Abandoné la autopista y volví a entrar en ella para confirmar que nadie me seguía. Actuando con un residuo de paranoia miré a través del techo transparente del coche buscando el legendario helicóptero negro que los Órganos de la Seguridad Estatal utilizan en Estados Unidos para vigilar a sus ciudadanos, pero allá arriba no había nada, excepto la luna y las estrellas.
Encendí mi teléfono móvil durante cinco minutos, pero no había ningún mensaje.
Dediqué unos minutos a pensar en mi encuentro y mi combate de lucha libre con el señor Ted Nash. El tío era tan detestable y arrogante como siempre, y el hecho de haber estado muerto durante un tiempo no lo había mejorado. La próxima vez lo mataría personalmente y asistiría a su funeral. Pero, mientras tanto, Nash estaba nuevamente en mi caso, tratando de frustrar mis nobles esfuerzos por alcanzar la verdad y la justicia, y mis menos nobles esfuerzos por machacar algunos culos mientras estaba en ello.
Aún me dolía la mandíbula y un rápido vistazo en el espejo en el Hotel Bayview reveló un trozo de piel ausente y una marca negra y azulada en la barbilla. También me dolía la cabeza, algo que siempre rae sucede cuando me encuentro con Ted Nash, golpee o no mi frente contra su rostro. Además percibía cierta sensibilidad en la zona de las joyas de la familia, que era razón más que suficiente para haberlo matado.
En mis veinte años con el NYPD sólo había tenido que matar a dos hombres, en ambos casos en defensa propia. Mi relación personal y profesional con Ted Nash era más compleja que mi fugaz relación con los dos completos desconocidos a los que había tenido que disparar y, en consecuencia, mis razones y justificaciones para matar a Ted tenían que examinarse más detenidamente.
La pelea que habíamos mantenido en la playa debería haber sido catártica para ambos, pero en verdad, ninguno de los dos estaba satisfecho. Necesitábamos un nuevo combate.
Por otra parte, como diría Kate, ambos éramos agentes de la ley, tratando de hacer el mismo trabajo por nuestro país, de modo que debíamos tratar de comprender la animosidad que nos impulsaba hacia actos mutuamente destructivos de maltrato verbal y violencia física. Debíamos resolver nuestras diferencias y reconocer que teníamos metas y aspiraciones similares, e incluso personalidades similares, algo que debería ser un motivo de unidad, en lugar de una fuente de conflicto. Los dos necesitábamos reconocer la angustia que nos provocábamos mutuamente, y trabajar de una manera constructiva y honesta a fin de comprender los sentimientos de la otra persona.
O, para decirlo en pocas palabras, tendría que haber ahogado a ese hijo de puta como la rata que era, o al menos haberle disparado con su propia pistola.
Un cartel me informó de que estaba entrando en el condado de Nassau, y el pinchadiscos descerebrado me informó de que era otra hermosa noche de sábado en la hermosa Long Island. «Desde los Hamptons hasta la Costa Dorada, desde Plum Island hasta Fire Island, desde el océano hasta el Sound… nos estamos meciendo, nos estamos balanceando, nos estamos encendiendo, y estamos pasando un momento genial. ¡Nos estamos divirtiendo!» Que te jodan.
En cuanto a las revelaciones que me había hecho el señor Nash, parecía una historia muy buena, y podía estar diciendo la verdad: en la cinta no se veía ningún cohete. Eso era bueno, si era verdad. Me sentiría muy satisfecho de creer que fue un accidente. Me cabrearía un montón descubrir que no lo había sido.
Tal vez aún me quedara una carta para jugar en esta partida, y era Jill Winslow, pero, por lo que yo sabía, la verdadera Jill Winslow no era la que vivía en Old Brookville, que era a donde me dirigía en este momento. La verdadera Jill Winslow podía estar muerta, junto con su amante. Y si seguía fisgoneando, yo también podría acabar muerto, aun cuando no existiese ninguna conspiración y ningún encubrimiento. Creo que Ted Nash simplemente me quería muerto después de nuestro encuentro. Era un tío con muy mal carácter.
Salí de la autopista y continué hacia el norte por Cedar Swamp Road. No vi ningún cedro y tampoco ningún pantano, lo que ya me parecía bien. Me pongo nervioso siempre que tengo que abandonar Manhattan, pero después de Yemen, podría irme de vacaciones hasta Nueva Jersey.
Esa zona del condado de Nassau me resultaba familiar porque había algunos detectives de aquí que estaban asignados a la ATTF, y había trabajado con ellos siguiendo a unos Salami-Salami que trabajaban, vivían y no se dedicaban a nada honorable en la zona.
Continué por Cedar Swamp Road, que estaba flanqueada por grandes casas, un club de campo y algunas fincas supervivientes de la Costa Dorada de Long Island.
Giré a la derecha en la Ruta 25, que es la vía principal este-oeste a través de la Costa Dorada, y continué hacia el este.
Tenía que suponer que mañana, como muy tarde, Ted Nash estaría en el Hotel Bayview hablando con el señor Rosenthal acerca de mi visita, y acerca de Jill Winslow. De modo que tenía que moverme de prisa, pero el problema de hablar con la señora Winslow esta noche -aparte de lo intempestivo de la hora- era el señor Winslow, quien probablemente no tuviese la más remota idea de que la señora Winslow salía en Sexo, mentiras y cintas de vídeo. Normalmente esperaría hasta el lunes, pero con Ted Nash al acecho, no tenía hasta el lunes.
El pueblo de Old Brookville, con una población inferior a la que vive en mi edificio de apartamentos, tiene su propia fuerza de policía, situada en el cruce de Wolver Hollow Road con la Ruta 25. Era un pequeño edificio blanco en la esquina noroeste del cruce, «no puede dejar de verlo», según el sargento Roberts, el sargento de guardia con quien había hablado.
Al llegar a un semáforo giré a la izquierda en Wolver Hollow Road y me detuve en el pequeño aparcamiento delante del edificio cuyo cartel decía «DEPARTAMENTO DE POLICÍA OLD BROOKVILLE». El reloj del salpicadero marcaba las 00.17.
En el aparcamiento había dos coches y supuse que uno pertenecía al sargento Roberts y el otro a la señorita Wilson, la empleada con quien había hablado primero cuando llamé.
Si Ted Nash, de la CIA, o Liam Griffith, de la Oficina de Responsabilidad Profesional del FBI, me habían seguido, o colocado un artilugio de localización en mi coche, entonces estaban de camino.
El tiempo reglamentario ya se había agotado y también el tiempo de descuento; ahora actuaba con tiempo prestado.
CAPÍTULO 43
Entré en una gran sala de espera y a la izquierda había una jaula metálica del suelo al techo, como si los policías estuviesen encerrados. Detrás de la jaula había un escritorio alto, y detrás del escritorio había una mujer joven y de expresión aburrida, cuya placa en el escritorio decía: «Isabel Celeste Wilson.» La señorita Wilson me preguntó:
– ¿Puedo ayudarle?
– Soy el detective John Corey del FBI -dije. Alcé mi credencial delante de la jaula-. Llamé antes y hablé con usted y el sargento Roberts.
– Oh, es verdad. Espere un momento.
Habló por el interfono y, un minuto más tarde, un sargento uniformado entró en la zona de la jaula por una puerta que había en la parte posterior.
Repetí mi presentación y el sargento Roberts, un hombre rollizo de mediana edad, examinó mi credencial federal con mi fotografía. También le enseñé mi credencial del NYPD y mi tarjeta de identidad como poli retirado, y como ambos sabíamos, si habías sido policía, siempre serías policía.
Apretó un botón, pasé a través de una puerta que se abrió en la jaula y me acompañó a su despacho, en la parte trasera de la comisaría. Me ofreció una silla y se sentó detrás de su escritorio. Hasta ahora no había olido nada raro, excepto mi camisa.
– ¿De modo que está con el FBI? -me preguntó.
– Así es. Estoy trabajando en un caso de homicidio federal y necesito información sobre una residente de la zona.