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El drac sujetó con más fuerza los hombros de su presa y batió las alas, intentando levantarlo por encima del suelo del pantano. Lo sacudió con violencia al tiempo que partículas de ácido goteaban de sus mandíbulas para ir a caer sobre el rostro alzado de Dhamon.

—¡Te haré añicos! —maldijo—. La caída aplastará tus frágiles huesos de humano, y tu sangre se filtrará al pantano de mi señora. Has matado a mi hermano y herido a mi camarada. La Oscuridad Viviente puede prescindir de tipos como tú.

—¡No! ¡No lo mates! —chilló el que estaba debajo de Dhamon—. Onysablet, la Oscuridad Viviente, anhelará poseerlo. Es fuerte y decidido. ¡El dragón nos recompensará abundantemente por capturar una presa así!

—En ese caso se lo entregaremos destrozado.

El drac voló más bajo y arrojó a Dhamon al interior de un charco de aguas estancadas. El blando suelo húmedo amortiguó su caída, y él hizo un esfuerzo por recuperar el aliento, parpadeando con fuerza para eliminar el ácido de sus ojos. Su visión era ahora borrosa, pero podía ver algo. Las figuras eran vagas y grises: troncos de árboles, cortinas de enredaderas colgantes. ¡Ahí! Un destello plateado: la alabarda. Y, cerca de ella, un drac, un figura humanoide de color negro que se movía con torpeza.

Dhamon apretó los dientes y se abalanzó sobre el arma, que ahora no le quemó; luego permanció tumbado durante varios segundos con la alabarda bien sujeta, escuchando, aguardando.

El sordo batir de alas sobre su cabeza le indicó que el que estaba en lo alto se acercaba. Dhamon giró sobre su espalda y balanceó la alabarda hacia arriba describiendo un arco.

La hoja hendió la carne de la criatura, y casi partió a ésta en dos desde el esternón a la cintura. El caballero rodó a un lado veloz, llevándose con él la alabarda y evitando por muy poco la explosión de ácido proveniente de la bestia mortalmente herida.

—¡Jamás seré un drac! —escupió al superviviente que se aproximaba—. ¡Nunca serviré a tu negra señora suprema! Jamás volveré a servir a un dragón! —La alabarda, húmeda de sangre y agua fétida, casi escapó de sus manos cuando la levantó en dirección a la criatura que quedaba.

—¡Entonces morirás!

La embestida de la criatura hizo trastabillar a Dhamon, quien perdió pie. Gotas de humedad acida cayeron de los labios del ser y le salpicaron la barbilla.

—Morirás por haber matado a mis hermanos —rugió el drac—. Por negarte a servir a Onysablet.

«Moriré por haber matado a Goldmoon, y a Jaspe», se dijo Dhamon.

No morirás --dijo otra voz, ésta procedente de las profundidades de la mente de Dhamon—. Debes derrotar al drac. Comprendió que el Dragón Rojo había regresado.

—¡No! —chilló—. ¡Me resistiré a ti! —Intentó expulsar a Malys de su cabeza.

¡Lucha contra el drac! ¡Usa la fuerza que te doy!

—¡No! —En contra de su voluntad, Dhamon sintió cómo sus brazos se alzaban y las manos apretaban el pecho del drac. Sus miembros, impulsados por la magia del dragón, apartaron violentamente a la criatura, y los músculos de las piernas se tensaron y lo obligaron a ponerse en pie.

Las piernas se pusieron en movimiento. Se inclinó y recogió la tirada alabarda. El terrible dolor regresó en cuanto sus dedos rodearon el mango, y una mueca burlona se formó en sus labios, una mueca promovida por Malys. El cuerpo de Dhamon se dirigió hacia el drac que quedaba con vida.

—Yo estoy a salvo, humano. Pero tú no puedes volar y no lo estás. ¡Morirás, humano! Morirás bajo las garras de Onysablet. ¡La Oscuridad Viviente se acerca! —La criatura batió las correosas alas para elevarse y se escabulló por entre las gruesas ramas de una higuera. Desde un rincón en el fondo de su mente, Dhamon observó cómo el drac se elevaba más y más en tanto que la ciénaga se oscurecía. Entonces escuchó el crujido de troncos que se partían y de árboles que eran arrancados.

La negra oscuridad transportaba con ella un abrumador hedor a putrefacción que recordó al antiguo caballero los olores que lo habían asaltado más de diez años atrás, mientras deambulaba por entre los caídos en el campo de batalla de Neraka.

Aunque la hembra Roja lo manipulaba, ésta no podía refrenar sus actos involuntarios. Una serie de escalofríos recorrieron la espalda de Dhamon, y el repugnante olor empezó a provocarle náuseas.

—¡La Oscuridad Viviente te matará! —le gritó el drac desde lo alto—. ¡O te obligará a servirla hasta que la carne de tu cuerpo se consuma por la edad! ¡Hasta que mueras!

Dhamon sintió una sacudida, y se encontró contemplando un muro de negrura. Lanzó una exclamación ahogada cuando la oscuridad respiró y parpadeó para revelar un par de inmensas órbitas de un amarillo opaco. La oscuridad le devolvió la mirada.

«Sable», pensó él. La señora suprema Negra. No obstante la fuerza sobrenatural que su vínculo con Malys le concedía, el antiguo caballero comprendió que ni por casualidad podría salir bien parado de un enfrentamiento con la Negra. Y se dio cuenta de que Malys también lo sabía.

La oscuridad se aproximó más, y su aliento era tan apestoso que a Dhamon se le revolvió el estómago. Tan enorme era la Negra que los ojos del hombre no podían abarcar toda su figura. No te serviré, fueron las palabras que sus labios intentaron formar, pero eran palabras condenadas a no ser oídas. No seré un drac. ¡Mátame, dragón!

—No lo matarás, Onysablet —surgió de su boca. Eran palabras potentes y aspiradas, con un sonido inhumano. Malys hablaba a través de él—. Es mi títere. Me trae esta arma antigua. Mira la escama de su pierna, Onysablet. Lo señala como mío.

—Malystryx —respondió la Negra tras algunos instantes de silencio. Bajó la mirada hacia la pierna de Dhamon y luego inclinó la testa en deferencia a la señora suprema Roja—. Le permitiré cruzar mi territorio.

¡No!, aulló la mente de Dhamon. ¡Mátame! ¡Merezco ese final!

—No volverá a molestar a ninguna de tus creaciones, Onysablet —continuó Malys—. Me ocuparé de ello.

La Roja volvió sus pensamientos hacia adentro, para reprender a su pelele.

Seguirás atravesando el reino de Onysablet, le ordenó. Viajarás al sudeste hasta que te aproximes a los límites del Yelmo de Blode. Hay unas ruinas al borde del pantano, un antiguo poblado ogro llamado Brukt. Un grupo de Caballeros de Takhisis se encamina hacia allí..., mis caballeros. No dejaré que te maten según es costumbre con los caballeros renegados, tal como tu mente me ha informado. Viajarás con ellos hasta mi pico, donde me entregarás la alabarda y lo que quede, si es que queda algo, de tu espíritu.

Brukt no era más que un poblado improvisado que rodeaba una torre medio desmoronada de sílex y piedra caliza flanqueada por dos enormes cipreses. La puntiaguda torre remataba en su parte superior en una especie de colmillo, y por sus costados crecían enredaderas cubiertas de flores.

Dispuestas a su alrededor había una colección de chozas de bambú y bálago y varios cobertizos cubiertos con piel de lagarto. Se veían unos pocos edificios más sólidos, hechos de piedras y tablones, y una construcción de gran tamaño, cuyas puertas parecían hechas con restos de una carreta. Algunos de los edificios mostraban textos deteriorados que sugerían que los tablones habían sido antes cajones de embalaje: «Aguamiel Rocío de la Mañana» y «Curtidos Shrentak» se leía en algunos. Otros estaban en una lengua que Dhamon no consiguió descifrar.