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La enorme hembra Negra hizo una mueca, y más ácido goteó desde sus labios azabachados. Por el rabillo del ojo vio cómo el hombre de la alabarda se aproximaba, y percibió la magia del arma que empuñaba, sabiendo que había herido a Gellidus. Onysablet lanzó un trallazo con un ala, que cogió desprevenido al hombre de piel oscura y lo lanzó lejos de ella y casi en la trayectoria de un rayo disparado por el Dragón Azul ciego.

Rig se sintió volar y por un instante temió verse arrojado contra Palin y Usha. Un rayo atravesó el aire cerca de él y puso fin a sus meditaciones al asestarle una ardiente sacudida por todo el cuerpo. Observó cómo una serie de relámpagos en miniatura danzaban sobre la hoja de la alabarda, pero se negó a soltar el arma, y una sensación de mareo lo embargó.

«¡No puedo desmayarme! —pensó—. ¡He de permanecer consciente!» Cayó pesadamente al suelo, sintiendo que le faltaba el aire, y las tinieblas se apoderaron de él.

—¡Monstruo! —repitió Jaspe. A poco de cargar contra Onysablet, el enano se había dado cuenta de que ésta era mucho más formidable que Piélago, el dragón marino que había ayudado a matar—. ¡Dragón hediondo! —De algún modo un poco del ácido se había colado en su boca. Tragó saliva, y le pareció como si tuviera la garganta en llamas.

La Negra deslizó una zarpa hacia arriba y luego la bajó, en un intento de acuchillar al diminuto enano, de partirlo en dos para así poder dedicar toda su atención a la ceremonia de la señora suprema Roja. Pero el enano se hizo rápidamente a un lado, y sólo consiguió alcanzarlo en un costado.

Jaspe aulló y notó cómo su brazo quedaba inerte. El dolor se fue tornando insoportable, a medida que el ácido le corroía la carne.

—Tengo fe —dijo apretando los dientes—. ¡Tengo fe!

Buscó a su alrededor la presencia del espíritu de Goldmoon. Estaba allí, más fuerte que antes, tranquilizador y reconfortante.

—¡Fe! —El enano se acercó más, intentando encontrar las fuerzas necesarias para permanecer en pie y alzar el cetro con el brazo derecho, que todavía funcionaba—. ¡Muere, dragón! —escupió—. ¡Muere! —Pero el brazo le ardía por culpa del ácido.

—Tu fe es fuerte —murmuró Goldmoon—. Confía en tu fe, amigo mío.

El aire relució junto al enano, y de improviso allí estaba la imagen espectral de la sacerdotisa. El Medallón de la Fe brillaba alrededor de su cuello, y su fulgor fue en aumento a la vez que su figura adquiría cuerpo.

—Goldmoon —Jaspe apenas consiguió articular la palabra.

Ella asintió y lo rozó al pasar junto a él, la carne cálida y sólida. No era un fantasma. Ya no. Iba vestida con polainas de cuero y una túnica y llevaba los cabellos salpicados de cuentas y plumas. Estaba tal y como su tío Flint la había descrito: joven y llena de fuego, con el mismo aspecto que tenía durante la Guerra de la Lanza.

—Estoy aquí, Jaspe —dijo con suavidad y un dejo de tristeza en la voz—. Estoy realmente viva. No era mi hora de morir. Riverwind me convenció para que regresara.

«¿Cómo? —quiso preguntarle—. ¿Cómo es posible que estés aquí? ¿Los dioses? ¿Tuvieron ellos algo que ver en esto? ¿Acaso no se han ido por completo? Vi cómo Dhamon Fierolobo te mataba. Intenté salvarte, pero no tuve la fe necesaria para sustentarte y mantenerte con vida. Te fallé. Perdóname.»

Ella sonrió, como si hubiera escuchado sus pensamientos.

—No hay nada que perdonar, amigo mío —dijo—. Confía en tu fe, Jaspe. Usa tu fe.

Confió en su fe. Vio su chispa interior y de algún modo encontró fuerzas para levantar el cetro. Lo alzó por encima de su cabeza y detrás de él al tiempo que Goldmoon corría al frente con una gruesa barra.

—¡Goldmoon está viva! —chilló Jaspe mientras descargaba el cetro contra la pata del Dragón Negro—. ¡Goldmoon está viva! —Prácticamente rebosaba alegría en tanto que el dragón rugía. Negras escamas cayeron sobre el enano y sangre negra le bañó la cabeza, pero él apartó a un lado el dolor y pensó sólo en la felicidad que sentía. ¡Goldmoon estaba viva!

Volvió a echar el Puño de E'li hacia atrás, pensando ahora únicamente en la muerte del reptil, y lo abatió con más fuerza.

—¡Mi fe me protegerá!

La bestia volvió a rugir, atacando con la otra zarpa. En esta ocasión su blanco no era el enano, sino la mujer de cabellos dorados y plateados que también lo había golpeado. La bondad de la mujer enfermaba a Onysablet; era una pureza que amenazaba la perfecta hediondez y corrupción de la hembra Negra.

La garra apenas si rozó a Goldmoon; sólo una uña consiguió desgarrar un trozo de túnica. Onysablet aulló de nuevo, creyendo segura la victoria. El Dragón Negro dedicó toda su atención a la sacerdotisa. El enano iría después. Un zarpazo más, y la mujer llena de bondad habría desaparecido.

A su espalda, la ceremonia en el centro de la meseta proseguía. Sable percibía la energía que latía en los objetos mágicos, percibía la electricidad del aire. Su negro corazón tamborileaba al compás de los truenos que Khellendros invocaba sobre sus cabezas. No tardaría ni un segundo en matar a esta mujer, y luego la seguiría el enano. Hecho esto, contemplaría cómo Malystryx renacía como diosa dragón.

Khellendros se aproximó más a los tesoros, y su garra se cerró alrededor de la ardiente lanza que en una ocasión había empuñado Huma.

Malystryx acababa de recibir un segundo chorro de agua de la corona que llevaba la kalanesti, que la había empujado un poco más lejos de los objetos mágicos. El Dragón Rojo no había resultado herido; simplemente le habían hecho perder un poco el equilibrio. La Roja arrojó otra bocanada de fuego contra Feril. Esta vez la elfa la esquivó por sí misma y continuó combatiendo junto a Dhamon Fierolobo, el humano que había sido el peón más prometedor de Malystryx. El único que había osado desafiarla.

La hembra Roja emitió un rugido, y las llamas envolvieron su cabeza.

—Dhamon Fierolobo —siseó con su profunda voz inhumana, mientras se inclinaba hacia él—, pensaba matarte en cuanto me convirtiera en diosa, para castigarte por tu estúpida insolencia. Pero lo haré ahora, y así te arrebataré la gloria de verme ascender a los cielos. Te destruiré a ti y a la maldita elfa.

Malys se adelantó y extendió la cabeza al frente, los malévolos ojos entrecerrados y convertidos en refulgentes rendijas.

Detrás de ella, las zarpas de Khellendros rozaron el montón de tesoros. Se encontraba ahora en el lugar en el que había estado Malystryx. El señor supremo Azul miró al cielo, donde diminutas figuras —negras, verdes, azules, plateadas, doradas y otras más— descendían y ascendían a gran velocidad. Sus agudos ojos separaron las figuras, vieron las explosiones de mercurio que apedreaban a los Verdes, y contemplaron cómo nubes de ácido caían sobre el Dragón Dorado que iba a la cabeza. El Dorado tenía un jinete, como sucedía con muchos de los Plateados. Y aquel elemento humano convertía a ambas clases de dragones en más curiosos, más amenazadores.

Tres de los Negros atacaban a la Plateada que llevaba al elfo sobre el lomo. Khellendros observó mientras los tres dragones proyectaban chorros de ácido, pero el Dragón Plateado se escabulló en el último instante, salvándose a sí misma y a su jinete.

Tal y como Khellendros deseaba haber podido salvar la vida a Kitiara tantos años atrás.

—¡Ah, Kitiara! —musitó—. Mi reina. El cuerpo de Malystryx no es lo bastante bueno para ti. Está contaminado. Escogeré otro.

Fisura se apretaba contra la pata de Tormenta, oculto en su sombra, aumentando la esencia mágica, y pensando en El Gríseo.

—¡Khellendros! —chilló Malystryx con voz aguda. Al echar un vistazo por encima del hombro había descubierto al Azul en su lugar—. ¡Aparta! ¡La ceremonia es mía! ¡Apártate de mi tesoro!