También Onysablet era negra, pero el Dragón de las Tinieblas no era, estrictamente hablando, un Dragón Negro. Tenía las escamas oscuras, pero en cierto modo traslúcidas, de un color que variaba con la luz y las tinieblas. Por lo general cazaba al anochecer, cuando las sombras del mundo eran más densas. Era su hora favorita, aunque en ocasiones cazaba muy entrada la noche, cuando se fundía con el cielo de color ébano, invisible para todos excepto aquellos que eran más perspicaces. Tener que cazar en esta soleada mañana lo alteraba un poco; se encontraba fuera de su elemento, pero su presa estaba a mano. Y ello exigía esta incursión insólita.
Descendió más y estiró el largo cuello azabache para poder inspeccionar mejor el suelo y atisbar en el interior de los escarpados afloramientos y estribaciones. Un poblado ogro se alzaba entre dos cimas, y una columna de humo se elevaba de las chozas destrozadas, perfumando el aire con el aroma de la madera quemada y los cuerpos carbonizados. Cuerpos de ogros. El dragón no sentía cariño por los ogros, pero tampoco los odiaba. Había eliminado a un buen número durante su vida. Pero también los toleraba a veces, como toleraba un gran número de cosas en esta tierra. No obstante, ese día le fastidiaban los chapuceros saqueadores que no consumían ni enterraban a los muertos después de realizar sus incursiones.
Percibió que los Caballeros de Takhisis, los saqueadores, su presa, se encontraban a menos de un día de marcha, justo al otro lado de las montañas. Viró al sudoeste y descubrió más cadáveres en su camino. Docenas de cuervos que se daban un festín con los restos salieron huyendo cuando su sombra pasó sobre ellos. Los kilómetros se esfumaron bajo sus alas. Las horas pasaron. Y entonces algo más captó su atención.
Por debajo de él, a unos dos kilómetros aproximadamente, había un Dragón Rojo. Volaba al nordeste y era un Rojo de gran tamaño, tal vez de unos veinte metros desde el hocico a la punta de la cola.
El Dragón de las Tinieblas ascendió más y observó al Rojo unos instantes, calculando su edad y su fuerza. Sabía que los Dragones Rojos se encontraban entre los más terribles.
El reptil estudió el suelo a sus pies, en busca de montañas que pudieran proyectar sombras suficientes para ocultarlo de modo que no tuviera que enfrentarse al Rojo. Buscó... y encontró. Plegó las alas a los costados y descendió en dirección a una cima cercana.
Mientras bajaba, observó cómo el Rojo continuaba su camino. Vio que aminoraba la velocidad y echaba un vistazo en su dirección, y se preguntó si el otro dragón lo dejaría en paz, pues estaba seguro de haber sido descubierto.
Ferno se dirigía a Goodlund, llamado por Malystryx. El lugarteniente de la hembra Roja sabía que no debía perder tiempo en Blode, pero también sabía que llevarle a su reina aquel trofeo lo elevaría en su estimación. La señora suprema odiaba al Dragón de las Tinieblas y, aunque se rumoreaba que existían unas cuantas de estas criaturas en Ansalon, sólo una sería tan osada como para volar en pleno día. Sin duda se trataba del renegado que tanto disgustaba a su señora. Malystryx lo recompensaría abundantemente.
Ferno batió las alas con mayor velocidad y viró al este, abriendo las fauces de par en par. Fue alimentando el calor a medida que éste crecía en su estómago como si alimentara un horno; cuanto más cerca volaba del Dragón de las Tinieblas, más pensaba en la gratitud que le demostraría la señora suprema Roja.
Desde su poco apto escondrijo, el oscuro dragón echó una última mirada al enemigo que se aproximaba. Era demasiado tarde para buscar sombras mejores. No ahora, cuando el Rojo había tomado una decisión. El Dragón de las Tinieblas describió un ángulo para ir al encuentro de su adversario, y batió las alas despacio mientras se elevaba, a la vez que reunía todo su poder y concentraba las energías.
De la boca de Ferno surgió una llamarada, una crepitante bola de fuego que salió disparada para envolver al otro. Las traslúcidas escamas negras chisporrotearon y reventaron, mientras el calor y las llamas amenazaban con arrollar al Dragón de las Tinieblas.
La oscura criatura agitó las alas con más fuerza y velocidad, para elevarse por encima de las llamas y del aire abrasador. El Rojo estiró las zarpas y las hincó con fuerza en la negrura que era el pecho de su oponente, arrojando una lluvia de escamas al aire.
El Dragón de las Tinieblas aulló, aspiró con fuerza, y soltó su propio aliento letal, una nube de oscuridad que se ensanchó para envolver al Rojo. Negra como la tinta, la nube se dobló sobre sí misma, cubriendo al otro y absorbiendo su energía.
—¿Cómo te atreves? —siseó Ferno; sacudió las alas, aleteando para mantenerse en el aire, y volvió a atacar con las garras—. ¡Malystryx me recompensará por matarte!
Pero el otro se había escabullido, y se cernía ahora por encima del Rojo y de la negrura. Con su adversario temporalmente cegado, escuchó las pullas que éste le dedicaba sin dejar de vigilar y aguardar; luego lanzó una segunda nube de oscuridad, justo cuando la primera empezaba a disiparse, y se abalanzó al interior de las tinieblas que envolvían a su víctima, con las garras bien extendidas. Sus ojos atravesaron las sombras con la misma facilidad con que otros veían bajo la luz. Con las zarpas rebanó las alas del Rojo, rasgándolas y llenando el aire con ardiente sangre de dragón.
—¡Por esta afrenta, morirás de forma horrible! —rugió Ferno. Aunque virtualmente ciego, el Dragón Rojo no estaba en absoluto indefenso; giró la cabeza sobre el hombro, y su aliento abrasador salió como una exhalación para incendiar el aire.
Escamas de un negro traslúcido se fundieron bajo el intenso calor, y una oleada tras otra de un dolor abrasador recorrieron el cuerpo del Dragón de las Tinieblas. Una nueva llamarada lo envolvió, y sólo pudo hundir las garras con más fuerza en el lomo del Rojo, al tiempo que bajaba la dolorida cabeza para acercarla al cuello de su adversario. Unos dientes parecidos a cuarzo humeante se hincaron con fuerza hasta abrirse paso por entre las escamas y llegar a la carne oculta debajo. El oscuro reptil cerró los dientes como una tenaza y le hundió las garras en los costados; luego soltó a su presa y se apartó violentamente de su lomo para alzar el vuelo y huir del calor y el dolor.
El Rojo lanzó un juramento y batió alas enfurecido. Por fin consiguió liberarse de la nube de oscuridad que había seguido absorbiendo sus fuerzas.
—¡Malystryx! —chilló—. ¡Escúchame, Malystryx! —Cegado todavía, se esforzó por poner en funcionamiento sus otros sentidos.
El Dragón de las Tinieblas se deslizó en lo alto, silencioso, sin dejar ningún olor, mientras recuperaba fuerzas y absorbía la energía perdida por el otro. Mientras lo seguía, se dio cuenta de que sus heridas no eran mortales.
—¡Maldita seas, criatura de Tinieblas! —rugió el Rojo—. ¿Dónde estás? ¡Enfréntate a mí!
Por encima de él, silencioso aún, el Dragón de las Tinieblas abrió las fauces, reunió toda la energía que le quedaba, y lanzó una nueva nube de oscuridad.
—¡Malystryx! —Una vez más Ferno se sintió engullido por la negrura. Era como una manta fría y húmeda, que sofocaba sus llamas y absorbía su energía y su voluntad—. ¡Malystryx!
—Tu señora suprema se encuentra demasiado lejos para poder ayudarte. —El Dragón de las Tinieblas se dignó hablar por fin, la voz chirriante. Se sentía débil, había sufrido quemaduras horribles, y sin duda quedaría desfigurado para siempre. Consideró la posibilidad de escapar mientras el Rojo seguía aturdido. En las sombras podría curarse, y sin duda el Rojo lo dejaría marcharse ahora.