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Tonalidades de gris
El dragón se ocultó en las sombras de las profundidades de la cueva de piedra caliza, mientras escuchaba las pisadas del intruso. Sus ojos atisbaron en la oscuridad y descubrieron la negra armadura de la orden de los Caballeros de Takhisis.
El intruso era un hombre, y esto sorprendió ligeramente al Dragón de las Tinieblas; había pensado que sólo quedaba un superviviente de entre los caballeros del poblado: la comandante que había dejado con vida para que informara a Malystryx de la matanza. A lo mejor este hombre no había entrado en el pueblo o había huido sin ser visto. No importaba; el hombre era un Caballero de Takhisis. Tendría que morir.
Los Caballeros de Takhisis, bajo los estandartes de varios señores supremos, se habían vuelto demasiado poderosos por lo que se refería al Dragón de las Tinieblas. Matarlos ayudaba a restaurar el equilibrio de las cosas, como lo había hecho la eliminación del Rojo horas antes. Las heridas recibidas por el oscuro dragón en aquel combate ya habían sanado, alimentadas por la energía extraída al poderoso adversario rojo.
Como una sombra que se alargaba, se acercó más al hombre.
El guerrero se dejó caer contra la pared opuesta, iluminada por un tenue resquicio de luz. El hombre estaba extenuado, ignorante de la presencia de la oscuridad viviente. Tenía la sudorosa melena rubia pegada a los lados de la cabeza, y el rostro enrojecido por el esfuerzo. Soltó el arma, una vara con una hoja curva, y flexionó los dedos cautelosamente del mismo modo en que un dragón pondría a prueba una zarpa herida.
El Dragón de las Tinieblas percibió la energía mágica del arma, y observó cómo el hombre ahuecaba las manos, como si las tuviera quemadas por haberla empuñado. El dragón se concentró en el arma y sintió que su arcano poder le cosquilleaba los sentidos. Era un instrumento del Bien, antigua y construida por un dios, y estaba en posesión de un Caballero de Takhisis, un agente del Mal.
Dhamon Fierolobo cerró los ojos. Le dolía el pecho y sentía punzadas en las manos. Su intención era dejar el arma allí y abandonar el lugar. Y si acaso, por algún milagro, realmente estaba libre, ¿qué era lo que iba a hacer con su vida? ¿Qué vida merecía tras las acciones cometidas? ¿Podría redimirse?
Encontró cierta satisfacción en la idea de que, si el dragón lo hacía suyo, habría obtenido una victoria moral al impedir que se apoderara de la alabarda.
El Dragón de las Tinieblas se arrastró más cerca y posó una zarpa sobre las piernas estiradas del hombre, inmovilizándolo con la misma facilidad que un niño atrapa un escarabajo. Demasiado tarde, los ojos de Dhamon se abrieron de golpe y su mano salió disparada de modo instintivo para agarrar la alabarda. El calor que brotó del mango para penetrar en su palma no fue nada comparado con lo que sentían sus piernas, aplastadas por el enorme peso del reptil.
Unos inmensos ojos grises se clavaron en los de Dhamon, y el gélido aliento del dragón le inundó la cara y le provocó escalofríos por todo el cuerpo. La boca de la criatura se abrió por completo, mostrando una caverna repleta de dientes afilados que parecían trozos de cuarzo; una lengua serpentina salió al exterior y se aproximó, negra como la noche. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Dhamon levantó el arma del suelo e hizo que describiera un torpe arco que sólo consiguió rozar al animal. Pero fue suficiente. El dragón retrocedió sorprendido, y Dhamon se escabulló de debajo de la zarpa y, echándose el arma al hombro, se incorporo de un salto.
En una meseta rodeada de volcanes, los ojos de la señora suprema Roja se abrieron bruscamente. Malystryx había estado meditando sobre la afrenta sufrida con la muerte de Ferno y considerando candidatos para reemplazarlo. No había impedido que Dhamon Fierolobo huyera del poblado; a decir verdad, desde el fondo de la mente del hombre lo había estado animando en secreto a hacerlo. No tenía el menor deseo de que su peón muriera, como había sucedido con Ferno y sus Caballeros de Takhisis, y la sacaba de quicio la idea de que el Dragón de las Tinieblas pudiera obtener la alabarda mágica.
Así pues, Malys se había retirado, permitiendo que Dhamon creyera ser libre, y lo había dejado huir y ocultarse en las montañas. Pensaba llamarlo al orden de nuevo, pero sólo después de haber meditado la cuestión del substituto de Ferno.
Ahora, a través de los ojos del hombre, veía cómo la sombra del aborrecido dragón se acercaba. Mediante los sentidos de Dhamon sintió el creciente calor del mango en la carne y cómo el corazón latía violentamente. Comprendió que no había ningún lugar al que su peón pudiera huir y que, aun con el arma y con su ayuda, no era rival para el Dragón de las Tinieblas.
La estancia se llenó de oscuridad cuando el negro reptil avanzó para cerrar el paso a Dhamon y tapó la débil luz.
Mientras las tinieblas ocupaban su campo visual, Dhamon volvió a sentir que el Dragón Rojo se adueñaba de él.
Malys obligó a los brazos del hombre a entrar en acción balanceando la alabarda frente a él. El filo entró en contacto con la garra extendida, se hundió entre de las traslúcidas escamas y abrió una herida. El dragón gimió en voz baja, un sonido agradable para la Roja. Allí donde su lugarteniente, Ferno, había fracasado, tal vez ella podría hallar finalmente algún consuelo. Sabía que su marioneta no podría derrotar a este dragón; pero, tal vez, a través de Dhamon podría herir al reptil, herirlo de gravedad. Indicó a su peón que se acercara más, le ordenó que se lanzara al ataque, y recurrió a todos los conocimientos sobre el arte de la lucha que éste guardaba en su mente.
Dhamon usó el mango para interceptar los zarpazos del dragón; luego giró el arma y la empezó a mover arriba y abajo para impedir que su oponente se aproximara demasiado.
—No puedes tener a este hombre, señor de las tinieblas —anunció Malys a través de la boca de Dhamon. Una imagen de su cabeza se superpuso sobre el rostro del guerrero.
El gruñido del Dragón de las Tinieblas inundó la estancia.
—Tendré lo que deseo —siseó—. ¡Tendré a uno más de tus caballeros!
En lo alto de su montaña, Malystryx abrió las fauces de par en par y soltó un torrente de fuego al aire. Los volcanes retumbaron y las cimas se estremecieron.
Dhamon se agachó para esquivar el zarpazo del dragón y de inmediato se lanzó hacia su vientre y blandió el arma con todas las energías que le facilitaba la Roja. Oyó cómo la alabarda se abría paso por entre las gruesas placas del pecho del Dragón de las Tinieblas, y sintió la helada sangre que le salpicaba el rostro y se filtraba por las junturas de su armadura. En tanto que su mente batallaba contra el poder de Malystryx, Dhamon rezaba con todas sus fuerzas para que el otro dragón hallara un modo de matarlo.
El Dragón de las Tinieblas pareció replegarse sobre sí mismo y convertirse en un blanco más pequeño que se alejaba del arma ofensiva. Aspirando con fuerza, soltó el aliento, y una nube de oscuridad brotó de su boca y se precipitó sobre Dhamon.
En ese mismo instante, la imagen de la testa de Malystryx centelleó y aumentó de tamaño hasta convertirse en transparente y ocupar un lado de la estancia. La imagen escudó a Dhamon de la oscuridad, y la boca de la Roja se abrió y engulló la nube, impidiendo que su peón se viera cegado y debilitado.
—¡No puedes tener a este hombre, señor de las tinieblas! —repitió el rostro.
Con las piernas accionadas por la Roja, Dhamon se aproximó al dragón, que retrocedía ahora. Sus brazos se movieron con más rapidez, balanceando la alabarda de modo que describiera amplios arcos, e intentaron acuchillar a la criatura. Escamas traslúcidas le acribillaron el rostro, y una lluvia de sangre negra cayó sobre él. El Dragón de las Tinieblas reculó.
Dhamon avanzó hacia él por el suelo calizo, pese al dolor de sus piernas. Vuelve a herirlo, ordenó Malys. ¡Vuelve a herirlo y luego huye!