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La ofrenda de Khellendros, no obstante, era la más propicia; una que, según dijo, tenía como intención honrar a la reina de su corazón. Dos Medallones de la Fe coronaban la pila, lucidos en el pasado por la famosa sanadora, Goldmoon. Llaves de cristal, capaces de forzar cualquier cerradura, relucían anaranjadas bajo la puesta de sol. El principal trofeo, la Dragonlance, era el situado más cerca del enorme Dragón Azul. Tormenta sobre Krynn había sufrido mucho para llevarla hasta allí, y su zarpa aún seguía enrojecida y desfigurada.

—Cuando el cielo esté oscuro y la luna llena y en lo alto, envuelta en una aureola de nubes de tormenta, ascenderé a la categoría de diosa —empezó Malystryx—. La noche anunciará que una nueva diosa ha nacido en Krynn, la única diosa que conocerá el mundo. Os llevaré a una grandeza que sólo os habéis atrevido a soñar. Y nadie impedirá que nos apoderemos de todo Krynn.

—Malystryx —dijo Gellidus, contemplando con fijeza a Malys. El Blanco inclinó la cabeza.

—La Reina de la Oscuridad —corearon los otros.

—Las estrellas presenciarán mi renacimiento —continuó ella—. Las estrellas serán testigos de una nueva era. ¡La Era de los Dragones! ¡La muerte de los hombres!

En las estribaciones situadas más allá de la meseta, Gilthanas alargó la alabarda.

—Creo que tú puedes empuñar esta arma mucho mejor que yo, Dhamon.

Rig frunció el entrecejo. El marinero abrió la boca para decir algo, pero se detuvo cuando vio que Dhamon negaba con la cabeza.

—Preferiría no tener nada que ver con esa arma —respondió el caballero. Palmeó la larga espada que pendía de su costado—. Me contentaré con ésta.

—Yo también prefiero una espada —añadió Gilthanas.

El marinero aceptó inmediatamente la alabarda. Un alfanje pendía ya de su costado izquierdo, y al menos una docena de dagas resultaban visibles sobresaliendo de las fundas de piel que entrecruzaban su pecho. Unas cuantas empuñaduras más emergían por encima de las negras botas.

—Preferiría usar la Dragonlance de Sturm —dijo, mirando a Dhamon—. Desgraciadamente, descansa junto al Yunque. --En voz baja, añadió:— Y pienso recuperar esa lanza, si conseguimos sobrevivir a esta experiencia.

—Las hondas no sirven contra los dragones —manifestó Ampolla, al tiempo que tomaba un par de las dagas de Rig—. Pero no creo que estas armas sirvan de mucho tampoco.

Fiona, Groller, Veylona y Usha sostenían espadas y escudos. Todas las armas las había facilitado Palin, que las había tomado prestadas del tesoro mágico de la Torre de Wayreth. Existía magia residual en todas las hojas, aunque no tanta como la que emanaba de la alabarda. No obstante, tal vez podrían atravesar el grueso pellejo de un dragón.

El hechicero estaba cubierto de cicatrices de los pies a la cabeza, sin pelo, y con un aspecto mucho más envejecido del que correspondía a sus algo más de cincuenta años. Pero sus ojos brillaban decididos, y el anillo de Dalamar centelleaba en su dedo. Había tenido la intención de enviar a Usha de vuelta a la torre, pues sabía que éste no era lugar para alguien sin preparación para el combate e incapaz de lanzar conjuros. Pero, tras mirar sus dorados ojos y contemplar la firme mandíbula —y tras explicar lo sucedido en el Reposo de Ariakan—, supo que no podría alejarla de allí. Vivirían o morirían juntos en este día. Ella se había enfrentado a Caos en el Abismo, y ¿cómo podía no ser parte ahora de esta batalla que tendría un papel tan esencial en la configuración de lo que iba ser el futuro de Krynn?

Palin sólo deseaba que Ulin se hubiera unido a ellos. No había tenido contacto con su hijo desde el día en que éste abandonó la torre con el Dragón Dorado. Sin embargo, sabía que un ejército de Dragones del Bien se encaminaba hacia allí y cubriría pronto el cielo, Caballeros de Solamnia sobre Plateados sin duda alguna. Tal vez Ulin estaría entre ellos.

Feril llevaba puesta la Corona de las Mareas, tras decir a Palin que no necesitaba ninguna otra arma. La había usado para hundir varias naves de los Caballeros de Takhisis que intentaban impedir que desembarcaran cerca de Port Balifor, y seguiría utilizándola para aumentar el poder de sus conjuros.

Jaspe sostenía el Puño de E'li. Nadie le había discutido al enano el derecho a empuñarlo.

Silvara y Gilthanas habían facilitado información sobre los dragones reunidos, y sobre los ejércitos acampados alrededor de la base de la meseta. Silvara les aseguró que había muchos Dragones del Bien en camino, criaturas a las que ella conocía personalmente que ofrecerían sus vidas para impedir que Takhisis regresara a Krynn.

—Esto es un suicidio —murmuró Gilthanas a Palin, llevándose al hechicero aparte—. Sólo los ejércitos reunidos aquí son demasiados para que podamos ocuparnos de ellos, y eso sin contar cinco señores supremos dragones y dos lugartenientes... y con Takhisis de camino. Es un suicidio, amigo mío.

Palin asintió y señaló en dirección a los otros. Su mirada se cruzó con la de su esposa.

—Ellos también lo saben —repuso—. Pero no intentarlo...

—... significa entregar voluntariamente Krynn a los dragones. Lo sé. Y eso también sería un suicidio —continuó el elfo—. Silvara y yo aguardaremos hasta que el sol se haya puesto y luego alzaremos el vuelo. Esperaremos a que alcancéis la meseta.

—Y si no lo conseguimos...

Gilthanas acarició la empuñadura de su espada.

—Entonces Silvara y yo iniciaremos la batalla. —En voz mucho más baja, añadió:— Y nos reuniremos con el espíritu de Goldmoon mucho antes de lo que habíamos planeado. —Hechicero y elfo se estrecharon la mano. Minutos después, Silvara y Gilthanas habían desaparecido.

El pequeño grupo inició el recorrido de un sendero que atravesaba las estribaciones y conducía a la meseta situada en lo alto de la montaña. Ampolla empezó a mostrarse nerviosa a medida que se acercaban al lugar.

—Los Caballeros de Takhisis —masculló—. Un mar de color negro. Me provocan comezón en los dedos. Aún no veo goblins, ni hobgoblins, ni ogros o draconianos como los que descubrieron Silvara y Gilthanas cuando exploraban. ¿Y quién sabe qué otra cosa hay también ahí? ¿Cómo vamos a pasar junto a ellos? ¿Andando?

—Desde luego —replicó Palin. Su pulgar jugueteó con el anillo de Dalamar.

En cuestión de segundos, todos ellos adoptaron el aspecto de Caballeros de Takhisis. Todos altos y humanos, incluso Furia; aunque este caballero en concreto no podía evitar andar un poco raro y olfatear el aire, iba cubierto también con una armadura negra. La única forma de conocer quién era quién estaba en el color de los cabellos que sobresalían de debajo de los yelmos.

—Esto me pone la carne de gallina —dijo Rig a Fiona, mientras bajaba la mirada hacia el emblema de la calavera de su peto negro. Recorrió con los dedos el dibujo, y ladeó la cabeza en dirección a Palin. No había notado el contacto con el metal, sino la suave piel de su pecho y las dagas sujetas a éste.

—Es un camuflaje —dijo el hechicero a modo de explicación—. Uno muy complicado, que será mejor que recemos para que esos ejércitos no puedan penetrar.

—¡Vaya! —chilló Ampolla, que estaba admirando su reluciente armadura y guanteletes—. ¡Tengo un aspecto fantástico! —Pero inmediatamente frunció el entrecejo. El hechizo desde luego le daba un aire imponente, pero su voz sonaba igual.

—El disfraz es sólo para cubrir las apariencias —explicó Palin—. Ten cuidado de no hablar. Eso nos delataría.

Ampolla asintió. El caballero de cabellos rojos gruñó por lo bajo y dejó de escarbar el suelo.

Dhamon encabezó la marcha a través del primer campamento. Varias docenas de caballeros estaban estacionados en el perímetro exterior, pero ninguno prestó atención al enmascarado grupo, pues se hallaban ocupados en el banquete que se preparaba. Varios cerdos de gran tamaño se estaban asando ensartados en espetones, y bárbaros procedentes de algunos de los poblados cercanos de Khur se dedicaban a repartir pan y queso.