—¡Cuidado! ¡Eso es valioso! —advirtió Rig.
—Las riquezas nunca me interesaron demasiado, Rig Mer-Krel —respondió Fiona con un encogimiento de hombros—. Todas las monedas que obtenía las entregaba a la Orden.
—En ese caso yo cuidaré de todo eso —indicó el marinero, mientras agarraba rápidamente las perlas—. Lo más probable es que necesitemos dinero..., más del que tenemos, antes de que esto haya terminado. Ropas. Llevamos puesto todo lo que tenemos, y no van a durar eternamente.
—Comida —manifestó el enano.
—Habrá que alquilar un barco para llegar a Dimernesti..., siempre que consigamos averiguar dónde está Dimernesti —continuó Rig.
—Y eso siempre y cuando logremos atravesar esta ciénaga —añadió Jaspe al tiempo que levantaba la vista hacia los gigantescos árboles cubiertos de moho y enredaderas—. Y en el supuesto de que el Dragón Negro no nos encuentre y...
—Quisiera saber si hay más tesoros —reflexionó en voz alta el marinero mientras se levantaba del tronco e introducía las perlas en el bolsillo de sus pantalones—. Aunque no hay forma de asegurarlo a menos que busquemos. Creo que voy a cavar un poco también yo. Todavía no ha llegado la cena. —Se quitó la camisa y la colocó en la rama más baja de un laurel de hojas palmáceas; luego apoyó su espada en el tronco y empezó a cavar en el lodo cerca del lugar donde Fiona había encontrado el cofre—. ¿No quieres unirte a nosotros, Jaspe?
El enano meneó la cabeza negativamente y contempló el interior del saco, la mirada fija en el Puño de E'li.
—Quisiera saber cuánto tardará aún Feril en regresar —dijo.
La kalanesti aspiró con fuerza, inhalando los embriagadores aromas de la ciénaga mientras se alejaba del lugar donde había dejado a Rig, Jaspe y Fiona. Andaba con los pies desnudos —ágil como un felino— por entre el espeso follaje, sin tropezar una sola vez con las gruesas raíces ni hacer que las hojas susurraran, deteniéndose únicamente para oler una enorme orquídea o contemplar un insecto perezoso. La corta túnica de piel, confeccionada a partir de una prenda que Ulin le había cedido, no dificultaba sus movimientos.
El semiogro, que la seguía a pocos metros de distancia, captaba también los aromas, aunque no los apreciaba del mismo modo; ni tampoco le gustaban las ramas que intentaban enganchar sus largos cabellos castaños y arañar su ancho rostro.
Privado del oído, Groller sabía que sus otros sentidos eran mucho más agudos. Vegetación putrefacta, tierra húmeda, el empalagoso perfume de las flores de color rojo oscuro de las pacanas acuáticas, el dulce aroma de las pequeñas flores blancas que pendían de los velos de las lianas; lo percibía todo. Había un animal muerto no muy lejos: el acre olor de su carne en descomposición resultaba inconfundible.
No podía oler las serpientes enrolladas como cintas a las ramas bajas de casi todos los árboles, ni los pequeños lagartos de cola ancha y las musarañas que correteaban por el empapado suelo, ya que sus olores quedaban anulados por la marga; pero sí olía a Furia, su leal camarada lobo. El rojo lobo lo seguía a poca distancia, las orejas muy erguidas y la cabeza girando de un lado a otro, jadeante por culpa del calor. El animal escuchaba, igual que escuchaba Feril, como no podía hacer el semiogro.
Groller se preguntó qué sonidos poblarían este lugar. Intentó imaginar los sonidos de aves e insectos. Los recordaba de tiempos pasados, pero el recuerdo era escurridizo. Quizá más tarde podría pedir a Feril que le describiera los sonidos del bosque.
La elfa estaba totalmente inmersa en ese lugar, se dijo Groller. Y «hablaba» con la mayoría de las serpientes y lagartos junto a los que pasaba, todos ellos demasiado pequeños para servir de cena. El semiogro sospechaba que la muchacha se enfrascaba en la ciénaga para así conseguir olvidar lo que le había sucedido a Goldmoon a manos de Dhamon Fierolobo. Groller sabía que se sentía triste, confusa y fuera de su elemento excepto en lugares como éste, lugares selváticos. Aquí se encontraba más relajada, aparentemente más dichosa. ¿Durante cuánto tiempo seguiría siendo un miembro del grupo?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo tardaría en decidirse a abandonar su quejumbroso grupo por un bosque atrayente?
Cuando había estado cazando con ella dos días antes, no se habían alejado tanto de los otros ni entretenido tanto, y ella no había charlado con tantos animales, distrayéndose cada vez más mientras hablaba con aves y ranas. En cierto modo la muchacha se sentía más feliz, y el semiogro lo sabía, pero su comportamiento le preocupaba.
«Es hora de concentrarse en la comida», decidió. Si Feril estaba demasiado absorta, él tendría que hacer recaer en sus anchas espaldas la tarea y permitir que ella se evadiera con sus ensueños durante un rato. El semiogro había estado recogiendo montones de las frutas moradas grandes como puños que crecían en abundancia en los gigantescos laureles. Las frutas eran dulces y jugosas, muy olorosas, y tenía intención de recoger suficientes para esa noche y para el desayuno del día siguiente. Se podían comer sin problemas, pues había visto cómo los diminutos monos las mordisqueaban. Groller introdujo una en su boca y dejó que el zumo goteara por su garganta y le rezumara por los labios. La fruta serviría si no podía encontrar carne. Bajó la mirada al suelo, en busca de huellas, huellas de pezuñas a poder ser. Habían detectado un ciervo algo antes, pero estaba demasiado lejos y se había alejado con demasiada rapidez. Un ciervo resultaría delicioso... si podía matar uno antes de que la kalanesti decidiera hacerse su amiga; se negaba a matar a ningún animal con el que hubiera trabado conversación.
Delante de él, Feril se detuvo. Groller levantó la vista y vio que estudiaba a una inmensa boa constrictora. Se había puesto de puntillas, nariz con nariz con la serpiente, cuya longitud exacta quedaba oculta por las ramas de la pecana acuática a la que estaba enroscada. La serpiente era verde oscuro, del color de las hojas, y su dorso estaba salpicado de rombos marrones.
—¡Feril, cui... dado! Ser... piente muy grande. —El lobo se colocó junto a Groller y se restregó contra su pierna a la vez que gruñía en dirección al reptil. El semiogro estiró el brazo para coger la cabilla que llevaba al cinto y la soltó del cinturón con dedos manchados de fruta—. Ssser... piente será cena. —Dio unos pasos al frente y alzó el arma; entonces vio que los labios de Feril se movían y que la serpiente agitaba la lengua en dirección a la joven, y se relajó un poco, apretando los labios—. Tú ha... blando con ssser... piente —siguió—. Eso sig... nifica que ser... piente no para cenar. Bien. No gus... ta carne de ser... piente.
Ella asintió y le indicó con la mano que se alejara.
Groller supuso que la serpiente le estaba respondiendo. Observó durante un rato y, cuando vio que Feril sonreía y cerraba los ojos, mientras la lengua de la serpiente saltaba al frente para acariciarle la nariz, volvió a guardar su arma.
—Feril no dejará matar ser... piente para cenar —explicó a Furia--. Feril tie... ne otro ami... go. Bueno. Real... mente quiero ciervo. —Se alejó para reanudar su búsqueda de huellas de pezuñas.
—Gran serpiente —siseó Feril en voz baja—, debes de ser muy vieja para ser tan grande. Anciana y muy sabia.
—No soy tan vieja —respondió ella con siseos que la kalanesti tradujo mentalmente en palabras—. No más vieja que la ciénaga. Pero mucho más sabia que ella.
Feril alzó una mano y pasó las puntas de los dedos por la cabeza de la serpiente. Sus escamas eran suaves, y sus dedos se quedaron un buen rato allí, disfrutando de la voluptuosa sensación. El reptil agitó la lengua y clavó la mirada en sus ojos centelleantes.
—Esto no fue siempre una ciénaga —siseó la elfa—. Mis amigos dijeron que esto fue una inmensa llanura. Había gente que vivía en poblados en esta zona.