– ¿Sabes?, cuando la ATTF trabajó en la explosión del avión de la TWA, lo hicieron durante veinticuatro horas por día, siete días por semana.
Yo le contesté, tal vez sarcásticamente, tal vez como si tuviera un presentimiento:
– Y no se trataba siquiera de un ataque terrorista.
Kate no respondió y recuerdo que pensé en aquel momento que nadie que estuviese en el ajo contestaba a las preguntas referidas al vuelo 800 de la TWA, y que aún quedaban muchas preguntas sin responder.
Y aquí estábamos, un año después, casados, y ella seguía sin hablar demasiado del tema. Pero me estaba diciendo algo. Algo que yo no necesitaba escuchar.
Entramos en el puente y continuamos nuestra lenta marcha en medio del tráfico. Hacia la izquierda se encontraba Great South Bay; a la derecha, Moriches Bay. Las luces de la lejana orilla se reflejaban en el agua. Las estrellas titilaban en el despejado cielo nocturno y el olor a sal marina entraba a través de las ventanillas abiertas.
En una perfecta noche de verano, muy parecida a ésta, hacía exactamente cinco años, un enorme avión comercial de pasajeros que había despegado del Aeropuerto Kennedy con destino a París, con 230 pasajeros y sus tripulantes, estalló en pleno vuelo, luego cayó en pedazos al agua y dejó el océano en llamas.
Traté de imaginar lo que debió de ser ese momento para un testigo presencial de la explosión. No hay duda de que debió de ser algo tan alejado de todo lo que podían haber visto hasta entonces que no pudieron comprenderlo ni encontrarle sentido en ese momento.
Miré a Kate y le dije:
– En una ocasión entrevisté al testigo presencial de un tiroteo que dijo que había estado a dos metros del agresor, quien había efectuado un solo disparo sobre la víctima desde menos de un metro de distancia. Una cámara de seguridad había registrado toda la escena y en ella se veía al testigo a unos diez metros del agresor, y a éste a unos seis o siete metros de la víctima, que recibió tres disparos. -Y añadí sin que viniese a cuento-: En situaciones extremas y traumáticas, el cerebro no siempre comprende lo que ven los ojos u oyen los oídos.
– Hubo cientos de testigos.
– El poder de la sugestión -dije-. O el síndrome del falso recuerdo, o el deseo de complacer al entrevistador o, en este caso, un cielo nocturno y una ilusión óptica. Elige.
– No tengo que hacerlo. El informe oficial hace mención de todos ellos, destacando lo de la ilusión óptica.
– Sí. Lo recuerdo bien.
De hecho, la CIA había llevado a cabo una reconstrucción animada de la explosión del avión, que mostraron por televisión, y que parecía explicar la misteriosa estela de luz. En la animación, como yo la recuerdo, la estela de luz, que alrededor de doscientas personas habían visto elevarse hacia el avión, procedía del propio avión, y era el resultado del combustible incandescente que se filtraba del depósito afectado. El modo en que se explicaba esta teoría en la animación reflejaba que no fue la explosión inicial lo que llamó la atención de los testigos, sino el sonido de la explosión, que debió de llegar a ellos entre quince y treinta segundos después, dependiendo del lugar donde se encontrasen en ese momento. Luego, cuando alzaron la vista hacia el cielo, en dirección al sonido, lo que vieron en realidad fue el chorro de combustible ardiendo que salía del avión, que pudieron confundir con un cohete o un misil que ascendía hacia el aparato. De hecho, una parte del fuselaje del avión realmente ascendió, según el radar, unos cientos de metros después de producirse la explosión, y esa sección en llamas del avión también pudo haber sido tomada por un misil.
Una ilusión óptica, según la CIA. A mí me parecía una explicación de mierda, pero la animación era más convincente que la explicación. Necesitaba ver esa animación otra vez.
Y necesitaba volver a preguntarme, como lo había hecho hacía cinco años, por qué se había encargado la CIA de hacer esa animación y no el FBI. ¿Qué había ocurrido?
Llegamos al otro extremo del puente y enfilamos hacia la William Floyd Parkway. Eché un vistazo al reloj del salpicadero.
– No llegaremos a la ciudad hasta las once -dije.
– Si quieres, podemos llegar más tarde.
– ¿Qué quieres decir?
– Que podemos hacer una parada más. Pero sólo si quieres.
– ¿Esa nueva parada echará por la borda mi vida y mi carrera?
– Probablemente. Pero si no lo haces, te aseguro que echará por la borda tu matrimonio.
Sonreí.
– ¿Estamos hablando de un polvo rápido en un motel de dudosa reputación?
– No.
En ese momento recordé a Liam Griffith advirtiéndome de que no convirtiese este caso en un pasatiempo después de mi jornada laboral. La verdad es que no había dicho qué podía pasar si no seguía su consejo, pero imaginé que no sería nada agradable.
– ¿John?
Necesitaba pensar en la carrera de Kate por encima de la mía. Ella gana más pasta que yo. Tal vez debería contarle lo que Griffith me había dicho.
– De acuerdo, vamos a casa -dijo ella.
– De acuerdo, una parada más -dije yo.
CAPÍTULO 4
Dejamos atrás la William Floyd Parkway y nos dirigimos al este por la autopista Montauk. Kate me indicó el camino a través de la agradable población de Westhampton Beach.
Cruzamos un puente sobre Moriches Bay que llevaba a una lengua de tierra, donde cogimos la que aparentemente era la única carretera, Dune Road, y enfilamos hacia el oeste. A los lados de la carretera se alineaban casas de reciente construcción: casas que miraban hacia el océano a la izquierda, casas separadas de la playa por la carretera a la derecha.
– Esta zona no ha crecido mucho en los últimos cinco años -dijo Kate.
Una observación que no venía al caso, aunque probablemente se estuviese refiriendo a que era una zona más aislada cuando ocurrió el accidente y, por lo tanto, lo que yo estaba a punto de ver y oír debía considerarse en ese contexto.
Al cabo de diez minutos, un cartel me informó de que estaba entrando en el Cupsogue Beach County Park, oficialmente cerrado al anochecer; pero yo estaba, oficialmente, en misión policial no oficial, de modo que conduje hacia la enorme zona de aparcamiento.
Cruzamos el aparcamiento y Kate me dirigió hacia una carretera de arena, que, de hecho, era un camino natural, según un cartel que también decía: «Prohibido el paso de vehículos.» El camino estaba parcialmente bloqueado por una cancela, de modo que puse el jeep en tracción a las cuatro ruedas y rodeé la cancela. Los faros delanteros iluminaban el estrecho camino, flanqueado por dunas y matorrales, que ahora tenía el ancho del vehículo.
Al final del camino de arena, Kate dijo:
– Gira aquí, en dirección a la playa.
Giré en medio de dos dunas y por una suave pendiente, rozando unos matorrales.
– Por favor, ten cuidado con la vegetación. Gira a la derecha en esa duna.
Giré al llegar al borde de la duna.
– Para -dijo Kate.
Detuve el coche y ella bajó.
Apagué el motor y las luces, y la seguí.
Kate se quedó cerca del morro del jeep y miró el océano oscuro.
– Muy bien, en la noche del 17 de julio de 1996, un vehículo, casi con toda seguridad un 4 X 4 como el nuestro, abandonó ese camino que acabamos de dejar y se detuvo aproximadamente aquí.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por un informe de la policía de Westhampton. Justo después de la caída del avión, un coche de la policía, un SUV, fue enviado a esta zona. El agente recibió la orden de ir a la playa por si podía prestar alguna ayuda. Llegó a las 20.46.
– ¿Qué clase de ayuda?
– En ese momento no se conocía el lugar exacto donde se había producido el accidente. Existía la posibilidad de que hubiese supervivientes, gente con chalecos salvavidas o en balsas. El agente tenía un reflector manual. Descubrió huellas de neumáticos en la arena que acababan aquí. No le dio mayor importancia y continuó su camino hacia la playa.