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Tormenta sobre Krynn vio cómo la Roja se volvía un poco más hacia él con una expresión furiosa pintada en la inmensa cara roja, mientras proyectaba llamaradas para quemarlo. Pero el fuego sólo ardía débilmente ahora y era menos doloroso que la lanza que empuñaba. La energía mágica que penetraba en su interior procedente del tesoro que tenía bajo las garras, y la fuerza que le concedían los rayos que descendían de las nubes y recorrían sus escamas, lo mantenían a salvo, lo hacían más poderoso.

Khellendros contempló cómo Ciclón y Hollintress avanzaban hacia Palin Majere y la mujer de cabellos plateados y ojos dorados.

Vio cómo Beryl, la señora suprema Verde, lanzaba una garra contra un enorme semiogro, y cómo un lobo de pelaje rojizo corría a colocarse ante las zarpas de la Verde y salvaba al hombretón... como él deseaba haber podido salvar a Kitiara. Cuando la zarpa de Beryl tocó al animal, éste pareció estallar en una explosión de energía, sin dejar otra cosa que un semiogro aturdido y a un Dragón Verde enojado y con una garra dolorida. Khellendros intuyó que el lobo, o lo que realmente fuera, seguía por allí todavía, recuperando su forma.

Luego Tormenta observó cómo Goldmoon, una mujer a la que reconoció como la señora de la Ciudadela de la Luz, esquivaba por muy poco las fauces de Onysablet. Gotas de ácido cayeron sobre su túnica de piel de ciervo, chisporroteando y estallando como lo había hecho la piel del enano minutos antes.

—¡Goldmoon! —chillaba el enano—. ¡Sal de ahí!

—¡Mi fe me protegerá! —le contestó ella. Había una profunda tristeza en su voz y sus ojos. Los dedos temblaron cuando alzó el bastón para golpear la garra de Onysablet que descendía sobre ella—. Mi fe. —Sollozaba sin disimulos, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas y corrían por su cuello mojando el Medallón de la Fe que colgaba de él.

¡El Medallón! Tormenta comprendió entonces que había sido Goldmoon, no Fisura, quien había cogido el Medallón de su montón de tesoros. Había regresado de la muerte para reclamar su preciada posesión. Había regresado de la muerte, igual que haría Kitiara.

—¡Mi fe! —exclamó la sacerdotisa, exultante.

La zarpa de Onysablet rebotó inofensiva lejos de la sacerdotisa, rechazada por su sencillo bastón de madera. Pero una segunda zarpa atacaba ya, con unas uñas afiladas y relucientes como cuchillas. Garras dirigidas al corazón de Goldmoon.

Tormenta sobre Krynn escuchó la advertencia del enano y vio que éste blandía el cetro mágico para desviar el ataque de la Negra.

El Dragón Azul contempló cómo el enano reunía toda su energía y saltaba para interponerse entre Goldmoon y la garra, al tiempo que descargaba con fuerza su propia arma contra ella.

La garra atravesó el corazón del enano en lugar del de la mujer.

Pero del Puño de E'li brotó una luz deslumbrante que chamuscó a Onysablet y la arrojó en medio de la trayectoria de una serie de bien dirigidos golpes por parte del hombre de la alabarda y de una mujer de cabellos rojos. Delante de ellos había una kender, que también asestaba una lluvia de cuchilladas al dragón. Khellendros sabía que no conseguirían matar a Onysablet; pero podían mantener ocupado al dragón durante un buen rato.

Con el rostro bañado en lágrimas, Goldmoon se arrodilló junto al enano caído.

—Mi fe —murmuró—. Eras tú quien debía morir, Jaspe, en la isla de Schallsea. No yo. Tú tenías que morir ese día, mi querido, mi valioso amigo. Yo tengo alumnos a los que enseñar. Y si bien yo, sola, no puedo hacer nada contra los dragones, el conjunto de todos mis alumnos... y de otros que vendrán a mí en el futuro... sí puede hacer algo. Por eso yo tenía que regresar.

No muy lejos, Khellendros observó cómo Dhamon Fierolobo avanzaba hacia Malystryx; el hombre de cabellos negros estaba totalmente concentrado en la Roja, al igual que la elfa que marchaba a su lado. Ella usaba de nuevo la magia de la corona de coral, y un chorro de agua brotó de la diadema por tercera vez y golpeó a la Roja en el momento en que ésta abría la boca; el fuego que salía de sus fauces se transformó en vapor, pero aquello no hizo ningún daño a la gran señora suprema. Tormenta sabía que ni Dhamon ni la elfa poseían el poder para hacerlo. Ni tampoco el ataque la disuadía; en lugar de ello sólo conseguía encolerizarla más. Dhamon y la elfa no eran más que mosquitos para Malystryx. A menos que...

—¡Khellendros! —rugió Malystryx—. ¡Apártate del tesoro! ¡La ceremonia es mía! ¡Mía!

Tormenta sobre Krynn dedicó una última mirada a la tumultuosa escena que tenía lugar ante él; y entonces el Dragón Azul distinguió, sentada con tranquilidad en un pico lejano, la forma oscura de otro reptil. No era negro; más bien parecía envuelto en sombras. Mientras lo observaba, Khellendros sintió, por un brevísimo instante, un atisbo de duda, como si tuviera ante sus ojos un poder inmenso y terrible, oculto bajo una máscara fría e inescrutable.

—Kitiara —repitió Tormenta para sí.

El instante de debilidad desapareció, y el camino que debía seguir apareció claramente ante él. Situado justo detrás del altar ahora, Khellendros sintió cómo la tierra temblaba bajo el montón de objetos mágicos, cómo la energía fluía al interior de sus garras, ascendía por sus patas, penetraba en su vientre y le recorría el lomo. Echó la testa hacia atrás y disparó un grueso rayo hacia el cielo; innumerables rayos diminutos descendieron veloces para acariciarlo, para aumentar su poder. La ceremonia producía en su cuerpo los mágicos resultados esperados.

—¡No! —bramó Malystryx—. ¡Soy yo quien debe ascender! ¡Yo soy la escogida!

La hermosa visión que había dominado la mente de la señora suprema Roja se hizo añicos, como un cristal destrozado. El mundo a su alrededor se descompuso en fuego, hielo y vapor. Malys notó que su mente se desangraba y revoloteaba por la meseta en una serie infinita de sombras; no obstante, una parte siguió dentro del dragón y lanzó una mirada ominosa a los humanos que la habían atacado.

Las patas de Khellendros vibraban repletas de energía arcana. De sus cuernos saltaban chispas de poder.

—Por lo más sagrado —dijo Palin. Él y Usha miraban de hito en hito la escena. Las escamas del Dragón Azul brillaban con tanta fuerza como el sol, y sus ojos relucían como piedras preciosas.

La luz que se desprendía en forma de cascada de Tormenta sobre Krynn iluminaba la Ventana a las Estrellas y proyectaba un resplador deslumbrante sobre los dragones. El enorme señor supremo se alzó sobre las patas traseras y se irguió igual que lo haría un hombre, las alas extendidas a los costados, sujetando todavía en su garra la Dragonlance. El arma ya no le quemaba. Alrededor de sus dientes y ojos parpadeaban una serie de relámpagos que, al rebotar en las zarpas, arrancaban un brillo cegador de la lanza.

El oscuro huldre situado junto a Khellendros entrecerró los ojos y miró a lo alto, incrédulo.

—¿Tormenta? —susurró Fisura.

Beryl interrumpió su ataque al semiogro para inclinar la testa en señal de deferencia al Azul.

Onysablet dedicaba ahora toda su atención a Khellendros, sin importarle que Goldmoon se llevara el cuerpo del enano tirando de él en dirección a la desvanecida mujer de piel azulada.

—¡Khellendros! —exclamó Sable sorprendida.

Hollintress y Ciclón se volvieron hacia el Dragón Azul. Hollintress se dio cuenta del poder que emanaba ahora de éste, en tanto que Ciclón sólo comprendió que una energía mágica recubría al señor supremo y provocaba que la meseta se estremeciera violentamente.

—¡No! —gimió Malystryx—. ¡Debía ser yo! ¡Yo! —Puso los ojos en blanco, y abrió profundos surcos en el suelo ante ella con las garras. Lanzó una venenosa mirada a Dhamon Fierolobo—. ¡Humano! —escupió—. ¡Tú has provocado esto! ¡Me distrajiste! ¡Lo pagarás!

—¡Dhamon Fierolobo! —vociferó Tormenta sobre Krynn—. ¿Quieres a Malystryx, Dhamon Fierolobo?

Dhamon asintió, guiñando los ojos para ver por entre la brillante luz y los relámpagos, y vio que algo reluciente caía hacia él.