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Cinco minutos después vi el cartel que indicaba la autopista de Long Island y Jill dijo:

– Debe girar aquí para ir a la ciudad.

– Sujétese bien.

Conduje el coche hasta unos cinco o seis metros de la rampa de acceso, luego clavé los frenos y giré hacia la rampa a toda pastilla, haciendo chirriar los neumáticos y con los frenos antibloqueo echando humo. Miré por el espejo retrovisor, luego cambié de marcha y aumenté la velocidad. Diez segundos más tarde estábamos en la autopista y cambié a quinta, me crucé dos carriles y pisé el acelerador a fondo. Ese chisme volaba.

Circulaba por el carril exterior, a ciento treinta kilómetros por hora, y volví a mirar por el espejo retrovisor. Si alguien nos había estado siguiendo, ahora se encontraba a un kilómetro de distancia.

El tráfico era irregular y pude sortear a los típicos conductores domingueros que circulaban demasiado lentamente por los carriles exteriores.

Jill, que había permanecido en silencio desde que habíamos salido del campus universitario, preguntó:

– ¿Nos están siguiendo?

– No. Sólo estoy disfrutando del paseo.

– Yo no.

Reduje la velocidad y pasé al carril del medio. Viajamos un rato en silencio.

– ¿Cuál es su nombre?

– John.

– ¿Puedo llamarle John?

– Por supuesto. ¿Puedo llamarla Jill?

– Ya lo ha hecho.

– ¿Puedo seguir haciéndolo?

– Si quiere.

Encendí mi teléfono móvil y esperé cinco minutos, pero no hubo ninguna señal y lo apagué.

– ¿Cómo está? -le pregunté.

– Bien. ¿Cómo está usted?

– Bastante bien. ¿Entiende lo que está pasando?

– Un poco. Supongo que usted sabe lo que está pasando.

– Bastante. -La miré y le dije-: Debería entender que ahora está en el lado de la ley, el lado de la verdad y la justicia, y el de las víctimas del vuelo 800 de la TWA, sus familias y el pueblo norteamericano.

– Entonces, ¿quién nos busca?

– Tal vez nadie. O quizá unos tíos malos.

– Entonces, ¿por qué no podemos llamar a la policía?

– Bueno, quizá más que unos cuantos tíos malos, todavía no estoy seguro de quiénes son los buenos y quiénes son los malos.

– ¿Qué vamos a hacer mientras usted lo resuelve?

– ¿Tiene algún hotel en la ciudad en el que se aloje habitualmente?

– Tengo varios.

– Evitemos ésos. Elija un lugar que tenga un vestíbulo amplio y público, cerca del centro de Manhattan.

Lo pensó un momento y luego dijo:

– El Plaza.

– Llame ahora y haga una reserva. Necesita dos habitaciones contiguas.

– ¿Se quedará conmigo?

– Sí. Por favor, use su tarjeta de crédito para alquilar las habitaciones y me encargaré de que le reembolsen el dinero.

– Dejaremos que Mark pague el hotel.

Sacó su teléfono móvil, llamó al Hotel Plaza y reservó una suite con dos habitaciones. ¿Por qué no? Mark podía permitírselo.

Atravesamos el límite del condado de Nassau y entramos en el municipio de Queens. Llegaríamos al Hotel Plaza en media hora.

– ¿Cuánto tiempo tendré que quedarme en el hotel? -preguntó Jill.

– Dos días.

– ¿Y después qué?

– Luego cambia de hotel. O yo me encargaré de encontrarle una casa segura. Necesito unas cuarenta y ocho horas para reunir al ejército de los ángeles. Después de eso, estará segura.

– ¿Necesito llamar a mi abogado?

– Si quiere hacerlo. Pero si pudiera esperar un par de días, estaría mejor.

Ella asintió.

Continuamos por la autopista en dirección a Queens y ella me preguntó:

– ¿Cuándo verá a Bud?

– Yo u otra persona nos pondremos en contacto con él en las próximas cuarenta y ocho horas. Por favor, no lo llame.

– No tengo ninguna intención de llamarlo. -Me dio unos golpecitos en el brazo y dijo-: ¿Por qué no lo arresta? Me gustaría visitarlo en la prisión.

Reprimí una carcajada pero ella se echó a reír y yo la imité.

– Creo que necesitamos su cooperación -dije.

– ¿Es necesario que vuelva a verlo?

– Tal vez. Pero intentamos mantener a los testigos separados.

– Bien. ¿Dónde vive? -me preguntó.

– En Manhattan.

– Yo viví en Manhattan cuando acabé la universidad y antes de casarme. Me casé demasiado joven. ¿Y usted?

– Voy por mi segundo matrimonio. Conocerá a mi esposa. Es agente del FBI y actualmente se encuentra en el extranjero. Debe llegar mañana si todo va bien.

– ¿Cómo se llama?

– Kate. Kate Mayfield.

– ¿Conservó su apellido de soltera?

– Me ofreció que lo compartiese.

Jill sonrió y luego me preguntó:

– ¿Fue así como se conocieron? ¿En el trabajo?

– Sí.

– ¿Llevan vidas interesantes?

– Por el momento, sí.

– ¿Hay mucho peligro?

– Es un peligro diferente al de morir de aburrimiento.

– Creo que está siendo modesto y que se subestima. ¿Está aburrido ahora?

– No.

– ¿Cuánto hace que se marchó?

– Un mes y medio aproximadamente -dije.

– ¿Y usted estuvo en Yemen?

– Así es.

– ¿Qué tiene eso de aburrido?

– Viaje a Yemen y descúbralo por usted misma.

– ¿Dónde estaba ella?

– En Tanzania. África.

– Sé donde está Tanzania. ¿Qué estaba haciendo allí?

– Puede preguntárselo cuando la conozca.

Tenía la impresión de que la señora Winslow no conocía a mucha gente interesante en el club o en almuerzos o cenas. Tenía la impresión también de que había perdido el barco en alguna parte después de salir de la universidad, y veía esta importante catástrofe en su vida más como una oportunidad que como un problema. Ésa era la actitud correcta y esperaba que le fuera bien.

El túnel de Midtown estaba a un par de kilómetros. Miré a Jill Winslow, sentada junto a mí. Parecía bastante tranquila, tal vez un producto de su educación o quizá no alcanzaba a apreciar en toda su magnitud el peligro en el que estábamos. O, tal vez, era consciente de ello, pero pensaba que el peligro era preferible al hastío. Yo estaba de acuerdo con eso cuando estaba aburrido, pero cuando me encontraba en peligro, el aburrimiento no estaba mal.

– Creo que Kate le gustará -dije-. Ella y yo cuidaremos de usted.

– Puedo cuidar de mí misma.

– Estoy seguro de eso. Pero necesitará ayuda durante algún tiempo.

Nos aproximábamos a las cabinas de peaje del túnel de Midtown y quité el pase E-Z de Jill, que dejaría registrados el número de matrícula, el lugar y la hora, nada de lo cual quería que quedase grabado en ninguna parte. Pagué en metálico en la cabina y entramos en el largo túnel que discurre por debajo del East River.

– ¿Qué debo hacer con Mark? -preguntó Jill.

– Llámelo más tarde desde su teléfono móvil.

– ¿Y qué le digo?

– Dígale que se encuentra bien y que necesita pasar algún tiempo sola. Yo le daré instrucciones más tarde.

– Bien. Nunca me han dado instrucciones.

Sonreí.

– Quiero contárselo todo.

– Debería hacerlo… antes de que lo descubra. Usted sabe que todo esto saldrá a la luz pública.

Ella permaneció en silencio unos minutos y ambos miramos los sucios azulejos blancos que pasaban velozmente junto al coche. Finalmente dijo:

– Hubo tantas noches… cuando los dos estábamos en el salón, él en el teléfono, o leyendo un periódico, o diciéndome lo que yo tenía que hacer al día siguiente, en las que quise poner la cinta… -Se echó a reír.

Sonaba a la fantasía de una esposa aburrida y desatendida, y se me ocurrieron varios comentarios, pero no contesté.

– ¿Cree que él se habría dado cuenta?

– Estoy seguro de ello.

Salimos del túnel y me encontré nuevamente en Manhattan, en el que había pensado mucho cuando estaba en Yemen, aunque no en estas circunstancias. Aspiré el humo de los tubos de escape, maravillado ante las toneladas de cemento y superficies alquitranadas, y vi cómo un taxi se saltaba un semáforo en rojo. Era domingo, de modo que el tráfico era fluido y había muy pocos peatones, y cinco minutos después estaba cruzando la ciudad por la Calle 42.