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—¡Los dracs fracasaron!

—¡Se suponía que debían fracasar, idiota! Su única misión era molestar a tus amigos y hacer que se movieran más deprisa... como ganado, Majere. Pero los Caballeros de Takhisis no fracasaron. Los caballeros bloquearon el puerto de Khur. Aguardaban a tu esposa y a los otros. Los caballeros los matarán a todos.

—Atravesaron el bloqueo. —Palin sacudió la cabeza, incrédulo—. ¡Me puse en contacto con ellos! ¡Rompieron tu maldito bloqueo!

—El primer bloqueo, Majere. La Roja quería que lo hicieran. ¿No lo entiendes? Quiere la Corona de las Mareas tanto como la quieres tú. Quiere la antigua magia. Quería que tus amigos la fueran a buscar. Piélago no había conseguido obtenerla para ella. Pero tus amigos, oh, ellos sí tuvieron éxito. Malystryx se sentirá muy satisfecha. ¿Sabes?, hay caballeros negros estacionados por toda la costa ahora, aguardando su regreso. Más Caballeros de Takhisis que los que había en el puerto de Ak-Khurman. Si es que regresan. La Roja pensaba advertir al dragón marino de la presencia de bocados sabrosos alejándose de territorio dimernesti. Puede comunicarse mágicamente con todos los señores supremos, ¿sabes? Tus amigos están muertos. Todos ellos. Y la Corona de las Mareas y el Puño de E'li se encuentran en poder de Malys. —Las manos del Hechicero Oscuro enrojecieron como carbones encendidos y su voz se elevó en un chillido—. Y ahora tú también morirás, Majere.

De las puntas de los dedos del mago surgieron haces de luz, rayos rojos y blancos tan refulgentes e intensos que resquebrajaron la roca por encima de la cabeza de Palin. Sobre la dolorida carne del mago llovieron pedazos de roca, justo cuando éste finalizaba su propio conjuro. Un brillante escudo rojo se formó en su mano. Hecho de llamas y alumbrado por el anillo de Dalamar, reflejaba la luz como un espejo.

Palin alzó el escudo y sintió el impacto cuando los haces de luz y los pedazos de roca cayeron sobre él. El chisporroteo de las llamas lo ensordeció, y rugió tan fuerte como imaginaba que debía de rugir un dragón. El calor generado por ambos hechizos convertía el aire en irrespirable.

—Regresad —musitó, concentrándose en su llameante escudo, en el anillo, en el Hechicero Oscuro—. Regresad.

Un agudo alarido resonó por toda la estancia. Una voz femenina. ¡El Hechicero Oscuro era una mujer! Palin estiró el dolorido cuello para mirar por el borde del escudo, y vio al mago de túnica gris envuelto en los haces de luz que su hechizo defensivo había reflejado.

Su adversaria se revolvía y retorcía; tenía las ropas hechas trizas, y la máscara de plata se había desprendido de su rostro. La cara de la mujer recibió el impacto de pedazos de roca y de la intensa luz, y la hechicera se desplomó bajo el ataque de los rayos de luz, y cayó al suelo de la caverna. Una nube de polvo se alzó en medio del ardiente aire.

Palin soltó el escudo, se apartó tambaleante de la pared y se dejó caer de rodillas a pocos metros de su antigua aliada. El pecho de la hechicera se agitaba levemente, y su rostro estaba cubierto de ampollas y heridas.

—¿Por qué? —musitó Palin arrastrándose hasta ella.

—Aliarse con los dragones es vivir —jadeó ella—. Debo servir a la gran Roja. Ella será..., ella será... —Un hilillo de sangre se deslizó por los agrietados labios de la mujer.

—No —dijo Palin. Se puso en pie y avanzó a trompicones hasta la pared de la cueva, agarró una piedra y regresó junto a la hechicera. Los ojos de ésta relucían rojos, y sus dedos crispados se aferraban a un medallón que llevaba colgado al cuello. El mago levantó la roca por encima de la cabeza de su enemiga y la descargó...

... sobre un espacio vacío.

La Hechicera Oscura había estado realizando un conjuro y se había transportado lejos de allí. Palin cayó de rodillas y se dobló sobre sí mismo, tanto por culpa del dolor que destrozaba su cuerpo como por sentirse traicionado a manos de alguien a quien durante años había considerado un amigo de confianza. Los sollozos resonaron en la estancia, y rezó por Usha.

Una a una las antorchas se apagaron. Palin cerró los ojos. Una imagen del anillo de Dalamar pasó ante sus ojos, refulgiendo débilmente. Entonces, bajo la espalda sintió el frío suelo de losas de piedra. Había regresado a la Torre de Wayreth.

19

Una reunión diabólica

Los últimos rayos de sol de aquel día cayeron sobre la Ventana a las Estrellas, una inmensa meseta de Khur, haciendo que el suelo pareciera de bronce fundido, cálido y precioso. Reflejaba los rostros de los siete enormes dragones que la circundaban, enmarcados por gigantescas rocas erosionadas, blanqueadas como dientes de gigantes, que se alzaban hacia el cielo detrás de ellos.

Los inmensos cuerpos de los reptiles parecían montañas de colores, cada uno en agudo contraste con el de su compañero.

Malystryx se hallaba en el punto cardinal que indicaba el norte, frente a la más angulosa de las piedras. A su espalda se alzaba un megalito: la Ventana a las Estrellas. El aire entre los dos monolitos gemelos se agitaba con una humareda mágica. De vez en cuando resultaba visible un punto de luz, como una estrella lejana, pero enseguida lo ocultaba el turbulento humo.

Un nuevo lugarteniente, una enorme hembra llamada Hollintress, se encontraba a la derecha de Malys. A la izquierda de la señora suprema Roja estaba Khellendros, su consorte, cuyas escamas brillaban violetas y regias a la luz del crepúsculo, la testa sólo ligeramente por debajo de la de ella. Ciclón se encontraba a la sombra de Tormenta, una posición que lo marcaba como sumiso y respetuoso ante el Azul. Malystryx había dejado muy claro que se había concedido un gran honor a Ciclón al permitirle participar en la ceremonia... y un honor aún mayor le aguardaba cuando, esa misma noche, heredara los Eriales del Septentrión y Palanthas.

Los otros lugartenientes, así como unos cuantos Rojos a los que había decidido honrar, esperaban al pie de la meseta con tropas de bárbaros, hobgoblins, goblins, ogros, draconianos y Caballeros de Takhisis.

Gellidus el Blanco soportaba el calor en silencio, colocado justo frente a Malystryx. Sus ojos azul hielo estaban clavados en los de ella, observando cada uno de sus movimientos y estudiando sus expresiones.

Onysablet contemplaba a la Roja con atención, aunque los ojos de la gran Negra no perdían de vista tampoco a los otros señores supremos y calibraban sus estados de ánimo.

Beryllinthranox evitaba encontrarse con la mirada de Malystryx.

Frente a cada dragón había una pila de tesoros, relucientes joyas que en una ocasión habían llenado los cofres de las familias más ricas de Ansalon, objetos mágicos que vibraban llenos de poder, y artilugios obtenidos tras sacrificar valiosos peones.

El principal trofeo de Gellidus descansaba en lo alto de su montón: un escudo de platino en forma de media luna que, según se decía, había salido de las manos de la mismísima Lunitari para ser entregado a un sacerdote que gozaba de su predilección. El borde, que brillaba como estrellas centelleantes, estaba hecho supuestamente de pedazos de la luna de la diosa que habían sido capturados y retenidos dentro del metal.

El regalo de Beryl era un auténtico sacrificio. Incluía un almirez del tamaño de una fuente con su maja, hechos de amatista tallada y con poderes mágicos concedidos, al parecer, por Chislev. La leyenda explicaba que, en una época muy lejana, la diosa había entregado la gema tallada a un irda altruista. Usada de forma adecuada podía crear un remedio para cualquier enfermedad, incluida la vejez. El almirez y la maja descansaban encima de un escudo centelleante: el Escudo de los Reyes Enanos, lo llamaban.

Onysablet sólo había conseguido obtener un objeto con magia arcana, un hermosa espada larga conocida como la Espada de la Gloria Elfa. A ésta, la gran Negra había añadido un considerable número de objetos mágicos de menor importancia. Lo cierto era que había ofrecido todos los objetos mágicos que poseía, junto con artículos hechizados arrebatados a dragones menores de su tenebroso reino. Sabía que, bajo el emblema de una nueva diosa dragón, podría reunir más magia.