—Yo nací en la ciénaga. —La serpiente bajó aun más la cabeza—. Pertenezco a este lugar. No conozco ningún otro. No conozco a ninguna otra gente, aparte de ti.
La kalanesti sostuvo las manos abiertas frente al rostro e hizo señas con los dedos a la serpiente para que se acercara, y ésta descendió hasta apoyar la cabeza en sus palmas. Era una cabeza pesada y ancha, y la joven le acarició la mandíbula con los pulgares.
—Soy de un territorio cubierto de hielo —explicó Feril a la enorme serpiente—. Muy frío. Una tierra alterada por el Dragón Blanco. Es un lugar hermoso a su manera, pero no tan hermoso como éste.
—Un dragón hembra gobierna este pantano —siseó el reptil—. La ciénaga le sirve. La ciénaga es... hermosa.
—¿Y tú? ¿Le sirves?
—Ella creó el pantano. Ella me creó. Soy suya, igual que lo es este sitio.
La kalanesti volvió a cerrar los ojos, se concentró en el contacto de la serpiente en sus manos, y centró sus pensamientos hasta que las flexibles escamas ocuparon sus sentidos.
—Quiero ver cómo creó esta ciénaga —dijo, abriendo finalmente los ojos y devolviendo la mirada de la serpiente—. ¿Me lo mostrarás, poderosa criatura? ¿Me mostrarás lo que puedas?
La boa chasqueó la lengua e hizo descender más partes de su cuerpo, un grueso cordón de carne escamosa, hasta la rama más baja. Más de seis metros de largo, calculó la elfa, y empezó a tararear una vieja canción elfa, las notas suaves y veloces como el murmullo de un arroyo. A medida que la melodía se tornaba más compleja, Feril dejó que sus sentidos descendieran por sus brazos hasta sus dedos, dejó que los sentidos se introdujeran en la serpiente y fluyeran por su cuerpo como la multitud de escamas flexibles que lo cubrían. En un instante se encontró mirándose a sí misma a través de los ojos del animal, contemplando los tatuajes de su moreno rostro; la arrollada hoja de roble que simbolizaba el otoño, el rayo rojo que le cruzaba la frente y representaba la velocidad de los lobos con los que había corrido en una ocasión. Luego la mirada de la serpiente se desvió, y miró más allá de su figura hasta clavar los ojos en las anchas hojas de un enorme gomero.
El color verde llenó su visión. Era un color arrollador, hipnótico. Retuvo toda su atención y luego se fundió como la mantequilla para mostrar un manto negro. La negrura se fue solidificando, empezó a respirar, se tornó escamosa como la serpiente.
—El dragón —se oyó susurrar.
—Onysablet —respondió la serpiente—. El dragón se llama a sí misma Onysablet, la Oscuridad.
—La Oscuridad —repitió ella.
Las tinieblas se encogieron, pero sólo apenas, de modo que consiguió únicamente vislumbrar las facciones del dragón enmarcadas por el suave verde de lo que en una ocasión habían sido llanuras. Los aromas no eran tan fuertes y vivos, la zona no era tan agradablemente húmeda, y le recordó el territorio en el que se había criado.
—Mi hogar —murmuró.
—Este pantano podría ser tu hogar —dijo la serpiente.
La ilusión con la forma del Dragón Negro cerró los ojos, y el verde pálido de las llanuras que rodeaban a la señora suprema se oscureció. Feril percibió cómo el dragón se fundía con el territorio, dominándolo, persuadiéndolo, nutriéndolo como un progenitor se ocupa del desarrollo de su hijo. Crecieron árboles alrededor de la figura de Sable, que avanzaron como una avalancha de agua para cubrir poblaciones y tierras de labor. Los cambios ahuyentaron a los humanos que insensatamente creyeron poder seguir viviendo en sus hogares. Las bestias de las llanuras empezaron a reclamar su territorio, pues ahora ya no temían a las gentes que antiguamente las habían cazado, gentes que eran perseguidas ahora por el dragón y sus secuaces.
Los sauces que habían salpicado las llanuras sobrevivieron, aunque ahora adquirieron proporciones gigantescas; las raíces crecieron y su tamaño engulló a abedules y olmos que antes crecían en pequeños bosquecillos, y las copas formaron un espeso dosel que se convirtió en el sustento de diversas aves. Las puntas de las hojas en forma de paraguas de los sauces besaban el agua que se acumulaba en el suelo. La mirada de Feril siguió el agua, que la condujo a lodazales, depresiones y afloramientos de piedra caliza.
Por todas partes brotaban retoños y se convertían en árboles altísimos en cuestión de pocos años. Gigantes que se elevaban más de treinta metros hacia el cielo, que deberían haber sido árboles centenarios, pero que no tenían más de una década de existencia. Y el suelo, incluso las zonas altas cubiertas antiguamente por gruesos pastos, se cubrió rápidamente de helechos, zarzaparrillas y palmitos.
En la visión de la kalanesti la tierra siguió adquiriendo más humedad. Turbios estanques se convirtieron en pantanos fétidos, el río se tornó más lento y lo obstruyeron las enredaderas y las hierbas. Los caimanes ocuparon sus orillas, y la bahía de Nuevo Mar, antes de un azul cristalino y seductor, adquirió un brillo verde grisáceo. Luego el brillo se oscureció y llenó de musgo, y del fondo de la bahía se alzaron plantas que se abrieron paso a través del tapiz que cubría la superficie.
Ya no quedaba el menor rastro de gran parte de la mitad oriental de Nuevo Mar; todo lo que había era este extenso pantano, esta extraordinaria ciénaga, calurosa, primordial y atractiva para la kalanesti. Ésta dejó que sus sentidos se escaparan aun más de su cuerpo, para embriagarse con este lugar y la visión de su existencia. Sólo durante un rato, se dijo.
Nubes de insectos se reunían y bailoteaban sobre oscuros lodazales malolientes. De las aguas surgían las figuras reptantes de serpientes, pequeñas al principio, pero que crecían a medida que se arrastraban lejos del lodazal. Garcetas, zarapitos y garzas volaban a ras de la superficie, más grandes y hermosos de lo que Feril había esperado. Ranas grillo y tortugas de cenagal se reunían en la orilla, para alimentarse de los insectos y seguir creciendo. La magia del dragón hembra, que era la magia del territorio, los mejoraba, los alimentaba, los adoptaba. Adoptaba a Feril. El pantano la envolvía como los brazos de una madre consolarían a un niño pequeño.
—El pantano podría ser mi hogar —se escuchó susurrar—. El hermoso pantano..., el pantano. —Le costaba articular las palabras—. Sólo durante un tiempo. —Respirar era más difícil. Tenía el pecho tenso y sus sentidos se embotaban. No le importó; empezaba a fundirse con el lugar.
—¡Feril! —La palabra se inmiscuyó en su mundo perfecto—. ¡Feril!
Groller asestaba frenéticos zarpazos a la serpiente, que había descendido del árbol para arrollarse alrededor de la kalanesti. El semiogro se maldijo por ser sordo y no haber oído lo que sucedía, por no haber estado más alerta, por pensar que a la elfa no le sucedía nada. Se había alejado, siguiendo unas huellas de ciervo, y fue Furia quien, mordisqueándole los talones, le advirtió de lo que le sucedía a Feril.
La elfa no se resistía a la serpiente. En lugar de ello yacía en el suelo, inerte bajo el apretón cada vez más fuerte del reptil. La cola del animal estaba arrollada en la garganta de la joven, y las enormes manos de Groller tiraron de un anillo tan grueso que apenas si podía rodearlo por completo con los dedos. Pero la serpiente era un músculo gigantesco, más fuerte que el frenético semiogro y decidida a aplastar a la elfa.
Furia gruñía y ladraba sin parar, hundiendo los dientes en la carne del reptil; pero éste era tan grande que el lobo no conseguía producirle heridas de importancia.
Groller sacó la cabilla del cinturón y empezó a golpear a la serpiente, lo más cerca posible de la cabeza de la criatura, donde Furia continuaba con su ataque. La serpiente alzó la cabeza y mostró una hilera de dientes óseos. Groller levantó la cabilla y la dejó caer con fuerza entre los ojos del reptil, y luego siguió golpeando una y otra vez, sin prestar atención a los siseos de su adversario, a los gruñidos del lobo, incapaz de oír cómo el cráneo de la boa se partía.