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La computadora de Argos había profundizado el estudio de π, mucho más que persona o máquina alguna de la Tierra, aunque no había llegado tan lejos como los Guardianes.

Es muy pronto — pensó — para que se nos presente el mensaje nunca descifrado sobre el cual me habló Theodore Arroway aquel día en la playa. A lo mejor eso no era más que un avance para publicitar futuras atracciones, una voz de aliento para proseguir con la exploración, para que los humanos no perdieran el ánimo. Fuese lo que fuere, no podía tratarse del mensaje que preocupaba a los Guardianes. Tal vez hubiera mensajes sencillos, y otros difíciles, encerrados en los diversos números irracionales, y la computadora de Argos había encontrado el más fácil. Con ayuda.

En la Estación aprendió una lección de humildad, tomó conciencia de lo poco que saben los humanos. «Es probable que haya tantas categorías de seres más adelantados que el hombre», pensó, «como las hay entre el hombre y las hormigas». Sin embargo no se deprimió. Por el contrario, aceptar esa idea despertó en ella una profunda sensación de asombro. En ese momento era mucho más a lo que se podía aspirar.

Evocó el tránsito del secundario a la universidad, de un lugar donde todo lo lograba sin esfuerzo, a otro donde hubo de empeñarse, disciplinadamente, para comprender. En la escuela secundaria era la más rápida en captar los conocimientos. En la universidad, descubrió que había muchos alumnos más despiertos que ella. La misma sensación de que aumentaban las dificultades experimentó al ingresar en el curso para posgraduarse, y cuando se graduó de astrónoma. En cada etapa encontraba personas más idóneas que ella, y al mismo tiempo, cada etapa le resultaba más fascinante que la anterior. Que se aclare la revelación, pensó, mirando el telefax. Ya estaba lista.

PROBLEMA DE TRANSMISIÓN. NO SE ALEJE POR FAVOR.

Estaba conectada con la computadora de Argos mediante un satélite llamado Defcom Alfa. Quizás había habido un error en la programación. Casi sin pensarlo, advirtió que había abierto el sobre.

FERRETERÍAS ARROWAY, rezaba el membrete, y el tipo de letra era de la vieja máquina de escribir que tenía su padre en casa. «13 de junio de 1964.» Su padre no podía haberla escrito puesto que había muerto varios años antes. Echó un vistazo al pie de la página y corroboró la firma de su madre.

Mi querida Ellie:

Ahora que ya he muerto, espero que tengas la bondad de perdonarme. Sé que cometí un pecado contra ti, y no sólo contra ti. No podía soportar la idea de que me odiaras si llegabas a conocer la verdad; por eso nunca reuní el coraje para decírtelo mientras vivía.

Sé cuánto querías a Ted Arroway quiero decirte que yo también lo amaba, lo amo aún.

Pero él no era tu padre. Tu verdadero padre fue John Staughton. Fui débil, cometí una insensatez, pero de no haber sido así, no estarías hoy en el mundo; por eso te pido que no pienses mal de mí. Ted lo sabia, me perdonó y acordamos no contártelo nunca. Sin embargo, en este momento miro por la ventana y te veo sentada en el patio, pensando en las estrellas y en cosas que jamás logré entender, y me lleno de orgullo por ti. Como siempre le das tanta importancia a la verdad, me pareció que era justo que supieras la verdad sobre tu origen.

Si John está aún con vida, él te habrá entregado esta carta. Sé que lo hará. Es un hombre más bueno de lo que crees, Ellie, y tuve suerte en volver a encontrarlo. A lo mejor lo odias tanto porque algo dentro de ti ya adivinó la verdad, aunque en realidad pienso que lo odias porque no es Ted Arroway.

Y sigues ahí, sentada en el patio. No te has movido desde que comencé a escribir esta cana. Estás, simplemente, pensando. Ruego a Dios que algún día encuentres eso que buscas con tanto afán. Perdóname. Sólo fui humana.

Cariños, Mamá.

Asimiló el contenido de una vez, y luego volvió a leerla. Sentía la respiración entrecortada y le transpiraban las manos. El impostor resultaba ser el personaje verdadero. Durante la mayor parte de su vida había rechazado a su propio padre, sin tener la más leve idea de lo que hacía. Qué entereza de carácter había puesto de manifiesto él frente a sus arranques de adolescente, cuando le echaba en cara que no era su padre, que no tenía derecho a indicarle lo que debía hacer.

El telefax volvió a sonar dos veces, invitándola a pulsar la tecla de RETORNO. Sin embargo, no tenía ánimo para responder. Pensó en su pa… en Theodore Arroway, en John Staughton, en su madre. Todos habían sacrificado muchas cosas por su bien, pero ella estaba demasiado preocupada por sí misma como para percatarse. Deseó que Palmer se hallase a su lado.

El telefax sonó una vez más y el carro comenzó a moverse. Había programado la computadora para que le llamara la atención con insistencia si encontraba algo en π. Sin embargo estaba demasiado atareada deshaciendo y reconstruyendo la mitología de su propia vida. Su madre seguramente se sentó ante el escritorio de la habitación grande, de arriba, y mientras pensaba cómo redactar la carta, miraba por la ventana a su hija Ellie de quince años, rebelde, resentida.

Su madre le había hecho otro regalo. Con esa carta, Ellie cerraba un círculo, rescataba su personalidad de años atrás. Había aprendido tanto desde entonces, y le quedaba aún mucho más por aprender.

En la mesa sobre la que descansaba el telefax había también un espejo. Allí vio Ellie a una mujer ni joven ni vieja, ni madre ni hija. No había avanzado lo suficiente como para recibir ese mensaje, y mucho menos descifrarlo. Había pasado su existencia procurando establecer contacto con los seres más extraños y remotos, mientras que en la vida real no lo había logrado casi con nadie. Siempre criticó cruelmente a los demás por crearse mitos, pero no advirtió la mentira que subyacía debajo de los propios. Toda su vida estudió el universo, pero nunca reparó en su mensaje más sencillo: las criaturas pequeñas como nosotros sólo podemos soportar la inmensidad por medio del amor.

Tan insistente fue la computadora en su intento por comunicarse con Eleanor Arroway, que fue casi como si transmitiera una urgente necesidad personal de compartir con ella el descubrimiento.

La anomalía quedó al descubierto dentro de la aritmética en base 11, con totalidad de ceros y unos. Comparado con lo que se había recibido de Vega, eso podía ser, en el mejor de los casos, un mensaje simple, pero su importancia en el campo de la estadística era inmensa. El programa reagrupó las cifras formando una trama cuadrada, de igual número de dígitos en sentido horizontal y vertical. La primera línea era una sucesión continua de ceros, de izquierda a derecha. En la segunda aparecía un único uno, justo en el centro, y ceros a ambos lados. Luego de varias líneas se formó un inconfundible arco, compuesto por unos. Rápidamente se construyó una sencilla figura geométrica, rica en promesas. Emergió luego la última línea de la figura, toda de ceros, también con un cero por centro.

Oculto en el cambiante esquema de las cifras, en lo más recóndito del número irracional, se hallaba un círculo perfecto, trazado mediante unidades dentro de un campo de ceros.

El universo había sido creado ex profeso, manifestaba el círculo. En cualquier galaxia que nos encontremos, tomamos la circunferencia de un círculo, la dividimos por su diámetro y descubrimos un milagro: otro círculo que se remonta kilómetros y kilómetros después de la coma decimal. Más adentro, habría mensajes más completos. Ya no importa qué aspecto tenemos, de qué estamos hechos ni de dónde provenimos. En tanto y en cuanto habitemos en este universo y poseamos un mínimo talento para la matemática, tarde o temprano lo descubriremos porque ya está aquí, en el interior de todas las cosas. No es necesario salir de nuestro planeta para hallarlo. En la textura del espacio y en la naturaleza de la materia, al igual que en una gran obra de arte, siempre figura, en letras pequeñas, la firma del artista. Por encima del hombre, de los demonios, de los Guardianes y constructores de Túneles, hay una inteligencia que precede al universo.