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Hacía lo imposible por evitar que el tedio se apoderara de ella. Sus compañeros de trabajo eran simpáticos, pero, aun dejando de lado lo incorrecto de mantener una relación personal con un subordinado, no se sentía tentada por las amistades íntimas. Había tenido algunos vínculos breves e intrascendentes con hombres de la región que nada tenían que ver con el proyecto Argos. También en ese aspecto de su vida la dominaba una suerte de indiferencia o lasitud.

Se sentó frente a una de las consolas y se calzó los auriculares. Sabía que era muy presuntuoso de su parte suponer que, escuchando uno o dos canales, podría llegar a detectar un esquema cuando no lo había logrado el complejo sistema de computadoras que examinaban miles de millones de canales. La idea, sin embargo, constituía al menos una modesta ilusión de sentirse útil. Se apoyó contra el respaldo con los ojos entrecerrados y una expresión casi soñadora en el rostro. «Es muy bonita», se permitió pensar el técnico.

Como de costumbre, oyó una especie de electricidad estática, el eco de un ruido aleatorio. En una ocasión, cuando escudriñaba un sector del cielo que incluía la estrella AC + 79 3888 en Casiopea, le pareció oír una especie de canto a ratos nítido, que luego desaparecía gradualmente. Se trataba de la estrella hacia la cual viajaría la nave espacial Voyager I, en ese momento en las inmediaciones de la órbita de Neptuno. La nave llevaba un disco de oro en el que se habían grabado saludos, imágenes y canciones de la Tierra.

¿Sería posible que ellos nos enviaran su música a la velocidad de la luz, mientras nosotros les mandábamos la nuestra a una diezmilésima de velocidad? En otras ocasiones, como en ese momento, en que la electricidad estática producía sonidos sin esquema alguno, recordaba las famosas palabras de Shannon sobre la teoría de la información en el sentido de que el mensaje mejor codificado era apenas un ruido ininteligible a menos que uno tuviera de antemano la clave de cifrado. Rápidamente oprimió varias teclas del panel y escuchó dos de las frecuencias de banda estrecha, una por cada auricular. Nada. Escuchó los dos planos de polarización de las ondas de radio, y luego el contraste entre la polarización lineal y la circular. Había miles de millones de canales para elegir. Uno podía pasarse la vida entera tratando de superar a la computadora, escuchando con oídos y cerebro patéticamente humanos, en busca de un esquema.

Sabía que el hombre es hábil para descubrir esquemas sutiles que están presentes, pero también para imaginarlos cuando en realidad no existen. Cierta secuencia de los pulsos, cierta configuración de la electricidad estática a veces daba la sensación de ser un ritmo sincopado o una breve melodía. Se conectó con un par de radiotelescopios que estaban recibiendo una fuente de emisión radioeléctrica galáctica ya conocida. Oyó entonces una perturbación silbante originada en la dispersión de ondas de radio producida por los electrodos del gas interestelar existente entre la fuente de emisión y la Tierra. Cuanto más pronunciado fuese el silbido, más electrones había en el camino y más lejos se hallaba de la Tierra la fuente emisora de ondas. Tantas veces había realizado esta operación que podía con sólo escuchar una vez la perturbación silbante, determinar con exactitud la distancia. Ésa en particular estaba a mil años luz de distancia, mucho más allá de las estrellas cercanas, pero aún dentro de la Galaxia de la Vía Láctea.

Ellie retomó el modo habitual de estudiar el firmamento que se empleaba en Argos, y tampoco advirtió esquema alguno. Se sentía como el músico que oye el tronar de una tormenta distante. Los ocasionales y pequeños trozos de esquema la perseguían, introduciéndose en su memoria con tal insistencia que a veces tenía necesidad de volver a pasar alguna cinta en particular para verificar si no había algo que su mente había captado y que las computadoras hubiesen pasado por alto.

Durante toda la vida los sueños habían sido sus amigos. Sus sueños eran increíblemente pormenorizados, bien estructurados, coloridos. Veía, por ejemplo, la cara de su padre desde corta distancia, o el interior de una radio vieja hasta en su más mínimo detalle. Siempre pudo rememorar sus sueños, salvo en las épocas de mayor tensión, como los días previos a su examen oral para obtener el doctorado o cuando decidió separarse de Jesse. Sin embargo en ese momento le resultaba difícil recordar las imágenes de los sueños y lo más desconcertante era que había comenzado a soñar sonidos, como suele sucederles a los ciegos de nacimiento. En las primeras horas de la mañana su mente inconsciente generaba algún tema o melodía que nunca antes había oído. Se despertaba, encendía la lamparilla, tomaba el lápiz que había dejado sobre la mesita de noche con ese fin, dibujaba un pentagrama y transcribía la música en papel. A veces, luego de un largo día de trabajo, la pasaba en su grabador y se preguntaba si la habrían oído en Serpentario o Capricornio. No tenía más remedio que reconocer que la obsesionaban los electrones, los huecos móviles que habitan en receptores y amplificadores, y los campos magnéticos del tenue gas que existe entre las lejanas estrellas titilantes.

Se trataba de una única nota repetida, aguda, y demoró un instante en reconocerla.

Luego tuvo la certeza de que hacía treinta y cinco años que no la oía. Era la polea de metal de la cuerda del tendedero que se quejaba cada vez que su madre daba un tirón cuando colgaba ropa recién lavada para secarse al sol. De niña, le encantaba ver el ejército de broches que avanzaba, y cuando nadie la observaba hundía el rostro entre las sábanas ya secas. El olor, dulce y penetrante a la vez, la fascinaba. Recordaba cómo se reía y se alejaba de las sábanas cuando en ese momento mamá, con un solo movimiento, la alzaba — hasta el cielo, le parecía — y la llevaba sobre un brazo, como si fuera un bultito de ropa que luego habría de guardar prolijamente en los cajones del dormitorio de sus padres.

— Doctora Arroway, Doctora Arroway —. El técnico notó el aletear de sus párpados y su respiración poco profunda. Ellie pestañeó, se quitó los auriculares y le sonrió como pidiéndole disculpas. En ocasiones sus colegas debían hablarle en voz muy alta si pretendían que los oyera por encima del ruido cósmico amplificado. Ella también les respondía a gritos puesto que odiaba tener que quitarse los audífonos para conversaciones breves. Cuando estaba preocupada, una charla cualquiera, en tono amable, podía parecerle al observador inexperto una áspera discusión originada en el silencio del observatorio. Esa vez, en cambio, sólo dijo:

— Lo siento. Me dejé transportar.

— Habla el doctor Drumlin por teléfono. Está en la oficina de Jack y dice que tiene una cita con usted.

— Dios Santo, me había olvidado.

Con el correr de los años, Drumlin seguía siendo el notable profesional de siempre, pero en ese momento exhibía ciertas particularidades que Ellie no le había notado en el breve período que trabajó con él. Por ejemplo, tenía la desconcertante costumbre de controlar, cuando creía que nadie lo miraba, si no se le había bajado el cierre de la bragueta. Cada vez estaba más convencido de que no existían los extraterrestres, o por lo menos que estaban demasiado lejos para que se pudiera descubrirlos. Había llegado a Argos para dirigir el coloquio científico semanal. Sin embargo, Ellie se enteró de que también lo traía otra razón. Drumlin había escrito a la Fundación Nacional para la Ciencia solicitando que Argos diera por terminada la búsqueda de inteligencia extraterrestre y se dedicara a la radioastronomía más convencional. Sacó la carta del bolsillo y se la entregó para que ella la leyera.

— Pero si hace apenas cuatro años y medio que comenzamos esto. Hemos estudiado menos de la tercera parte del cielo boreal. Esta es la primera investigación que puede cubrir la totalidad del ruido mínimo radioeléctrico en pasos de bandas óptimos. ¿Por qué habríamos de suspenderla?