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– No me obligues a usarla.

Me detuve y le dije:

– Quita el cargador de la pistola, Ted, vacía la recámara y vuelve a guardarla en la sobaquera.

No hizo lo que le decía pero, aún mejor, tampoco disparó.

– Los hombres con pelotas no necesitan armas para hablar con otros hombres. Descarga el arma y podremos hablar.

Ted pareció estar debatiéndose entre lo que debía hacer, luego levantó el arma, quitó el cargador y se lo metió en el bolsillo. Accionó la corredera y una bala cayó en la arena. Metió la Glock en la sobaquera y me miró.

– Arrójame el cargador.

– Ven a buscarlo.

Reduje la distancia que nos separaba. Ya no estaba armado pero seguía siendo peligroso. No tenía ninguna duda de que este tío podía darme problemas si nos enzarzábamos en una pelea.

– El cargador -le recordé.

– Podría machacarte ahora mismo.

– Hace cuarenta días que no me acuesto con una mujer y me siento especialmente violento -dije.

– Me alegro de que Yemen te hiciera algún bien. Uno de mis colegas me dijo que te estabas convirtiendo en un gordo borracho.

Nash no tenía un arma cargada, de modo que debía reconocer que tenía pelotas. O quizá contaba con apoyo y yo estaba en la mira de un francotirador. Miré hacia las dunas, pero no vi el brillo verde delator de una mira nocturna. A unos cientos de metros de la costa había una barca pesquera, pero tal vez no fuese una barca pesquera.

– Sé que no tienes huevos para hablarme de esa manera sin tu arma, de modo que debes de tener a tus ayudantes por aquí, como el jodido cobarde que eres.

Me sorprendió con un gancho de izquierda que no vi venir, pero conseguí echar la cabeza hacia atrás justo a tiempo y su puño me alcanzó en la barbilla. Caí de espaldas sobre la arena y cometió el error de abalanzarse sobre mí. Apoyé ambos pies en su plexo solar y lo lancé por encima de mí. Me volví y me arrastré por la arena hacia él, pero se había levantado y retrocedía velozmente mientras sacaba la pistola de la sobaquera y el cargador del bolsillo. Antes de que pudiese introducir la lengüeta A en la ranura B para hacer bang-bang, me lancé hacia él. Pero la jodida arena estaba demasiado blanda, perdí pie y no pude llegar a él antes de que consiguiera cargar la pistola. Estaba accionando la corredera para meter una bala en la recámara cuando le cogí del tobillo y tiré con todas mis fuerzas.

Cayó sobre la arena y me coloqué encima de él, la mano izquierda cerrada sobre el cañón de la Glock y la mano derecha lanzando un gancho a su cabeza.

El golpe lo aturdió, pero no lo suficiente para impedir que me golpease con la rodilla en la entrepierna y yo soltara todo el aire de mis pulmones.

Comenzamos a rodar por la ladera de la playa, hacia la rompiente. Unas cuantas olas nos golpearon mientras continuábamos luchando sin soltarnos, y la resaca comenzó a llevarnos mar adentro.

Ted Nash debió de darse cuenta para entonces de que lo odiaba hasta el extremo de haberme vuelto psicótico. Cada vez que nos acercábamos, embestía con la cabeza contra la suya, y ambos estábamos atontados.

Los dos intentábamos encontrar un punto de apoyo en el lecho del océano para poder asestar un buen golpe, pero yo no soltaba el arma que Ted tenía en la mano, de modo que estábamos cogidos mientras la marea y la resaca nos arrastraban lejos de la playa.

Después de un minuto de lucha, ambos habíamos tragado un montón de agua salada y Ted era arrastrado hacia abajo por el peso de su ropa. Yo estaba en muy buena forma -gracias a Yemen- y sabía que podía ahogarlo si me lo proponía. Él también lo sabía y, de pronto, dejó de luchar. Ambos nos miramos, los rostros separados apenas por unos centímetros, y dijo:

– Está bien…

Soltó la Glock y nadó unos metros hasta donde sus pies encontraron suelo firme, luego fue tambaleándose hasta la playa, caminó unos metros más, después se volvió y se dejó caer en la arena. Había perdido los zapatos, estaba descalzo y cubierto de arena húmeda.

Regresé gateando a la playa y me paré a un metro de él, respirando agitadamente. El agua salada me ardía en la zona de la barbilla donde me había golpeado, mis pelotas me dolían allí donde me había atizado con la rodilla y me zumbaba la cabeza a causa de los golpes que le había dado a la suya. Aparte de eso, me sentía de puta madre.

Nash tardó un minuto en ponerse de pie, y permaneció con el cuerpo doblado, respirando profundamente y tosiendo para escupir el agua de mar. Finalmente consiguió erguirse y noté que un hilo de sangre salía de su nariz. Me felicitó por mi victoria diciendo:

– Cabrón.

– Venga, Ted. Sé un buen perdedor. ¿Acaso no te enseñaron deportividad en esa Universidad para pijos a la que fuiste?

– Que te jodan. -Se pasó el dorso de la mano por la nariz-. Cabrón.

– Supongo que no lo hicieron.

Quité el cargador de la pistola y lo guardé en el bolsillo, luego accioné la corredera y vi que realmente había conseguido meter una bala en la recámara, aunque no la había disparado, mientras nos peleábamos sobre quién debía tener el arma. Expulsé la bala y me metí la Glock en la cintura del bañador.

– Podría haberte volado la cabeza media docena de veces -dijo.

– Creo que con una habría sido suficiente.

Nash se echó a reír, lo que le hizo toser, luego se quitó la sal de los ojos y dijo:

– Devuélveme mi pistola.

– Ven a por ella.

Se acercó a mí y extendió la mano para que le diese la pistola. Cogí la mano y se la estreché.

– Buena pelea.

Apartó la mano y me empujó.

Aún le quedaban ganas de guerra, algo que yo admiraba, pero me estaba empezando a cansar de su actuación. Le di un fuerte empujón y le dije:

– No vuelvas a hacer eso, capullo.

Nash se volvió y se alejó. Me quedé allí, mirándolo mientras se acercaba a las dunas. Se volvió hacia mí.

– Sígueme, estúpido.

¿Cómo podía resistir semejante invitación? Lo seguí y subimos a la misma duna que Kate y yo habíamos subido en julio.

Llegamos a la cima de la duna y Nash me dijo:

– Te contaré lo que ocurrió aquí la noche del 17 de julio de 1996.

Podría haberlo hecho hacía media hora y ahorrarnos a los dos un baño en el océano. Pero antes habíamos tenido que resolver otras cuestiones, aunque aún no estaban completamente resueltas.

– Sin mentiras -le dije.

– La verdad -dijo el señor Nash, citando el lema de su compañía- os hará libres.

– Parece un buen trato.

– Es un trato mejor que el que yo quería darte. Pero sigo órdenes.

– ¿Desde cuándo?

– Mira quién habla. -Me miró y continuó-: Tenemos algo en común, Corey, somos dos solitarios. Pero hacemos mejor nuestro trabajo que los jugadores de equipo con quienes trabajamos y que los políticos para los que trabajamos. Tú y yo no siempre decimos la verdad, pero conocemos la verdad y queremos la verdad. Y yo soy el único tío a quien creerás.

– Lo estuviste haciendo muy bien allí durante un minuto.

– No voy a insultar tu inteligencia con más mentiras.

– Ted, desde el primer minuto en que te conocí, y durante dos casos importantes, lo único que has hecho ha sido mentirme.

Sonrió y dijo:

– Deja que vuelva a intentarlo.

CAPÍTULO 41

Ted Nash permaneció unos minutos en silencio, mientras seguía recuperando el aliento, y luego dijo:

– Muy bien, esa pareja se marchó del Hotel Bayview aproximadamente a las siete de la tarde con una manta de la habitación. En el coche tenían una pequeña nevera con hielo, una botella de vino y una cámara de vídeo con un trípode.

– Sí, todo eso lo sé.

– Es verdad. Has hablado con Kate y has estado husmeando por tu cuenta. ¿Qué más sabes?

– No estoy aquí para contestar preguntas.