– Hice una apuesta con alguien a que te presentarías. Sólo un idiota acudiría desarmado a una cita nocturna en un lugar desolado con alguien a quien no conoce.
– Sólo un idiota se encontraría conmigo a solas. Espero que tengas apoyo.
No contestó.
– ¿Qué tal en Yemen? -preguntó.
No contesté.
– He oído que Kate se lo pasó en grande en Tanzania.
Tampoco respondí a eso. Pensé que estaba lo bastante cerca de él como para golpearle antes de que cogiera su arma, y debió de darse cuenta porque retrocedió unos pasos. Miró a su alrededor y dijo:
– Es una hermosa noche. Es maravilloso estar vivo.
Se echó a reír.
Me miró y preguntó:
– ¿No estás siquiera un poco sorprendido al descubrir que estoy vivo?
– Estoy más furioso que sorprendido.
Sonrió y dijo:
– Por eso nos llaman fantasmas.
– ¿Cuánto tiempo has estado esperando para llegar a esta parte del guión?
Parecía un poco disgustado por el hecho de que yo no supiera apreciar sus frases preparadas, pero continuó con el guión y dijo:
– Nunca te felicité por tu matrimonio.
– Estabas muerto. ¿Recuerdas?
– ¿Me habrías invitado a la boda?
– Lo habría hecho si hubiese sabido dónde estabas enterrado.
Se puso de malhumor, se volvió y comenzó a bajar por la ladera de la duna en dirección al mar. Me hizo señas para que lo siguiera.
– Ven. Me gusta caminar por la playa.
Lo seguí, tratando de acortar la distancia que nos separaba, pero me gritó por encima del hombro.
– No te acerques demasiado. Diez pasos.
Capullo. Lo seguí a la playa y echamos a andar hacia el oeste, en dirección a la cala. Se quitó los náuticos y caminó por el borde del agua, dejando que la espuma le mojase los pies.
– Me va el rollo húmedo -dijo.
Que en la jerga que emplea la CIA significa «matar a alguien».
– Oh, por favor, no seas tan jodidamente listo.
– Nunca supiste apreciar mi ingenio. Pero Kate sí.
– Que te jodan.
– ¿No podemos mantener una conversación inteligente sin que repitas «que te jodan»?
– Lo siento. Que te jodan.
– Me estás fastidiando.
– ¿Yo te estoy fastidiando a ti? ¿Cuán fastidiado crees que estoy yo por el hecho de que estés vivo?
– Siento lo mismo por ti -dijo.
Caminamos por la orilla del mar, uno al lado del otro, separados por diez pasos, y yo me desvié hacia la izquierda y reduje la distancia. Nash se dio cuenta.
– Me estás agobiando.
– No puedo oírte por la rompiente.
– Un jodido paso más, Corey, y verás qué clase de arma llevo.
– De todos modos la veré tarde o temprano. Ahora es un buen momento.
Se detuvo y se volvió hacia mí, de espaldas al océano.
– Dejemos algo claro. Yo estoy armado, tú no. Tú has venido en busca de algunas respuestas. Yo te daré esas respuestas. Lo que suceda después depende en parte de ti. Entretanto, yo soy el hombre.
Yo estaba perdiendo la paciencia y le dije:
– Tú no eres el hombre, Teddy. Aunque tuvieras una jodida Uzi debajo de la sudadera, tú no eres el hombre. Eres un arrogante, egocéntrico, narcisista…
– Echa un vistazo al agua, Corey. ¿Qué ves?
– Te veré a ti flotando boca abajo antes de que acabe la noche.
– Eso no va a pasar. A mí no, en cualquier caso.
Nos quedamos allí, en la playa, separados por unos cinco pasos, el oleaje cada vez más fuerte y rompiendo sobre la arena. Nash dijo, por encima del ruido de las olas:
– Crees que me acosté con Kate, pero no quieres preguntármelo porque no quieres oír la respuesta.
Respiré profundamente pero no respondí. Realmente quería aplastarle su despectiva boca, pero conseguí controlarme.
– De todos modos no te lo diría -continuó Nash-. Un caballero nunca habla de esas cosas, como lo hacéis tú y tus colegas del NYPD cuando os emborracháis y empezáis a dar los nombres de todas las mujeres con las que habéis follado, y con descripciones gráficas.
No respondí a eso y le pregunté:
– ¿Para qué me has citado aquí? ¿Para revelar tu milagrosa resurrección? ¿Para que escuche tus estúpidas bromas infantiles? Esto es muy cruel, Ted. Dame tu arma para que pueda suicidarme.
Ted Nash permaneció un momento en silencio, luego encendió otro cigarrillo y echó el humo hacia la brisa.
– Te he citado aquí porque estás causando problemas en mi organización, y también en la tuya. Estás metiendo la nariz donde no debes y, aparentemente, Yemen no te enseñó nada.
– ¿Qué se suponía que debía aprender, maestro?
– A obedecer las órdenes.
– ¿Qué tiene que ver contigo?
No contestó y me preguntó:
– ¿Qué estás haciendo en el Hotel Bayview?
– Estoy de vacaciones, imbécil.
– No, no lo estás. Y corta esa mierda de llamarme «estúpido». Inténtalo otra vez.
– Estoy de vacaciones, capullo.
Ese apelativo tampoco pareció gustarle demasiado, pero no me dijo que volviese a intentarlo. Me miró, señaló el cielo y dijo:
– Ése era mi caso. No el tuyo. Ni el de Kate. Ni el de Dick Kearns, ni el de Marie Gubitosi. Mi caso. Está cerrado. Deberías dejarlo cerrado o, francamente, señor Corey, puede tener un final muy triste.
Estaba ligeramente sorprendido y perturbado por el hecho de que supiera lo de Dick y Marie.
– ¿Me estás amenazando? -dije-. Ya lo hiciste una vez, y fue una vez más de la que nadie haya podido salir ileso.
Tiró el cigarrillo al agua, se calzó los zapatos, luego se quitó la sudadera, revelando una sobaquera en la que había una Glock. Se ató las mangas de la sudadera alrededor de la cintura y dijo:
– Caminemos.
– Camina tú. Y sigue caminando.
– Creo que olvidas quién manda en esta reunión.
Me volví y eché a andar por la playa hacia donde había dejado mi coche.
– ¿No quieres saber qué pasó aquí con esa pareja? -me gritó Nash.
Le enseñé un dedo sin volverme. Imaginé que si tenía intención de dispararme, ya lo habría hecho. No es que pensara que Nash no era capaz de meterme una bala en la espalda, pero tenía la sensación de que no estaba autorizado a hacerlo, o si lo estaba, primero necesitaba averiguar qué sabía yo de todo el asunto.
No podía oírle por el ruido de las olas, pero alcancé a verlo por el rabillo del ojo cuando se movió en paralelo a mí, a unos diez pasos de distancia.
– Tenemos que hablar -dijo.
Continué caminando. Delante de mí alcancé a ver la primera casa de la playa fuera de los límites del parque.
Nash volvió a intentarlo.
– Es mejor que hablemos aquí, extraoficialmente. Eso o te interrogarán en una audiencia. Puedes enfrentarte a cargos criminales. Y también Kate.
Me volví y eché a andar hacia él.
– Mantén la distancia -dijo.
– Tú eres quien tiene el arma.
– Es verdad y no quiero tener que usarla.
– No pudiste dispararme a diez pasos. Te lo estoy poniendo más fácil.
Llegué a un metro de él y retrocedió al tiempo que desenfundaba la Glock.