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—Yo sí —ofreció Jaspe. Los dedos de su mano derecha estaban fuertemente cerrados alrededor del Puño—. Esto puede influir sobre los otros, puede reforzar su valor —murmuró al tiempo que se concentraba—. Si no aumenta nuestro valor deprisa, creo que unos cuantos de nosotros echaremos a correr montaña abajo dentro de nada.

El enano cerró los ojos.

—Goldmoon, tengo fe —dijo en tono quedo—. ¿Tengo la fuerza para...? —Su mente se fundió con la energía que recorría el mango del cetro—. Demos gracias a los dioses ausentes.

Del otro lado de la mesetas el viento empezó a soplar. Ardiente como un horno, estaba impregnado de un aroma a azufre. Los relámpagos centelleaban sin cesar, iluminando a los dragones que describían círculos en el cielo.

Jaspe abrió los ojos y estudió a Dhamon, Rig y Fiona cuando éstos se acercaron. Las expresiones de sus rostros le indicaron que ya no tenían miedo. Veylona se movió en silencio a su espalda.

—Muy seco —dijo, con voz débil—. Piel duele. Mis ojos arden. Muy lejos del hogar marino. —La dimernesti levantó la vista al cielo y parpadeó con cada relámpago. La pálida nariz azul se estremeció, y sus labios se crisparon en una mueca. Se preparaba una tormenta, pero sabía que no habría lluvia purificadora, sólo este calor seco e incómodo—. Pensé que había una posibilidad —continuó—. Cuando Piélago murió, pensé que más dragones podían morir. —Tenía las pupilas dilatadas, y cerró la mano con fuerza sobre el pomo de la espada que Palin le había dado; los nudillos estaban tan pálidos que parecían de una blancura cadavérica.

—Siempre existe una posibilidad —dijo Usha—. Hay...

De improviso el viento gimoteó con fuerza, y los truenos sacudieron el suelo. Palin y sus compañeros se tambalearon, y tuvieron que luchar para no verse arrojados por la ladera de la montaña.

Malystryx se movía despacio y majestuosamente. Los ojos de todos los dragones estaban fijos en ella, las testas de todos ellos inclinadas en señal de respeto.

—¿Qué sucede? —susurró Jaspe mientras intentaba echar una ojeada por entre las rocas que tenía delante.

—Algo —respondió Ampolla—. Creo que la Roja va a invocar a Takhisis.

Palin frunció los labios y contempló a los dragones, intentando localizar al más débil. Quería lanzar un ataque pero comprendió que quizá tendrían que luchar con todos los dragones a la vez si se mostraban ahora. «Gilthanas tiene razón —se dijo interiormente—, esto es un suicidio. Ni siquiera tenemos la fuerza para derrotar a uno de ellos.» En voz alta susurró:

—No sé lo que está haciendo Malys. Pero creo que se acerca el momento de actuar. Deberíamos...

Khellendros lanzó un rayo que cayó sobre la lisa superficie de la meseta y lanzó por los aires pedazos de roca que acribillaron inofensivos los gruesos pellejos de los señores supremos. Cuando el olor a azufre y el polvo se disiparon, los apostados descubrieron que el rayo había sido dirigido a las proximidades de un altar de roca que se alzaba solitario en medio de aquel enorme lugar.

—Los tesoros mágicos —indicó Malys; la voz inhumana, más potente que el tamborileo de los truenos, se escuchó con claridad por encima del aullido del viento—. Colocadlos aquí.

Uno a uno, los dragones obedecieron. Sus enormes zarpas recogieron con suavidad las antiguas reliquias y las depositaron con cuidado sobre el altar y alrededor de su base, sin percatarse de la presencia de los que los observaban.

—¿Cuándo? —La voz de Ampolla sonaba frágil—. ¿Cuándo vamos...?, ya sabes... —Rozó con los dedos las empuñaduras de los cuchillos—. ¿Cuándo...?

—¡Todo! —chilló Malys. Su voz estremeció la montaña, y las formaciones de rocas temblaron. Echando hacia atrás la testa, abrió la boca y proyectó un chorro de fuego hacia el firmamento. Entonces sus ojos se abrieron de par en par, al divisar a los Dragones Plateados y Dorados que descendían, tan altos en el cielo que parecían estrellas que cayeran sobre la tierra. Los Dragones Negros, Verdes y Azules que habían estado describiendo círculos en el aire fueron a su encuentro—. ¡Todo! ¡Ahora!

A excepción de Khellendros, los señores supremos actuaron con rapidez. La zarpa del Azul se desplazó despacio hasta su montón de tesoros y empujó las llaves de cristal, el Medallón de la Fe.

¿Un único medallón?

—¡Fisura! —el Azul escupió la palabra en un tono tan apagado que Malys no la oyó. Miró a su espalda y vio una pequeña sombra gris. Había mantenido en secreto la presencia del huldre, al que había llevado consigo con la intención de usarlo para abrir el Portal cuando llegara el momento propicio—. ¡El otro medallón, duende!

El hombrecillo gris se encogió de hombros.

—Devuélvelo —siseó el dragón.

—No lo tengo. —El huldre sostuvo la severa mirada de Khellendros, y su terso rostro se mantuvo impasible.

Khellendros lanzó un rugido, paseando la mirada por el redondel. Aproximó más las llaves al altar, y también el solitario medallón, manteniendo la lanza en el extremo del círculo de tesoros, cerca de su garra herida. Sus ojos no perdieron de vista a Malys ni un momento.

—¡Este mundo ha estado demasiado tiempo sin una diosa dragón! —exclamó Malystryx. La enorme Roja se alzó sobre los cuartos traseros y extendió el cuello hacia los cielos—. Llevamos demasiado tiempo sin que exista un poder incontestable, sin una voz poderosa que marque el rumbo de Ansalon. Ahora una se ha alzado. ¡Soy yo, y yo lo soy todo!

—¡Malystryx! —tronó Gellidus. El aire rieló blanco a su alrededor, cuando cristales de hielo brotaron de entre sus afilados dientes y se fundieron al instante en la ardiente atmósfera.

—¡La nueva Reina de la Oscuridad! —chillaron Beryl y Onysablet prácticamente al unísono. De las mandíbulas de la Negra surgieron hilillos de ácido que chisporroteaban y estallaban y fundían monedas y joyas del altar.

—¡La Reina de la Oscuridad! —se inició un cántico por parte del resto de los dragones, que fue recogido casi como un susurro por los dragones que aguardaban al pie de la meseta. Apagadas, casi imperceptibles, las voces humanas se unieron a ellos.

Columnas de vapor ascendieron en espiral desde los cavernosos ollares de la Roja, y las llamas le lamieron los dientes. Los zarcillos de fuego parecieron adquirir vida propia. Parecían dragones Rojos en miniatura que brotaran de sus inmensas y horribles fauces.

Palin Majere palideció. En alguna parte, entre las danzarinas llamas, sus doloridos ojos creyeron distinguir de nuevo por un instante el rostro plateado del Hechicero Oscuro, que lo había traicionado.

—¿Qué sucede? —preguntó Ampolla, su vocecilla ahogada casi en el tumulto del cielo y la montaña.

—Es un conjuro —respondió Palin. Su voz temblaba—. No está invocando a Takhisis. ¡Cree que ella es Takhisis!

—Pero yo siempre pensé que Takhisis era hermosa —comentó la kender—. Me da la impresión de que a Malys le falta un tornillo. Me da la impresión de que...

Palin la acalló con un gesto.

—¡Ahora! —instó a sus amigos—. ¡Debemos actuar ahora! ¡No podemos esperar a Gilthanas y a Silvara! ¡Los Dragones Plateados y Dorados están demasiado lejos y tienen que enfrentarse a los Dragones del Mal de ahí arriba! —El hechicero se puso en pie y señaló a Gellidus, extrajo poder del anillo de Dalamar e invocó a su propio fuego. Refulgentes llamaradas rojas surgieron de las manos de Palin en dirección al señor supremo Blanco.

Abandonado el hechizo que los mantenía camuflados, sus disfraces de Caballeros de Takhisis se desvanecieron como agua, y aparecieron bajo su auténtica apariencia.

—¡Ahora! —gritó Palin.

El cántico de Gellidus estalló en un alarido cuando algunas escamas heladas se deshicieron bajo la ráfaga de fuego de Palin, incrementada artificialmente.