Ella asintió.
– Aún estaba dentro de la cámara. Cuando los agentes se presentaron aquí, fue una de las primeras cosas por la que me preguntaron. Fui al salón, cogí la cámara y la traje para que la viesen. Estaban sentados a esta misma mesa.
– Entiendo. Y entonces la interrogaron, ¿y usted qué les dijo?
– Les dije la verdad. Sobre lo que Bud y yo habíamos visto. Ellos ya habían hablado con Bud, pero yo ignoraba lo que él les había contado porque le dijeron que no debía ponerse en contacto conmigo y tampoco atender mis llamadas. -Y añadió con una sonrisa triste-: Y no lo hizo, el muy capullo. Los agentes del FBI se presentaron aquí el lunes después del accidente y dijeron que querían hacerme unas preguntas y que sería mejor que mi historia no fuese diferente de la que Bud les había contado. Bueno, resultó que Bud había mentido acerca de algunas cosas, les dijo que sólo habíamos estado paseando y hablando en la playa, pero yo les dije la verdad, de principio a fin.
– ¿Y ellos le prometieron que si decía la verdad su esposo nunca lo sabría?
– Así es.
– ¿Volvieron a visitarla alguna otra vez? -le pregunté.
– Sí. Me hicieron más preguntas, como si supieran más cosas acerca del contenido de la cinta. De hecho, les pregunté si la cinta había sido totalmente borrada, y me contestaron que sí, y que yo había cometido un delito al haber destruido una prueba. -Y añadió-: Yo estaba aterrada… Lloraba… No sabía a quién recurrir. Bud no contestaba a mis llamadas, no podía hablar con mi esposo… Pensé en llamar a mi abogado, pero ellos me habían advertido que no llamase a mi abogado si quería que el asunto se mantuviese en secreto. Estaba completamente en sus manos.
– La verdad le hará libre -le dije.
Ella sollozó y se rió al mismo tiempo.
– La verdad conseguirá que me divorcie con el peor acuerdo prenupcial jamás firmado en el estado de Nueva York. -Me miró y añadió-: Y tengo dos hijos que en aquella época tenían ocho y diez años. ¿Está casado? -me preguntó.
Alcé la mano para mostrarle el anillo.
– ¿Tiene hijos?
– No, que yo sepa.
Jill sonrió y volvió a enjugarse las lágrimas con el pañuelo de papel desgarrado.
– Todo es muy complicado con hijos.
– Lo entiendo. ¿Le pidieron que se sometiese a la prueba del polígrafo? -le pregunté.
– En su primera visita me preguntaron si estaba dispuesta a hacerlo y les dije que sí -contestó ella-. Estoy diciendo la verdad. Entonces dijeron que la próxima vez traerían con ellos un polígrafo. Pero cuando regresaron, no había ningún polígrafo. Les pregunté qué había pasado y me dijeron que no era necesario.
Asentí. No era necesario porque, para entonces, habían conseguido reparar la cinta y todo lo que querían saber estaba en esa cinta. Lo que ellos no querían eran declaraciones firmadas por Jill Winslow o Bud, o entrevistas grabadas, o una prueba del polígrafo, todo lo cual habría podido salir a la luz más tarde si la señora Winslow o Bud se presentaban, o eran encontrados por alguien más… como yo.
En efecto, Nash, Griffith y los demás no estaban tratando de descubrir pruebas fiables de un ataque con un misil contra el vuelo 800 de la TWA; estaban tratando de eliminar y destruir pruebas, que es de lo que acusaron a Jill Winslow de haber hecho.
– ¿Esos agentes del FBI le hicieron jurar que mantendría silencio sobre este asunto?
Ella asintió.
– Pero después de que se anunciara la conclusión oficial, o sea, que había sido un accidente, ¿no se preguntó por qué su declaración y la de Bud como testigos presenciales no habían sido tomadas en consideración?
– Sí… pero entonces ese hombre, Nash, me llamó y volvimos a encontrarnos aquí, en mi casa, y él me explicó que, sin la cinta de vídeo, las declaraciones que habíamos hecho Bud y yo no tenían más importancia que la de cientos de declaraciones hechas por otros testigos. -Respiró profundamente y añadió-: Nash me dijo que debía considerarme muy afortunada, y seguir con mi vida, y no volver a pensar nunca más en todo eso.
– Pero eso no sucedió.
– No, no sucedió… aún puedo ver ese cohete…
– ¿Vio usted la animación del accidente que hizo la CIA?
– Sí. Estaba completamente equivocada.
– Habría sido muy conveniente tener su cinta.
No respondió.
Ambos permanecimos sentados en silencio. Luego ella se levanto, buscó otro pañuelo de papel de una caja que había en la encimera y se sonó. Abrió la nevera y me preguntó:
– ¿Quiere agua mineral?
– No, gracias. Nunca bebo agua mineral.
Sacó una botella y la vertió en un vaso. Una auténtica dama.
Recopilé lo que me había dicho hasta ese momento, y todo se redujo a unos pocos hechos clave: Bud no había destruido físicamente la cinta; el FBI y la CIA habían reparado sin duda la cinta borrada y visto lo que doscientos testigos dijeron haber visto… una estela de luz que se elevaba hacia el cielo.
Por lo tanto, ¿qué? Sólo se me ocurrían dos palabras para describirlo: encubrimiento y conspiración.
Pero ¿por qué? Había un montón de razones. Pero yo no iba a tratar de comprender cómo pensaba la gente en Washington, cuáles eran sus planes secretos, cuáles eran sus motivos, y qué ganaban con un encubrimiento. Yo estaba seguro de que tenían buenas razones de seguridad para encubrir lo que pudo haber sido luego amigo, un arma experimental o un ataque terrorista, pero también estaba seguro de que esas razones estaban equivocadas.
Jill Winslow parecía agotada, triste y preocupada, como si tuviese algo en mente. Pensé que sabía lo que ella tenía en mente y quería ayudarla a quitárselo de la cabeza.
Aún de pie, me preguntó:
– ¿Piensa ver a Bud hoy?
– Hoy o mañana.
Sonrió.
– Hoy juega con mi esposo.
– ¿Son amigos?
– No. -Se sentó con el vaso de agua en la mano, cruzó las piernas y dijo-: Engañar a tu esposo ya es bastante malo, pero si Mark descubre alguna vez que fue con Bud, se sentirá como un completo imbécil.
– ¿Por qué?
– Mark piensa que Bud es un imbécil. Y tiene razón. En una ocasión, Mark me dijo: «Jill, si alguna vez me engañas, al menos elige a alguien por quien no te sientas avergonzada si el asunto sale a la luz.» Debería haberle hecho caso.
Pensé en ese consejo y estuve de acuerdo. Quiero decir, no quieres que te sorprendan teniendo una aventura con alguien de quien todos los demás piensan que es un perdedor o un paleto, o que es feo y le sobran unos cuantos kilos.
– ¿Es guapo? -le pregunté.
– Sí. Pero eso es todo. -Y añadió-: Era algo puramente físico. -Sonrió-. Soy tan superficial…
En realidad no había sido todo puramente físico, sino que tenía mucho que ver con Mark Winslow, y la necesidad de Jill Winslow de ser algo más que una esposa perfecta, aunque Mark nunca se enterase. Pero no le dije nada. Como dice el refrán: «No puedes sentir lástima por una chica rica que bebe champán a bordo de un yate.» Pero, en cierto sentido, sentía lástima por Jill Winslow.
En cuanto a Bud, podía suponer que era miembro del mismo club de campo que los Winslow, y me llevaría apenas diez minutos llegar al club y preguntar por él. Pero no creía que pudiese necesitar a Bud para nada. Lo que quería estaba aquí.
– ¿Hay alguna otra cosa? -preguntó ella.
– Eso es casi todo… excepto un par de detalles acerca del tiempo que pasaron en la habitación del hotel cuando regresaron de la playa. Vieron la cinta de vídeo. Hábleme de esos momentos.
– Bueno… miramos la cinta… corrimos la parte en la que estábamos en las dunas sobre la manta… y comenzamos cuando ambos íbamos desnudos hacia la playa… luego vimos esa parte, desde el momento en que hacíamos el amor en la playa hasta el momento en que vimos la estela de luz… rebobinamos la cinta y volvimos a pasarla a cámara lenta… se podía ver ese brillo en el horizonte… luego esa luz elevándose en el aire… a cámara lenta, se puede ver el rastro de humo, y comprobamos que también podíamos ver las luces del avión que estaba a punto de ser…