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Rig y Fiona se precipitaron al frente, manteniéndose bajo la ardiente llamarada del hechicero para cargar contra Escarcha. La joven Dama de Solamnia había insistido en atacar a este dragón en concreto, que tenía sometido a Ergoth del Sur bajo su gélido dominio y aterrorizaba a las gentes que su orden de caballería había jurado proteger. Y Rig se había ofrecido a ayudarla.

Ampolla y Jaspe se dirigieron hacia Onysablet, la gran Negra, con Veylona pegada a ellos.

Groller cargó contra Beryl. «Por mi esposa —se dijo—, y también por mi hija. Por la gente de mi pueblo». Beryl no había sido la responsable; había sido un dragón más pequeño, lo sabía. Pero de todas formas ella también era Verde, y el semiogro contaba con la ayuda de Furia, que corría a su lado.

Usha hizo intención de avanzar, pero Palin dejó caer la mano derecha sobre su hombro.

—No intentes protegerme —le dijo ella. Su larga espada centelleaba.

—No lo haré —contestó con voz débil—. Te necesito a ti para protegerme a mí.

Ella comprendió al instante. Él era la mayor amenaza para los dragones y se convertiría en su principal objetivo.

—Con mi vida —le respondió; alzó el escudo y la espada, y aguardó.

Dhamon se precipitaba hacia el centro de la meseta, directamente hacia la enorme señora suprema Roja. Feril no sabía por cuál decidirse. Contemplaba a Gellidus, el dragón que había destrozado su tierra natal. Quería luchar contra él con cada una de las fibras de su ser; pero su corazón se oponía... Dhamon se acercaba a Malys, solo. Un instante después Feril se encontraba tras Dhamon, concentrándose en la Corona de las Mareas e invocando a toda la poca humedad que pudiera permanecer en el aire.

—¡Malystryx! —tronó Dhamon—. ¡Me convertiste en un asesino! ¡Me obligaste a matar a Goldmoon! ¡Me robaste la vida, maldita seas!

La inmensa señora suprema Roja bajó los ojos y descubrió la presencia del detestado humano, el humano inferior que la había desafiado, se había liberado de su control y se había quedado con la alabarda. Unos instantes antes habría interrumpido cualquier cosa para matarlo; pero momentos antes ella era simplemente un dragón. Ahora era una diosa, un ser por encima de la insignificancia de tal venganza.

Malys continuó con su conjuro; sólo vagamente registró el sonido de pies humanos que trepaban por el montón de tesoros, y sintió de un modo tenue el cosquilleo de una espada que golpeaba las gruesas placas de su vientre. Dhamon Fierolobo no podía hacerle daño. Tal vez lo eliminaría cuando hubiera terminado, como advertencia a los hombres que osaran desafiar a la raza de los dragones.

La kalanesti contempló cómo Dhamon atacaba a Malys una y otra vez; la espada repicaba inútilmente contra las relucientes escamas rojas, como si cada uno de sus golpes fuera interceptado por un grueso escudo de metal. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de la elfa mientras lo observaba, comprendiendo ahora hasta qué punto había sido responsable el dragón de sus atroces acciones.

—¿Cómo pude culparte de la muerte de Goldmoon? —murmuró.

La Corona de las Mareas lanzó un zumbido, recogió sus lágrimas y empezó a multiplicarlas en forma de río.

Por encima de sus cabezas, los Dragones Negros, Verdes y Azules acortaron la distancia que los separaba de un enjambre de relucientes Plateados que transportaban Caballeros de Solamnia. Encabezaban la formación Dragones Dorados que eran también los más numerosos; pero entre ellos también había Dragones de Cobre, Latón y Bronce.

Gilthanas, que montaba a Silvara empuñando una larga espada, localizó un relámpago que zigzagueaba en dirección a las montañas; su mente lo atrapó y lo hizo girar en el aire para lanzarlo contra el Dragón Negro que lideraba al enemigo. El Negro aulló y batió alas con desesperación para mantenerse en el aire, mientras una lluvia de escamas y sangre caía sobre la meseta.

La docena de Plateados que seguían a Silvara se lanzaron como un rayo a la batalla. Ella había convocado a más, pero éstos eran los primeros que habían llegado hasta el Portal de la Ventana a las Estrellas, tal vez los únicos que podrían hacerlo a tiempo. Silvara sabía que no serían suficientes, pero era seguro que se sacrificarían con tal de impedir que estos dragones repugnantes se unieran a los señores supremos del suelo e interfirieran en el intento de Palin de detener a Takhisis. Ella y Gilthanas también se sacrificarían de buen grado, si era necesario. Justo detrás de ella volaban Terror y Esplendor, dragones de Bronce y Latón que no deseaban vivir otra vez bajo la Reina de la Oscuridad. También ellos darían sus vidas por esta causa justa.

—¿Un hombre? —Sobre la meseta, Beryl, la señora suprema Verde, interrumpió su cántico y descubrió al semiogro que arremetía contra ella. Aspiró con fuerza y bajó la cabeza; abrió luego las fauces y lanzó una nube de gas cáustico que se dirigió hacia el hombre y el lobo de pelaje rojo. Ambos se aplastaron contra el suelo cuando la nube pasó sobre sus cabezas.

Groller gimió. El líquido le quemaba ojos y pulmones, provocaba un fuerte escozor en su piel y confundía sus sentidos. Furia lo golpeó en el costado. El pelaje del animal estaba cubierto con aquel líquido, pero ello no parecía afectarlo. Impelido por el lobo, Groller siguió avanzando hacia el dragón.

Beryl los olió en cuanto estuvieron más cerca. Notó cómo la espada del hombre la golpeaba y sintió los mordiscos del lobo en sus garras. No podían hacerle daño; no eran dignos de su atención.

Así pues, la Verde se dedicó a observar a Malys, y vio que la Roja relucía. ¡Algo estaba pasando! ¡La ceremonia funcionaba! El cántico de Beryl surgió más sonoro y veloz.

—¡Malystryx, mi reina! —aulló Gellidus el Blanco.

Las llamas de Palin habían fundido algunas escamas del cuerpo del dragón. Y ahora una mujer de cabellos llameantes y un hombre de piel oscura, Fiona y Rig, atacaban al Dragón Blanco. La espada de la mujer consiguió herirlo, al dirigir sus ataques a las zonas donde las llamas habían derretido las escamas. Entretanto, el marinero se ocupaba del costado del blanco reptil, la alabarda ligera entre sus manos. Balanceó el arma y contempló sorprendido cómo se abría paso a través de las escamas de la criatura y dejaba una roja herida.

—¡Malystryx! —volvió a llamar el dragón. El hombre le hacía daño. ¡Un humano le provocaba dolor! El Blanco volvió la cabeza, y los ojos azul hielo se clavaron en Rig.

Escarcha aspiró con fuerza, introduciendo el odioso aire caliente en sus pulmones, para expulsarlo acto seguido y proyectar una violenta ráfaga helada, una tormenta invernal.

Fiona estaba familiarizada con las tácticas de su adversario, de modo que arremetió contra el marinero y lo derribó fuera del alcance de la principal andanada de afiladas agujas de hielo.

Rig apretó los dientes y notó cómo las piernas tiritaban bajo el intenso frío. Cayó al suelo, húmedo ahora por los trozos de hielo fundido. Brazos y pecho sangraban a causa de las innumerables heridas producidas por los cristales de hielo afilados como cuchillas, y comprendió que éstos lo habrían matado si Fiona no lo hubiera tirado al suelo.

Sus manos permanecieron firmemente cerradas alrededor del mango de la alabarda, y sin saber cómo encontró las fuerzas para incorporarse y volver a blandir el arma.

—¡Rig! —llamó Fiona. Se incorporó con dificultad, y observó que su compañero estaba malherido. También ella tiritaba—. ¡Acércate más, donde su aliento no pueda alcanzarte! ¡Deprisa!

El marinero obedeció, apretándose contra la parte inferior del vientre de Gellidus. Asestó un golpe con la alabarda a las gruesas placas que protegían a la criatura.

Fiona acuchilló la herida abierta del dragón, moviendo el brazo con rapidez cuando escuchó cómo el monstruo volvía a tomar aire. Se aplastó contra el costado del Blanco y sintió una intensa oleada de frío en la espalda. Apenas si se encontraba fuera del alcance de los helados proyectiles.