Al otro lado de la estrecha abertura de la cueva había una enorme oquedad que descendía en ángulo en la parte posterior en dirección a la ladera de la montaña; el suelo estaba cubierto de tierra y hojas. Fiona se sentó contra una pared cerca de la entrada donde la luz se filtraba al interior, con el saco de lona entre las piernas, y empezó a sacar piezas de su armadura. Al levantar la cabeza vio que Rig la observaba.
—Sólo estaba comprobándolo todo —dijo.
El marinero se sentó a su lado. El suelo resultaba agradablemente blando.
—Iban a cenar jabalí esta noche en el pueblo.
—Nos podríamos haber quedado y esperado a Gilthanas.
—De todos modos no tengo hambre. —El retumbante estómago del marinero contradijo sus palabras. Rig escudriñó las sombras—. ¿Dónde están Jaspe y Groller?
La mujer indicó con la cabeza el fondo de la cueva.
—Hay un pasadizo allí atrás, y decidieron investigar. El lobo ha ido con ellos. Jaspe dijo que sólo tardarían unos minutos.
—Creía que Jaspe estaba cansado.
—Los enanos se sienten a gusto en las cuevas. Supongo que resultaba demasiado tentador.
Rig también estaba agotado, pero no deseaba dejar morir la conversación.
—Está muy oscuro ahí dentro —dijo.
—Los enanos ven bien en la oscuridad —respondió ella con una risita—. ¿Dónde has estado toda tu vida, Rig Mer-Krel?
—Casi siempre en un barco. No hay enanos en el mar. —Ella se aproximó un poco más, y Rig sintió la agradable calidez de su brazo contra el suyo; luego observó que tenía el entrecejo fruncido—. ¿Qué sucede? —inquirió con suavidad.
Ella sostuvo en alto una pieza de metal de forma cóncava, una que tenía que ajustarse sobre la rodilla.
—Está abollada. Es de tanto dar tumbos dentro del saco. No tenía nada con lo que proteger las piezas.
El marinero extendió la mano para cogerla. Sus dedos rozaron los de ella y permanecieron así unos instantes; por fin se movieron para coger la pieza de metal.
—No creo que sea muy difícil arreglarla. —Volvió el rostro para mirarla. La solámnica era fuerte, como lo había sido Shaon; pero no era Shaon, ni tampoco era un substituto de ésta. Era una Dama de Solamnia: inflexible, disciplinada, y todo aquello que él no era. Pero resultaba irresistible a su manera. Una cabellera roja del color del atardecer le enmarcaba el rostro. Y estaba tan cerca...
Fiona volvió la cara pegándola casi a la de él, y abrió los labios. Sintió el contacto de su aliento en la mejilla.
—¡Rig! Salid de aquí. ¡Rápido! —Feril estaba de pie en la entrada de la caverna.
—¿Encontraste a Dhamon? —El marinero se incorporó, entregando la pieza de armadura a Fiona.
—No. —La kalanesti meneó negativamente la cabeza—. Perdí su rastro. Pero he encontrado problemas.
Feril los condujo a una empinada elevación, difícil de ascender. La kalanesti se movió veloz y los esperó en la cima. Cuando la alcanzaron, no les dio ni tiempo para recuperar aliento, ya que los condujo a través de una estrecha quebrada entre las montañas.
Desde el exiguo puesto de observación se divisaba una ladera llena de grava y, al fondo, un pequeño valle salpicado de matorrales que la puesta de sol teñía de color naranja. Más de dos docenas de criaturas de color fuego vagaban por el valle; de vez en cuando se detenían para hurgar en montones de porquería y estiraban los cuellos para espiar en el interior de grietas.
—¿Dracs rojos? —musitó Fiona.
—Jamás había visto ninguno como éstos, pero Palin me contó que existían —respondió Feril.
—Sin duda la progenie de Malystryx —indicó Rig.
Las piernas de las criaturas parecían columnas de fuego; las alas onduladas tenían el color de la sangre, y los rostros eran humanoides, con fauces que sobresalían. Una cresta de púas descendía desde lo alto de la cabeza hasta la punta de la cola. Resultaban seres parecidos a los dracs azules con los que habían combatido Rig y Feril meses atrás en el desierto de Khellendros, pero su espalda era más ancha y el torso más musculoso. Incluso desde esta distancia, resultaban más atemorizadores que los azules.
—Exhalan fuego —explicó Feril—. Vi cómo uno quemaba un arbusto sólo con abrir la boca.
—Son demasiados para nosotros tres. —Fiona mantuvo el tono quedo—. Pero con Jaspe y Groller, y Furia, a lo mejor podríamos vencerlos.
—¿Y qué hay de los otros? —Rig señaló en dirección al final del valle, donde una docena o más de dracs rojos permanecían apiñados, y luego indicó una grieta en la ladera situada al otro extremo; era la entrada de una cueva, y se veían más dracs entre sus sombras—. La montaña está repleta de ellos. Apuesto a que buscan a Dhamon.
—Hay un par más no muy lejos por debajo de donde estamos. —La voz de Feril sonó aun más queda—. Están subiendo. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo o nos verán. Dhamon no tiene la menor posibilidad.
—Tal vez no van tras Dhamon. —Fiona dio un golpecito a Rig en el hombro—. Dijiste que a Dhamon lo controlaba la hembra Roja. Si ése es el caso, el Dragón Rojo no enviaría a sus crías en su busca, ¿no es verdad? Sabría exactamente dónde está.
—Entonces, ¿qué crees que buscan? —inquirió Rig.
Fiona se encogió de hombros.
Una docena de dracs situados en el centro del valle conferenciaban entre ellos, gesticulando con los largos brazos y haciendo centellear las afiladas zarpas. Uno de los seres señaló en dirección a la grieta en que estaban ellos.
—Quizá deberíamos salir de aquí —sugirió Feril.
Media docena de criaturas se elevaron por los aires en el preciso momento en que Rig, Feril y Fiona abandonaban, gateando, su escondite, y se lanzaban por la rocosa ladera, en parte corriendo, en parte deslizándose. Sus manos se llenaron de arañazos y escoriaciones al usarlas para frenar la caída.
—¿Creéis que nos vieron? —preguntó Fiona.
—Tal vez —gruñó Rig.
—Sí —insistió Feril; la kalanesti señaló a una pareja de dracs rojos que acababan de aparecer encima de sus cabezas.
—¡Maldición! —exclamó el marinero—. Son veloces. —Sacó su alfanje—. ¡Regresad a la cueva!
Se escuchó el siseo de otra espada al ser desenvainada.
—Lucharé a tu lado —anunció Fiona, y lanzó una mirada furiosa a las criaturas.
—¡Vamos, vosotros dos! —escupió Feril—. Estáis demasiado al descubierto aquí.
Fiona y Rig empezaron a correr; pero, para cuando la entrada de la cueva apareció ante ellos, un tercer drac se había unido a la persecución.
—¡Adentro! —Feril penetró como una exhalación por la abertura de la caverna.
Rig y Fiona tomaron posiciones justo frente a la entrada.
—¡Adentro! —repitió la kalanesti—. Rig, no discutas conmigo. ¡Deprisa!
El marinero estaba demasiado ocupado extrayendo dagas de su cinturón. Sujetó tres con la mano izquierda, mientras aferraba el alfanje con la derecha. Uno de los tres dracs se abalanzó sobre él al mismo tiempo que el marinero lanzaba los cuchillos.
Las dagas atravesaron una bola de fuego que brotó de la boca del ser, y las llamas envolvieron el lugar que Rig y Fiona acababan de abandonar.
—No pude ver si le hice algún daño —refunfuñó Rig mientras se deslizaba al interior de la cueva un segundo después que Fiona.
—No puedo decírtelo —respondió la dama solámnica arriesgándose a echar una ojeada—. Pero los tres siguen ahí fuera. Y vienen más.
—Somos blancos fáciles —gruñó el marinero—. Nos van a asar aun más que al jabalí del poblado.
Feril empezó a abrazar las sombras, los dedos bien abiertos sobre la roca. Sintió su frialdad, las distintas texturas suaves y ásperas. Ya en una ocasión había fusionado sus sentidos con el suelo de piedra —en la cueva de Khellendros varios meses atrás— y había conseguido que la roca fluyera como el agua y cubriera a los guardianes del Dragón Azul. Ahora, una vez más, la piedra tenía un tacto líquido, maleable como la arcilla. Empezó a darle forma mentalmente.