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– ¿Cuánto tiempo duraba la cinta?

– La parte de la playa duraba unos quince minutos, desde que ambos bajamos a la playa hasta el momento en que Bud corrió hacia la duna y cogió la cámara. Luego unos cinco minutos de oscuridad cuando la cámara estaba en el asiento trasero del coche y se nos podía oír cuando hablábamos.

– De acuerdo. ¿Y la parte de la manta cuando empezaron a grabar?

Ella se encogió de hombros.

– No lo sé. Quizá unos quince minutos. Yo no quise ver esa parte. No había ninguna razón para hacerlo.

– Correcto. ¿De modo que pasaron la cinta, hicieron una pausa, rebobinaron, la volvieron a pasar a cámara lenta y así sucesivamente?

– Sí. Era… increíble.

– Hipnótico.

– Sí.

– ¿Qué hicieron cuando acabaron de ver la cinta?

– Bud la borró.

– ¿Eso es todo? Usted dijo que no quería borrarla.

– No quería… discutimos, pero… él quería borrarla. También quería que nos marchásemos de la habitación por si alguien nos había visto llegar desde la playa. Yo no creía que eso fuese posible, pero él quería abandonar el hotel y regresar a su casa. Para entonces, nuestros teléfonos móviles habían empezado a sonar porque la gente estaba viendo las imágenes del accidente por televisión, y la gente que sabía que estábamos fuera de la ciudad estaba tratando de ponerse en contacto con nosotros, pero no respondíamos a las llamadas. Luego Bud se metió en el baño para llamar a su esposa; se suponía que había salido de pesca con un grupo de amigos.

– Tal vez agitó el agua en la bañera y gritó: «Proa a la costa, compañeros.» Ella sonrió.

– No es tan listo -dijo-. Pero estaba paranoico.

– Proteger tu culo no es paranoia.

Ella se encogió de hombros.

– En ese momento supe que, de un modo u otro, darían con nosotros. Era realmente un golpe de mala suerte que ambos estuviésemos en los Hamptons con unas historias falsas cuando sucedió eso. -Y prosiguió-: Mark me llamó una vez pero no contesté. Cuando llegué a mi coche y emprendí el regreso a casa, escuché su mensaje en el buzón de voz que decía: «Jill, ¿te has enterado del accidente de un avión en esa zona? Llámame.» Primero llamé a mi amiga, con quien se suponía que estaría en East Hampton, pero no había tenido ninguna noticia de Mark. De modo que lo llamé y le dije que estaba muy alterada y que regresaba a casa. -Sonrió y dijo-: Ni siquiera me salvé por un pelo.

– Si me permite un poco de psicología de aficionado -dije-, yo diría que quería que la cogiesen. O, al menos, que no le importaban las consecuencias.

– Por supuesto que sí.

– Hablo con algo de experiencia cuando digo que dejar que a uno lo descubran es más fácil que romper. Los resultados son los mismos, pero ser descubierto sólo requiere un deseo inconsciente, mientras que romper una relación requiere mucho coraje.

Volvió a recuperar su tono de voz de señora de la mansión y preguntó secamente:

– ¿Qué tiene esto que ver con las razones que le han traído aquí?

– Tal vez todo.

Miró el reloj de la pared y dijo:

– Debería prepararme para ir a la iglesia.

– Tiene tiempo. Permita que le pregunte esto, después de que usted y Bud vieron la cinta de vídeo, ¿se ducharon antes de regresar a casa? -Y añadí-: Usted tenía arena y sal en el cuerpo. Por no mencionar los fluidos corporales.

– Nos duchamos.

– ¿Y él se duchó primero?

– Yo… creo que sí.

– ¿Y usted volvió a mirar la cinta mientras él se estaba duchando?

– Creo que sí… han pasado cinco años. ¿Por qué?

Creo que ella sabía por qué se lo preguntaba, de modo que le hice una pregunta sencilla:

– Aquella tarde, ¿qué hicieron desde el momento en que se registraron en el hotel a las cuatro y media hasta que se marcharon a la playa a las siete?

– Vimos la tele -contestó Jill.

– ¿Qué programa vieron?

– No lo recuerdo.

Me la quedé mirando.

– Señora Winslow, hasta ahora no me ha mentido.

Ella apartó la mirada, simuló pensar, y luego dijo:

– Ya lo recuerdo.' Vimos una película.

– ¿Una cinta de vídeo?

– Sí…

– Un hombre y una mujer.

Ella me miró pero no dijo nada.

– La sacó de la biblioteca de préstamos del hotel -dije.

– Oh… sí… -Ella siguió mirándome mientras yo la miraba a ella, luego, para romper el silencio, dijo con un tono de voz ligero-: Muy romántica. Pero creo que Bud estaba aburrido. ¿Usted la ha visto? -preguntó.

– No. Pero me gustaría que usted me la prestase, si es posible.

Se produjo un largo silencio durante el cual ella miró fijamente la mesa y yo la miré a ella. Obviamente estaba librando una intensa batalla interna y yo dejé que lo hiciera. Era uno de esos momentos en la vida cuando todo se juega a una única decisión, y en unas pocas palabras. He estado en este lugar muchas veces, con un testigo o un sospechoso de asesinato, y necesitan llegar a su propia decisión, algo que yo había tratado de facilitar a través de todo lo que había dicho hasta ese momento.

Yo sabía lo que estaba pasando por su mente: divorcio, infortunio, humillación pública, hijos, amigos, familia, incluso Bud. Y si ella pensaba un poco más en el futuro, pensaría en declaración pública, abogados, medios de comunicación nacionales, y tal vez incluso algún peligro.

Finalmente, ella habló, apenas un poco más que un susurro, y dijo:

– No sé de qué está hablando.

– Señora Winslow, en el mundo hay sólo dos personas que saben de qué estoy hablando. Yo soy una. Y usted es la otra.

No contestó.

Cogí el envoltorio de la tirita y lo deslicé hacia ella por encima de la mesa.

– Encontramos uno igual en la habitación 203. ¿Se hizo un corte?

No contestó.

– ¿O acaso utilizó la tirita para cubrir la etiqueta de plástico que faltaba en la cinta que había sacado de la biblioteca del hotel? Así es como grabó su cinta encima de Un hombre y una mujer. Mientras Bud estaba en la ducha. -Dejé pasar unos segundos y añadí-: Ahora bien, puede decirme que no es verdad, pero entonces tendré que preguntarme por qué se quedó con esa película que sacó prestada de la biblioteca del hotel. O puede decirme que es verdad, que realmente grabó su cinta encima de la película, pero luego la destruyó. Pero no fue eso lo que hizo.

Jill Winslow respiró profundamente y pude ver las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Me miró y dijo:

– Creo… creo que debería decirle la verdad…

– Ya conozco la verdad. Pero sí, me gustaría oírla de sus labios.

– En realidad no hay nada que decir.

Se levantó y pensé que iba a decirme que me marchara, pero me preguntó:

– ¿Le gustaría ver la cinta?

Me levanté y sentí cómo se me aceleraba el corazón.

– Sí, me gustaría ver la cinta -contesté.

– Muy bien… pero… cuando la vea… espero que entienda por qué no podía mostrarla… o entregársela a alguien… he pensado en ello… muchas veces… lo pensé en julio cuando vi el servicio religioso por televisión… toda aquella gente… pero ¿importa cómo murieron?

– Sí, importa.

Ella asintió.

– Tal vez si yo le entrego esta cinta, usted podría seguir manteniendo este asunto en silencio… ¿es posible?

– Podría decirle que es posible, pero no lo es. Usted lo sabe y yo también.