Sabía que su actitud era bastante excéntrica, pero ella siempre había tenido una intensa vida de fantasía. Reconocía que exageraba un poco en eso de prestar atención a los ruidos, pero consideraba que no le ocasionaba perjuicio. Nadie parecía darse demasiada cuenta. Además, era algo relacionado con su trabajo. Si se lo hubiera propuesto, seguramente habría podido deducir de su declaración de réditos el costo de su viaje a Yucatán aduciendo que el propósito era estudiar el sonido de la rompiente del mar.
Bueno, a lo mejor se estaba poniendo realmente obsesiva.
Sobresaltada, comprobó que había llegado a la estación de Rockefeller Center.
Rápidamente caminó en medio del montón de diarios abandonados en el piso del vagón.
Un titular le llamó la atención: GUERRILLEROS COPAN RADIO EN JOBURG. «Si nos gustan, los llamamos soldados de la libertad», pensó. «Si no nos caen bien, son terroristas. En el improbable caso de que no atináramos a decidirnos, les llamamos provisionalmente guerrilleros.» En otro trozo de diario había una enorme foto de un señor con cara de confiado, y el titular: CÓMO TERMINARÁ EL MUNDO. FRAGMENTOS DEL NUEVO LIBRO DEL REVERENDO BILLY JO RANKIN. EXCLUSIVAMENTE ESTA SEMANA EN EL NEWS-POST. Había echado apenas una rápida ojeada a los títulos, y rápidamente trató de olvidarlos. Se abrió paso entre la multitud para regresar al hotel, con la esperanza de llegar a tiempo para escuchar el trabajo de Fujita acerca del diseño homofórmico de los radiotelescopios.
Sobre el ruido que producían los neumáticos se superponía un periódico golpeteo al pasar sobre las uniones del pavimento, que había sido reparado por diferentes cuadrillas viales de Nuevo México, en distintas épocas. ¿Y si Argos estuviera recibiendo un mensaje interestelar pero muy lentamente, por ejemplo, un bit por hora, por semana o por década?
¿Y si hubiera murmullos muy antiguos y pacientes, emitidos por civilizaciones que no tenían por qué saber que nos cansamos de reconocer esquemas al cabo de segundos o minutos? Supongamos que ellos vivieran durante decenas de miles de años, y que haaablaaaaraaan muuuuy despaaaaacio.
Argos jamás llegaría a enterarse. ¿Era posible que existieran seres de tan larga vida?
¿Habría habido suficiente tiempo en la historia del universo como para que ciertas criaturas, de lenta reproducción, desarrollaran un elevado grado de inteligencia? ¿Acaso el análisis estadístico de las afinidades químicas, el deterioro de sus cuerpos de que habla la segunda ley de la termodinámica, no los obligaría a reproducirse con la misma frecuencia que el ser humano y a tener una expectativa de vida como la nuestra? ¿No sería que residen en algún mundo antiguo y gélido, donde hasta el choque molecular se produce a una velocidad extremadamente lenta? Se imaginó un radiotransmisor de conocido diseño, instalado en un promontorio de hielo de metano iluminado tenuemente por un distante y minúsculo sol rojo, mientras las olas del océano de amoníaco golpeaban sin cesar contra la orilla… generando, de paso, un ruido blanco semejante al que producía el oleaje en Yucatán.
También era posible lo contrario: seres que hablaran de prisa, seres ansiosos, que se desplazaran en movimientos breves, con pequeñas sacudidas, capaces de transmitir un mensaje completo de radio — el equivalente de un texto de cien páginas en inglés — en un nanosegundo. Claro que si uno tuviera un receptor con paso de banda estrecho, y escuchara sólo un mínimo margen de frecuencias, estaría obligado a aceptar la constante de tiempo larga. Jamás podríamos detectar una modulación rápida. Eso era una simple consecuencia del Teorema Integral de Fourier, estrechamente vinculado con el Principio de la Incertidumbre de Heisenberg. Así, por ejemplo, con un paso de banda de un kilohertz, no se podría recibir una señal modulada a mayor velocidad de un milisegundo porque se produciría un ruido ambiguo. Las bandas de Argos eran más estrechas que un hertz, de modo que, para poder ser detectados, los transmisores debían modular muy lentamente, a menos de un bit por segundo. Las modulaciones más lentas podían captarse fácilmente, siempre y cuando uno estuviera dispuesto a apuntar un telescopio hacia la fuente, y se armara de una paciencia excepcional. Había tantos sectores del cielo por estudiar, tantos cientos de miles de millones de estrellas para examinar. Podríamos pasarnos la vida entera estudiando sólo unas pocas. A Ellie le preocupaba que, en el apuro por realizar una investigación total del espacio en el término de una vida humana, en el afán por escuchar todo el cielo en millones de frecuencias, hubieran dejado de lado a los ansiosos que hablaban rápido y a los lentos o lacónicos.
Pero seguramente, pensó, ellos deben de saber mejor que nosotros cuál es la modulación de frecuencias adecuada. Debían de tener experiencia anterior con la comunicación interestelar y con civilizaciones en sus primeras etapas de surgimiento. Si la civilización receptora adoptara un margen amplio de frecuencias de recepción de impulsos, la civilización transmisora utilizaría dicho margen. ¿Qué les costaría modular por microsegundos u horas? Era de suponer que contaba con un alto nivel de ingeniería y con enormes recursos, según los criterios del ser humano. Si quisieran comunicarse con nosotros, nos facilitarían la recepción de los mensajes. Enviarían señales en numerosas frecuencias distintas. Como debían de saber lo atrasados que estamos, se compadecerían de nosotros.
Entonces, ¿por qué no habíamos recibido señal alguna? ¿Tendría razón Dave al sostener que no existe ninguna civilización extraterrestre, que sólo hay seres inteligentes en este oscuro rincón del vasto universo? Por mucho que lo intentara no podía aceptar seriamente tal posibilidad. Esa teoría justificaba perfectamente los temores humanos, las doctrinas no demostradas respecto de la vida después de la muerte, las pseudociencias como la astrología. Se trataba de la encarnación moderna del solipsismo geocéntrico, la vanidad que había atrapado a nuestros mayores, la idea de que nosotros somos el centro del universo. El argumento de Drumlin era sospechoso por esa sola razón. Y nos desesperábamos por creerlo.
«A ver, un momento», se dijo. «No hemos investigado siquiera los cielos boreales con el sistema Argos. Si dentro de siete u ocho años todavía no oímos nada, entonces será el momento de empezar a preocuparse. Ésta es la primera vez en la historia humana en que podemos buscar a los habitantes de otros mundos. Si fracasamos, habremos llegado a captar algo de lo rara y valiosa que es la vida en nuestro planeta, hecho que, si se concretara, valdría la pena que supiéramos. Y si tenemos éxito, habremos modificado la historia de nuestra especie, quebrando las cadenas del atraso. Habiendo tanto en juego, se justifica correr algún riesgo profesional.» Salió a la margen del camino, giró rápidamente, hizo dos cambios de marcha y aceleró para emprender el regreso a Argos.
Alineados aún en la banquina, pero en ese momento iluminados por la luz rosada del amanecer, los conejos giraron la cabeza para observarla partir.
Capítulo cuatro — Números primos
¿Es que no existen moravos en la Luna, que ni un solo misionero ha bajado a visitar este pobre planeta pagano para civilizar a la civilización y cristianizar al cristianismo?