En el período asignado para formular preguntas, uno de los astrónomos de Argos quiso saber la opinión de Drumlin acerca de la teoría según la cual los extraterrestres existen, pero prefieren no dar a conocer su presencia para que los humanos no sepan que hay seres más inteligentes en el cosmos, tal como un especialista en el comportamiento de los primates puede querer observar a un grupo de chimpancés del bosque, pero sin interferir en sus actividades. A modo de respuesta, Drumlin planteó un interrogante distinto: ¿Es posible que, habiendo millones de civilizaciones en la Galaxia, no haya ni un solo cazador furtivo? ¿Se puede suponer que todas las civilizaciones de la Galaxia tengan la ética de no interferencia? ¿Acaso podemos suponer que ninguno de ellos se va a acercar a husmear alrededor de la Tierra?
— En la Tierra — repuso Ellie —, los cazadores furtivos y los guardabosques están prácticamente en un mismo nivel tecnológico. Pero si el guardabosque diera un gran paso adelante — si contara por ejemplo con radar y helicópteros —, los cazadores furtivos ya no podrían operar.
Para despejarse, Ellie tenía por costumbre salir sola a dar una vuelta en su extravagante coche, un Thunderbird 1958 descapotable muy bien conservado. A menudo plegaba la capota y corría de noche a alta velocidad por el desierto, con las ventanillas bajas y el pelo al viento. Tenía la sensación de que, a través de los años, ya conocía hasta el pueblecito más misérrimo, todos los cerros y valles, y también hasta el último policía caminero del sur de Nuevo México. Luego de uno de esos paseos nocturnos, le encantaba pasar volando frente al puesto de guardia de Argos (eso era antes de que se hubiera levantado el cerco de protección contra ciclones), haciendo rápidos cambios de marcha, y dirigirse hacia el norte. En las proximidades de Santa Fe, podían divisarse las primeras luces del alba desde las montañas Sangre de Cristo. (¿Por qué — se preguntaba —, una religión denomina los lugares con el cuerpo y la sangre, el corazón y el páncreas de su figura más venerada? ¿Por qué no mencionar el cerebro, entre otros órganos prominentes?) En esa ocasión puso rumbo al sudeste, hacia los montes Sacramento. ¿Tendría razón Dave? ¿No sería que SETI y Argos eran una especie de engaño colectivo de un puñado de astrónomos de mente poco práctica? ¿Sería cierto eso de que, por muchos años que transcurrieran sin recibirse un mensaje, el proyecto continuaría, que siempre se inventaría una estrategia nueva para la otra civilización, que se seguiría inventando un instrumental cada vez más moderno y costoso? ¿Cuál sería un signo convincente del fracaso?
¿Cuándo estaría dispuesta ella a darse por vencida y dedicarse a una investigación más segura, algo que tuviera más posibilidades de culminar con éxito? El observatorio Nobeyama, de Japón, acababa de anunciar que había descubierto la adenosina, una molécula orgánica compleja, uno de los principales elementos del ADN, dentro de una densa nube molecular. Si abandonara la búsqueda de inteligencia extraterrestre, seguramente podría encarar la búsqueda, dentro del espacio, de moléculas relacionadas con la vida.
Mientras transitaba por el alto camino de montaña, levantó la mirada y divisó la constelación de Centauro. Los antiguos griegos habían visto en esas estrellas una criatura quimérica mitad hombre, mitad caballo, que impartió sabiduría a Zeus. Sin embargo, Ellie jamás pudo distinguir un diseño ni remotamente parecido a un centauro. La estrella que más le fascinaba era Alfa del Centauro, la más brillante de la constelación. Se trataba de la más cercana, apenas a cuatro y cuarto años-luz. En realidad, Alfa del Centauro constituía un sistema triple, de dos soles que giraban uno alrededor del otro, y un tercero que lo hacía abarcando a ambos. Desde la Tierra, las tres estrellas se fundían en un solo punto luminoso. Las noches particularmente claras — como ésa —, solía verlo suspendido sobre México. En ocasiones, cuando el aire estaba cargado de arena del desierto, acostumbraba subir a la montaña para alcanzar un poco más de altura y transparencia atmosférica, se bajaba del auto y contemplaba el sistema estelar más próximo. Allí era posible la existencia de planetas, aunque resultaba difícil detectarlos. Algunos quizá giraran en órbitas cercanas a cualquiera de los tres soles. Una órbita más interesante, con cierta estabilidad mecánica celestial, era una figura de ocho, en trazo envolvente alrededor de los dos soles interiores. ¿Cómo sería, se preguntó, vivir en un mundo con tres soles en el firmamento? Probablemente más caluroso aún que Nuevo México.
Había conejos a lo largo de toda la carretera de asfalto. Ya los había visto antes, en ocasión de salir de viaje hacia el oeste de Texas. Se los veía agazapados, ocupando las banquinas, pero en el momento en que los iluminaba con los nuevos faros de cuarzo del Thunderbird, se levantaban sobre las patas traseras y dejaban colgar las manitas fláccidas, transfigurados.
Durante kilómetros hubo una guardia de honor de conejos del desierto que se cuadraban — al menos eso parecía — cuando el coche pasaba raudamente frente a ellos.
Los animales levantaban la mirada, mil narices rosadas se fruncían, dos mil ojos brillaban en la oscuridad cuando la extraña aparición se abalanzaba hacia ellos.
«A lo mejor se trata de una especie de experiencia religiosa», pensó Ellie. Casi todos daban la impresión de ser conejos jóvenes. Quizá no hubiesen visto nunca faros de auto, dos potentes haces de luz que avanzaban a ciento treinta kilómetros por hora. Pese a que eran miles los conejos que se alineaban al costado del camino, no vio ni uno solo salido de la fila, en medio de la calzada, ni un solo animal muerto. ¿Por qué sería que se ubicaban en hilera a lo largo de la ruta? «Quizá tenga algo que ver con la temperatura del asfalto», pensó. O tal vez hubieran estado merodeando entre la vegetación cercana, y sintieron curiosidad por ver qué eran esas enormes luces que se acercaban. No obstante, ¿era razonable que ninguno cruzara a saltitos para visitar a sus primos de enfrente? ¿Qué imaginaban que era un camino? ¿Una presencia extraña en medio de ellos, construida quién sabe con qué fin, por criaturas a quienes la mayoría de ellos nunca había visto?
Dudaba de que alguno se lo hubiese planteado jamás.
El chirrido de las cubiertas sobre el asfalto producía una especie de ruido blanco, y Ellie se dio cuenta de que, involuntariamente, aguzaba el oído, como si pretendiera descubrir alguna suerte de esquema. Últimamente se había acostumbrado a prestar atención a muchas fuentes emisoras de ruido blanco: el motor del refrigerador que se ponía en funcionamiento a media noche, el agua que caía para llenar la bañera, la máquina de lavar, el rugir del océano durante un breve viaje para bucear en una isla cercana a Yucatán, viaje que ella acortó debido a lo impaciente que estaba por volver a su trabajo.
Todos los días escuchaba estos ruidos aleatorios y trataba de determinar si había en ellos menos esquemas aparentes que en la electricidad estática interestelar.
Ellie había estado en Nueva York el mes de agosto anterior para asistir a una reunión de URSI, siglas en francés para denominar a la Unión Radio Científica Internacional. Le habían advertido que los subterráneos eran peligrosos, pero el ruido blanco que producían le resultó irresistible. Como en el traqueteo del tren creyó entrever una clave, decidió perder medio día de deliberaciones para viajar de la calle Treinta y Cuatro hasta Coney Island, de regreso al centro de Manhattan, para tomar luego una línea diferente que habría de llevarla hasta el apartado barrio de Queens. Cambió de tren en una estación de la zona de Jamaica, y retornó, jadeante — después de todo, era un día tórrido de verano —, al hotel donde se desarrollaba la convención. A veces, cuando el subterráneo describía una curva, se apagaban las lamparitas interiores, y Ellie podía ver una sucesión regular de luces azules que pasaban raudamente, como si volara en alguna nave espacial, transitando en medio de estrellas azules supergigantescas. Después, cuando el tren encaraba una recta volvían a encenderse las lámparas interiores, y una vez más tomaba conciencia del olor acre, de los pasajeros de pie, de las diminutas cámaras de televisión (encerradas en jaulas protectoras, que con posterioridad el público había anulado con pintura de spray), del atractivo mapa multicolor que mostraba la red subterránea completa de la ciudad de Nueva York, el chirrido de alta frecuencia de los frenos al entrar en las estaciones.