Volvió a asentir, permaneció inmóvil unos segundos, luego se me quedó mirando.
– Sígame.
CAPÍTULO 46
Jill Winslow me condujo al gran salón familiar, en la parte trasera de la casa, y dijo:
– Siéntese allí.
Me senté en un sillón de cuero negro delante de una pantalla de televisión de plasma.
– En seguida vuelvo -dijo.
Abandonó el salón, aparentemente para ir a algún escondite secreto. Yo podía decirle que en una casa no existen los escondites secretos, jamás se me ha pasado uno por alto en veinte años como policía. Pero Mark Winslow no era policía; era un esposo ignorante. O, como dice el viejo chiste: «Si quieres esconder algo a tu esposo, ponlo en la tabla de planchar.» Me levanté y paseé por el iluminado salón. Había una pared con fotografías enmarcadas, y vi a sus dos hijos, que eran unos chicos guapos y de aspecto sano. Había fotos de la familia disfrutando de las vacaciones en todo el mundo, y una sección de fotografías en blanco y negro de otra generación posando delante de limusinas, caballos y yates, mostrando que el dinero venía de lejos.
Examiné una fotografía en color reciente de Mark y Jill Winslow, tomada en alguna fiesta de etiqueta. No parecían una pareja.
Mark Winslow no era mal parecido, pero tenía tan poca presencia que me sorprendió que la cámara registrase su imagen.
En otra pared había algunas estúpidas placas de golf, premios cívicos, menciones empresariales y algunas otras pruebas de los muchos logros del señor Winslow.
En las estanterías había sobre todo libros de ficción populares y algunos clásicos obligatorios, pero principalmente libros de golf y de empresa. Entre los libros había trofeos de golf. Me di cuenta de que no había ningún indicio de ninguna actividad dura como la pesca de altura, la caza o el servicio militar. Había, sin embargo, una barra de caoba en un rincón y pude imaginar al señor Winslow agitando unos cuantos martinis para emborracharse todas las noches.
Quiero decir, no es que el tío no me cayera bien -ni siquiera lo conocía-, y no suelo sentir una aversión automática por los ricos, pero tenía la impresión de que si conocía a Mark Winslow, no lo invitaría a beber cerveza con Dom Fanelli y conmigo.
En cualquier caso, creo que Jill Winslow había tomado su decisión respecto a Mark Winslow, y yo esperaba que no hubiese cambiado de opinión mientras buscaba la cinta de vídeo.
En una pared artesonada había otro trofeo, un retrato al óleo de Jill pintado hacía tal vez diez años. El artista había sabido capturar los grandes y acuosos ojos castaños, y la boca, que era a la vez sensual y púdica, depende de cómo quisiera uno interpretarla o lo que tenías en mente.
– ¿Le gusta? A mí no.
Me volví, y ella estaba de pie, en la puerta, aún vestida con la bata, pero se había peinado y se había pintado los labios y los ojos. En la mano tenía una cinta de vídeo.
No había una respuesta adecuada a su pregunta, de modo que le dije:
– No sé valorar el arte. -Y añadí-: Sus hijos son muy guapos.
Ella cogió un mando a distancia de la mesa de centro, encendió el televisor y el aparato de vídeo, luego sacó la cinta del estuche y la deslizó en la boca del reproductor. Me dio el estuche.
Le eché un vistazo. Decía: «Ganadora de dos premios de la Academia. Un hombre y una mujer.» Luego, «Un Homme et une Femme. Una película de Claude Lelouch».
Una pegatina decía: «Propiedad del Hotel Bayview – Por favor, devolver.»
Se sentó en el sofá y me hizo señas para que me sentara en el sillón de cuero que había junto a ella. Me senté.
Ella dijo:
– El hombre, Jean-Louis, está interpretado por Jean-Louis Trintignant, es un piloto de coches de carrera que tiene un hijo pequeño. El papel de la mujer, Ann, está interpretado por Anouk Aimée, y es una guionista de cine que tiene una hija pequeña. Se conocen cuando ambos visitan el internado de sus hijos. Es una hermosa historia de amor, pero triste. Me recuerda a Casablanca. -Y agregó-: Es la versión subtitulada en inglés.
– Eh… -Pensé que tal vez se me hubiera escapado algo en nuestra conversación anterior y que estaba a punto de ver una película francesa, pero entonces ella dijo:
– Eso no es lo que vamos a ver ahora. Al menos no durante los aproximadamente cuarenta minutos que yo grabé encima de la película. Ahora veremos El cerdo y la puta, presentando a Bud Mitchell y Jill Winslow. Dirigida por Jill.
Yo no sabía qué decir, de modo que no abrí la boca.
La miré y, por su expresión, por su tono de voz, comprendí que en su corta ausencia ella se había dicho básicamente a sí misma: «Es hora de confesarlo todo y a la mierda con las consecuencias.» Parecía casi tranquila, y un poco aliviada, como si le hubiesen quitado una pesada carga del alma. Pero también podía advertir un ligero nerviosismo, algo que era comprensible considerando que estaba a punto de ver una película X, con ella misma como protagonista, en compañía de un hombre al que había conocido hacía menos de una hora.
Ella percibió que la estaba mirando, me miró y dijo:
– No se trata de una historia de amor. Pero si puede soportar esto, podrá disfrutar de la última hora de Un hombre y una mujer. Realmente es mucho mejor que la película que rodé aquella noche.
Pensé que debía decir algo, de modo que dije:
– Mire, señora Winslow, no estoy aquí para juzgar a nadie y no debería ser tan dura consigo misma. De hecho, no es necesario que se quede sentada allí mientras yo miro…
– Quiero quedarme sentada aquí.
Apretó un botón en la mesa auxiliar y las cortinas de las ventanas se corrieron. Bonito.
Ahora estábamos sentados en el salón a oscuras y Jill Winslow pulsó unos cuantos botones en el mando a distancia y la cinta se puso en movimiento. Se oyó algo de música seguida del título de la película en ambos idiomas y luego los créditos. Aproximadamente a mitad de los créditos, la imagen saltó súbitamente a otra imagen menos clara, con una pobre calidad de audio, y me llevó un segundo reconocer a Jill Winslow sentada con las piernas cruzadas sobre una manta oscura, vestida con pantalones cortos color caqui y un top azul. En la manta había una pequeña nevera y, mientras yo contemplaba las imágenes, ella descorchó una botella de vino.
En la esquina inferior derecha de la cinta aparecía la fecha, 17 de julio de 1996, y la hora, 19.33. El segundero estaba funcionando y un momento después eran las 19.34.
Reconocí el lugar, naturalmente, como la hondonada que yo había visto por primera vez con Kate la noche del servicio religioso, luego estando solo cuando dormí allí y tuve el sueño erótico con Kate, Marie, Roxanne y Jill Winslow cubierta con un velo; ahora el velo había caído. Y, finalmente, el encuentro que había tenido anoche con Ted Nash.
– Eso es Cupsogue Beach County Park. Pero supongo que ya lo sabe -dijo ella.
– Sí.
El sol se estaba poniendo, pero aún había suficiente claridad para ver las imágenes sin problemas. El sonido era escaso, pero alcanzaba a oír el viento captado por el micrófono de la cámara.
Luego vi la espalda de un hombre que entraba en el cuadro, vestido con pantalones de color beige y una camisa deportiva.
– Ése es Bud. Obviamente -dijo Jill.
Bud sacó dos copas de vino de la pequeña nevera con hielo, se sentó junto a Jill y sirvió el vino.
Ahora pude ver el rostro de Bud mientras entrechocaban las copas y él decía:
– Por los atardeceres de verano, por nosotros, juntos.
Jill me dijo, o dijo para sí:
– Oh, por favor.
Miré más atentamente a ese tío. Era guapo, pero su voz y sus modales eran un tanto afectados. Me sentí un poco decepcionado por Jill.
Ella debió de leer mi pensamiento porque preguntó: