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—¿Con qué? —le replicó Dhamon en tono quedo.

—Con tus encantos. —Un segundo más tarde el marinero había trepado al mástil y se había perdido entre la bruma.

Dhamon se arrastró hasta los dos cuerpos y le arrebató a uno una espada larga. Del cuerpo del otro recuperó la daga de Rig, y limpió la sangre que la manchaba en el capote del muerto. Distinguió una mancha en medio de la niebla; alguien más se acercaba.

—No veo nada en esta niebla espesa —dijo un hombre.

—Desaparecerá por la mañana —contestó una segunda sombra.

—La niebla no es problema nuestro. —Era una tercera voz—. Limitaos a averiguar por qué vamos a la deriva, y detened la nave. No quiero chocar contra una de las otras.

—¡A la orden, señor! —respondió el primer hombre.

«Encontrarán los cuerpos», pensó Dhamon. Sujetó con fuerza la daga en la mano izquierda, la espada larga en la derecha. «Date prisa, Rig», murmuró para sus adentros, y echó una ojeada al mástil. Seguía sin verse señal alguna del marinero, pero oyó caer la lona y cómo la brisa la hinchaba.

—¡Eh! —gritó uno de los hombres—. ¡No vamos a la deriva! Nos impulsan las velas. Será mejor que venga el subcomandante.

Dhamon se abalanzó sobre las sombras con la espada tendida, deseando que ellos lo vieran. «Se acabaron las emboscadas —se dijo—. Será un combate honorable en esta ocasión.» Al cabo de unos pocos pasos las sombras quedaron definidas: dos Caballeros de Takhisis con tabardos negros y camisas de cuero. Uno empuñaba ya una espada, en tanto que el otro empezó a desenvainar la suya en cuanto descubrió a Dhamon.

—¡Subcomandante! —llamó el que empuñaba la espada—. ¡Tenemos compañía!

Dhamon arrojó la daga al hombre que intentaba desenvainar su arma, y masculló un juramento en voz baja cuando ésta se hundió en el muslo del caballero en lugar de hacerlo en su pecho. De todos modos, la herida fue suficiente para detenerlo. El herido dobló una rodilla, al tiempo que sus manos intentaban extraer el cuchillo.

En ese instante, su compañero atacó. Dhamon se agachó bajo el arco descrito por el arma y, lanzando su larga espada al frente, empaló en ella a su adversario. La espada del hombre cayó sobre la cubierta con un gran estrépito y él se desplomó de bruces, al mismo tiempo que se oía el tronar de pasos bajo la cubierta. Dhamon se volvió para enfrentarse al caballero herido, que se había incorporado ya.

—¡Problemas, subcomandante! —gritó alguien oculto por la niebla.

—Ya lo creo que tenemos problemas —gruñó el caballero herido. Arrancada la daga de su pierna, sacó la espada de la vaina para interceptar veloz el ataque de Dhamon—. No sé quién eres —rugió—; pero no importa. —Rechazó otra estocada sin el menor esfuerzo—. No tardarás en estar muerto.

Dhamon aumentó la fuerza de sus mandobles, maravillado ante la defensa que presentaba el adversario. El caballero conocía bien los golpes y contragolpes clásicos que enseñaba la orden de caballería. Dhamon se adelantó de un salto, utilizando una maniobra aprendida de Rig, lo que cogió a su oponente por sorpresa; a continuación trasladó la larga espada hacia un lado y lanzó una violenta estocada que hendió la camisa de cuero y se hundió en el abdomen del hombre.

—¡Fuego! —se oyó gritar a otra voz—. ¡Está ardiendo!

Dhamon sabía que el responsable era Rig. El marinero había estado ocupado. El antiguo Caballero de Takhisis volvió a herir al hombre y, tras acabar con él rápidamente, regresó a toda prisa junto al cabrestante. El marinero estaba allí, sosteniendo dos jarras llenas de trapos que ardían alegremente. Las otras dos las había arrojado contra la cubierta y eran las responsables del fuego que los caballeros corrían a intentar sofocar.

—Se suponía que debías esperarme —le espetó Rig, mientras lanzaba las dos jarras restantes contra el mástil de mesana—. Marchémonos.

Echó a correr en dirección a la popa del barco, lanzando una mirada por encima del hombro una sola vez para asegurarse de que Dhamon lo seguía. Luego saltó por la borda. Su compañero se detuvo el tiempo necesario para introducir la larga espada en su cinturón, y a continuación también él saltó por encima de la barandilla.

—Feril nos encontrará —dijo Rig mientras chapoteaba en el agua junto a Dhamon—. El bote no puede estar lejos.

Dhamon no dijo nada. Contemplaba la carraca incendiada. La nave se movía veloz, el ancla levada y la vela ondeando al viento. Algunos hombres se encontraban en la cubierta concentrados en apagar el fuego; pero otros y también los esclavos que habían tripulado el barco empezaban a saltar por la borda.

Las llamas se volvieron más pequeñas a medida que el navío se alejaba, y de improviso Dhamon y Rig escucharon un fuerte golpe sordo, cuando la carraca chocó contra algo.

—Recordaba dónde estaba la galera —explicó Rig como quien no quiere la cosa—, y sabía en qué dirección soplaba el viento, de modo que calculé en qué dirección enviarla.

El aire se inundó de gritos de «¡Fuego!». El humo se elevó con fuerza de la cubierta de la carraca, y las llamas pasaron a la galera. El olor a madera quemada se extendió por la niebla, y más hombres y esclavos saltaron al agua.

—Bueno, no tienes que felicitarme ni nada por el estilo —continuó Rig—. Pero acabo de eliminar dos barcos. Acabemos con una o dos carracas más y será coser y cantar.

Su compañero contempló el incendio, al que la espesa niebla daba un aspecto nebuloso.

—Arderán hasta la línea de flotación si no pueden apagar el fuego —continuó el marinero—. ¿Sabes?, me sorprendiste ahí arriba. No tuviste ningún escrúpulo en eliminar a aquellos caballeros en la cubierta: tus compañeros de armas. Yo hubiera creído que...

Dhamon relegó las palabras de su compañero al fondo de su mente, y se dedicó a escuchar el crepitar de la madera. No tardó en captar el sonido de remos y la voz de Feril. Subió veloz al bote de pesca.

Ya empezaban a aparecer brechas en la niebla cuando Feril y Furia condujeron la barca hacia las tres carracas restantes, que se balanceaban de un lado a otro a sólo media docena de metros de distancia unas de otras. La kalanesti había abandonado su concentración en la niebla, y estaba demasiado cansada manteniéndose a flote para gastar energías haciendo que la niebla volviera a espesarse. Se veían hombres apelotonados en las proas de las tres carracas, con catalejos pegados a los rostros, pero las naves no habían hecho ninguna intención de alzar las velas y acercarse; sin duda los capitanes no querían arriesgarse a que el fuego se extendiera.

—Muy arriesgado —dijo Rig—. Están demasiado cerca unas de otras. ¿Dónde está la otra galera?

—Más al exterior —indicó Feril—. En la entrada del puerto. Cerca de la chalupa pequeña.

—Ése es nuestro objetivo —declaró el marinero—. La otra galera. Haremos lo mismo: dirigir la galera contra una de las carracas, la de la derecha. Quiero la más grande, la situada más a la izquierda, la de tres palos.

—¿Qué tripulación usaremos? —murmuró Feril. Era una pregunta que Ampolla había hecho antes y que el marinero había dejado sin respuesta.

—La Legión de Acero, quizá —respondió él—. No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.

La niebla se había reducido de modo considerable cuando el bote de pesca llegó al extremo más exterior de la galera, y Dhamon y Rig ya no necesitaron que la kalanesti los guiara, pues veían con suficiente claridad por entre la fina niebla. Por suerte, los hombres de cubierta estaban observando el incendio y no los vieron acercarse.

Rig se incorporó procurando no perder el equilibrio, arrojó la cuerda a lo alto, y lanzó una maldición cuando ésta erró el blanco y cayó al agua a su espalda. La enrolló y volvió a probar fortuna.

—No hay nada a lo que engancharla —advirtió Ampolla—. Tendréis que probar en el otro lado.

Rig negó con la cabeza y arrolló la soga a su brazo; luego sacó dos dagas del cinturón y las hundió en el casco de la nave, unos pocos metros por encima de la línea de flotación y entre las aberturas para los remos.