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– ¿Tiene alguna pregunta para mí? -le pregunté.

– ¿Como qué?

– Como qué va a pasar después. Qué debe esperar. Esa clase de cosas.

– Si necesito saber algo, usted me lo dirá. ¿No?

– Sí.

– ¿Puedo hacer una sugerencia?

– Por supuesto -dije.

– Lleva mucho tiempo en primera.

– Lo siento.

Giré en la Sexta Avenida y me dirigí hacia el sur de Central Park, atento al cambio de marchas. Pocos minutos más tarde llegamos al Hotel Plaza y le dije al mozo del hotel que aparcase el coche. Llevé nuestro equipaje al lujoso vestíbulo y seguí a Jill al mostrador de recepción.

No quería que pagase con su tarjeta de crédito, que podía ser rastreada, de modo que decidió pagar con un cheque, que contaba con la garantía de la fotocopia de su tarjeta de crédito. Le enseñé al empleado de recepción mi credencial federal y pregunté por el gerente. Llegó al cabo de unos minutos y les dije a él y al recepcionista:

– Estamos viajando de incógnito por cuestiones del gobierno. No le dirán a nadie que la señora Winslow está alojada en el hotel. Avisarán a la suite si alguien pregunta por ella. ¿Entendido?

Ambos lo entendieron y quedó apuntado en el ordenador.

Diez minutos más tarde nos encontrábamos en la sala de estar de una suite de dos habitaciones. Ella encontró la habitación más grande, que reclamó sin decir una sola palabra, y nos quedamos en la sala de estar.

– Llamaré al servicio de habitaciones. ¿Qué le gustaría tomar? -preguntó.

Lo que yo quería estaba en el bar de la habitación, pero dije:

– Sólo café.

Levantó el auricular y pidió café y un surtido de pastas.

– ¿Su esposo ya estará en casa?

Ella miró el reloj.

– Probablemente no.

– Muy bien, necesito que llame a su casa y deje un mensaje para Mark. Dígale algo que indique que necesita pasar algún tiempo lejos de casa y que se ha marchado al campo con una amiga o algo por el estilo. No quiero que se alarme y tampoco quiero que llame a la policía. ¿Entendido?

Ella sonrió y dijo:

– Él no se alarmará, estará completamente conmocionado. Nunca me había marchado de casa antes… bueno, no sin una historia arreglada de antemano. Y no llamará a la policía porque se sentirá demasiado avergonzado.

– Bien. Use su teléfono móvil.

Encontró el teléfono móvil en su bolso, marcó el número de su casa y dijo: «Mark, soy Jill. Hoy me sentía aburrida y me he ido de paseo a los Hamptons y a visitar a una amiga. Tal vez me quede a pasar la noche con ella. Si quieres, llama a mi teléfono móvil y deja un mensaje, pero no atenderé las llamadas. -Y añadió-: Espero que hayas disfrutado de una buena mañana jugando al golf con los chicos y que Bud Mitchell no te haya exasperado otra vez. -Me miró y guiñó un ojo-. Adiós»

Estaba claro que la señora Winslow se estaba divirtiendo.

– ¿He estado bien? -me preguntó.

– Perfecta.

Por otra parte, si Nash había conseguido sumar dos más dos, estaría en la casa de los Winslow ahora, pronto o más tarde, y el señor Winslow escucharía una historia muy diferente, y le pediría que ayudase a las autoridades a dar con el paradero de su díscola esposa. Pero en ese momento no podía preocuparme por eso.

– Por favor, apague el móvil -le dije a Jill.

Ella lo apagó sin preguntar por qué.

Luego nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones a refrescarnos un poco.

Llamaron a la puerta y dejé entrar al tío del servicio de habitaciones y firmé la cuenta.

Fui hasta las ventanas y contemplé Central Park.

Me sentía como un hombre que huye, algo que no debía sorprenderme, ya que estaba huyendo. Irónicamente, toda mi vida profesional ha consistido en dar caza a otras personas, si bien la mayoría de ellas eran tan estúpidas que realmente nunca aprendí mucho de ellas en lo que se refería a no ser atrapadas.

Pero había aprendido algo, y no era estúpido, de modo que había muchas posibilidades de que los señores Nash y Griffith o cualquier otro no me encontrasen pronto.

Jill regresó a la sala de estar con aspecto de haber estado en una sesión de maquillaje y ambos nos sentamos a la mesa del comedor a tomar el café con las pastas. Yo estaba hambriento pero no me comí todo el plato de pastas.

– ¿Su esposa llega mañana?-preguntó Jill.

– Ése es el plan. El avión llega aproximadamente a las cuatro de la tarde.

– ¿Irá a esperarla al aeropuerto?

– No. No puedo presentarme en un lugar donde se me espera.

Ella no me preguntó por qué no podía hacerlo y me di cuenta de que entendía el motivo.

– Haré que alguien vaya a esperarla y la traiga aquí. Ni ella ni yo podemos volver a nuestro apartamento.

Ella asintió, me miró, y finalmente dijo:

– John, estoy asustada.

La miré fijamente.

– No debe estarlo.

– ¿Tiene una arma?

– No.

– ¿Por qué no?

Le expliqué la razón y luego añadí:

– No necesito un arma.

Dedicamos unos minutos a hablar de cosas triviales y luego le dije:

– Coja la cinta que le di antes y haga que la guarden en la caja de seguridad del hotel.

– De acuerdo. ¿Qué piensa hacer con Un hombre y una mujer?

– Yo me encargaré.

Ella asintió.

– Me gustaría ir a la iglesia -dijo-. Y luego dar un paseo. ¿Le parece bien?

– Para ser sincero con usted, si esta otra gente descubre de alguna manera dónde estamos, entonces no importa lo que haga. Pero mantenga el móvil apagado. Pueden localizarla por la señal.

– ¿Es eso cierto?

– Confíe en mí. -Copié su número de teléfono móvil en el mío y le dije-: Compruebe si hay mensajes, pero no lo mantenga encendido más de cinco minutos.

En realidad, en Manhattan, con unos cuantos cientos de miles de teléfonos móviles funcionando en la ciudad, podría llevar unos quince minutos o más triangular la ubicación de un móvil, pero mejor a salvo que detenido.

– Y no use sus tarjetas de crédito ni los cajeros automáticos. ¿Tiene dinero?

Jill asintió y me preguntó:

– ¿Le gustaría acompañarme?

Me levanté y le dije:

– Voy a dormir un rato. No abra la puerta ni conteste al teléfono. Sólo despiérteme.

– De acuerdo.

– Cuando se marche, déjeme una nota con la hora y cuándo regresará.

– No hago eso ni siquiera con mi esposo.

Sonreí y le dije:

– La veré más tarde.

Entré en mi habitación, me senté en la cama y llamé al móvil de Dom Fanelli. Contestó él y le dije:

– Siento interrumpir tu domingo.

– Eh. Me estás llamando desde el Plaza.

– Así es. ¿Dónde estás?

– En el Waldorf. ¿Qué haces tú en el Plaza?

– ¿Puedes hablar?

– Sí. Estoy en una barbacoa familiar. Sácame de aquí.

– ¿Tienes una bebida en la mano?

– ¿Come kielbasa el Papa? ¿Qué sucede?

– Querías saber de qué iba todo esto. ¿No?

– Sí.

– Es un enorme y hambriento dragón que lanza fuego por la boca y puede devorarte.

Se produjo un breve silencio en el teléfono, luego Dom dijo:

– Dispara.

– De acuerdo. Se trata del vuelo 800, algo que ya sabes, y de una cinta de vídeo. Y se trata de Jill Winslow, la mujer que encontraste para mí.

Le di la información completa durante quince minutos. Dom permaneció inusualmente callado durante todo ese tiempo y tuve que preguntarle varias veces si aún estaba allí.