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Sólo el silencio es grandioso; todo lo demás es debilidad.

ALFRED DE VIGNY La Mort du Loup (1864)

El frío vacío negro había quedado atrás. Los impulsos se acercaban a una minúscula estrella amarilla común y ya habían comenzado a esparcirse sobre el séquito de mundos de ese oscuro sistema. Habían pasado junto a planetas de gas hidrógeno, penetrado en lunas de hielo, traspuesto las nubes orgánicas de un mundo frígido en el que se despenaban los precursores de la vida y atravesado un planeta de mil millones de años.

En ese momento los impulsos arribaban a un mundo cálido, blanco y azul, que giraba contra un fondo de estrellas.

Había vida en ese mundo, pródiga en cantidad y variedad. Había arañas saltarinas en la helada cima de las más altas montañas y gusanos que se alimentaban de azufre en las aberturas que cruzaban la despareja superficie del lecho oceánico. Había seres que podían vivir sólo en el ácido sulfúrico concentrado, y seres que resultaban destruidos por el mismo ácido; organismos para los que el oxígeno era un veneno y organismos cuya supervivencia dependía sólo del oxígeno, que en realidad lo respiraban.

Una forma particular de vida con un grado escaso de inteligencia, acababa de dispersarse por el planeta. Tenía puestos de avanzada en el lecho marino y en la órbita de baja altitud. Se arracimaban en cada rinconcito de su pequeño mundo. La frontera que marcaba el paso de la noche al día avanzaba hacia el oeste, y siguiendo su movimiento, millones de seres realizaban el ritual de sus abluciones matutinas. Vestían abrigos o prendas de algodón, bebían café, té o diente de león, se movilizaban en bicicletas, automóviles o bueyes, reflexionaban brevemente sobre las tareas escolares, sobre las plantaciones de primavera, sobre el destino del mundo.

Los primeros impulsos del conjunto de radioondas se insinuaron en medio de la atmósfera y las nubes, golpearon contra el paisaje y resultaron parcialmente de vuelta hacia el espacio. A medida que la Tierra giraba debajo de ellos, nuevos impulsos arribaron, abarcando no sólo ese planeta en particular sino la totalidad del sistema.

Ninguno de los mundos interceptó más que una mínima cantidad de la energía. La mayor parte continuó su camino sin esfuerzo, mientras la estrella amarilla, y sus mundos acompañantes se sumergían, en una dirección total mente distinta, en las tinieblas.

Vestido con una chaqueta de dacrón que llevaba el monograma de un conocido equipo de voleibol, el oficial de guardia del turno de noche se acercó al edificio de control. Un grupo de radioastrónomos salía en ese momento a cenar.

— ¿Cuánto hace que buscas hombrecitos verdes? Más de cinco años, ¿no, Willie?

Intercambiaron bromas amables, pero él notó cierto nerviosismo en su humor.

— Danos un descanso, Willie — pidió el otro —. El programa de luminosidad de cuasar anda estupendo, pero vamos a demorar una eternidad si sólo nos permiten un dos por ciento del tiempo del uso del telescopio.

— Sí, Jack, cómo no.

— Willie, estamos remontándonos hasta el origen del universo. Nuestro programa también es importante. Sabemos que hay un universo allá, pero ustedes no han constatado que haya ni un solo hombrecito verde.

— Plantéaselo a la doctora Arroway. Estoy seguro de que le encantará oír tu opinión.

El oficial de guardia entró en la zona de control. Revisó rápidamente las decenas de pantallas de televisión donde se verificaba el progreso de la exploración de radio.

Acababan de terminar de estudiar la constelación de Hércules. Se habían internado en el corazón de un enjambre de galaxias mucho más remotas que la Vía Láctea, a unos cien millones de años luz; habían sintonizado M 31, un conglomerado de aproximadamente trescientas mil estrellas, que se desplazaba en órbita alrededor de la Vía Láctea, a veintiséis mil años luz; habían estudiado algunas estrellas distintas del Sol, otras similares, todas cercanas. La mayoría de las estrellas que puede divisarse a simple vista queda a menos de unos cientos de años luz. Habían revisado con esmero pequeños sectores del cielo dentro de la constelación de Hércules, en mil millones de frecuencias distintas, y no pudieron oír nada. En años anteriores habían explorado las constelaciones del oeste de Hércules — la Serpiente, el Boyero, la Corona Boreal — y tampoco pudieron oír nada.

Varios de los telescopios, pudo advertir el oficial de guardia, tenían la misión de recoger ciertos datos desconocidos sobre Hércules. Los restantes apuntaban hacia un sector adyacente del cielo, la constelación contigua a Hércules, hacia el este. Los habitantes del Mediterráneo oriental de varios miles de años atrás, le habían encontrado forma de un instrumento musical de cuerdas y lo relacionaban con Orfeo, el héroe de la cultura griega.

Se trataba de la constelación conocida como Lira.

Las computadoras orientaban a los telescopios para que siguieran a las estrellas de Lira desde la salida hasta la puesta, acumulaban los fotones radioeléctricos, controlaban el buen estado de los telescopios y procesaban los datos en estructuras convenientes para los operadores humanos. Incluso un solo oficial de turno era quizás innecesario.

Willie pasó junto a la máquina expendedora de café y la de caramelos, en una calcomanía decía: Los AGUJEROS NEGROS NO ESTÁN A LA VISTA, y se acercó a la consola de mando. Saludó amablemente al oficial del turno de tarde, que se aprestaba para salir a cenar. Como los datos recogidos durante el día estaban resumidos en la pantalla maestra, no tuvo necesidad de preguntar si había novedades.

— Como verás, no es mucho lo que hubo hoy. Tuvimos una falla de orientación en el cuarenta y nueve, o al menos eso era lo que parecía — dijo el hombre, señalando vagamente una ventana —. Los de cuasar dejaron libres los telescopios del 110 y 120 hace alrededor de una hora. Tengo entendido que están recibiendo muy buenos datos.

— Sí, ya me enteré. No comprenden…

Su voz se fue apagando al tiempo que sonaba una alarma en la consola. En una pantalla rotulada «Intensidad vs. Frecuencia» se elevaba una línea recta vertical.

— Mira, es una señal monocromática.

En otra pantalla, identificada como «Intensidad vs. Tiempo», aparecían impulsos que iban de izquierda a derecha, y luego se borraban.

— Son números — musitó Willie —. Alguien está emitiendo números.

— Probablemente sea alguna interferencia de la Fuerza Aérea. A lo mejor nos están tomando el pelo.

Existían estrictos convenios para reservar al menos ciertas frecuencias de radio para la astronomía, pero precisamente, dado que dichas frecuencias constituían un canal libre, de vez en cuando los militares no podían resistir la tentación de utilizarlas. Si alguna vez se producía una guerra mundial, quizá los radioastrónomos serían los primeros en enterarse, con sus ventanas abiertas a un cosmos rebosante de órdenes dirigidas a los satélites de evaluación de daños que giraban en órbita geosincrónica y órdenes cifradas de ataque remitidas a distantes y estratégicos puestos de avanzada. Aun no habiendo tráfico militar, por el hecho de escuchar mil millones de frecuencias a un mismo tiempo los astrónomos sabían que siempre había cierta interferencia producida generalmente por relámpagos, el arranque de los automóviles, transmisiones en directo vía satélite. Sin embargo, las computadoras tenían sus números, conocían sus características y sistemáticamente hacían caso omiso de ellas. Ante la presencia de señales más ambiguas, la computadora escuchaba con más atención y se aseguraba de que no correspondieran a ningún tipo de datos que ella estuviera programada para entender. De vez en cuando sobrevolaba la zona algún avión electrónico del servicio secreto en misión de entrenamiento, y Argos de pronto captaba señales inconfundibles de vida inteligente. No obstante, siempre resultaba ser vida de tipo peculiar, inteligente hasta cierto punto, y apenas extraterrestre. Unos meses antes un F-29E con sofisticado instrumental electrónico, había volado sobre esa zona a veinticuatro mil metros de altitud, haciendo sonar la alarma de los ciento treinta y un telescopios. Para los ojos no militares de los astrónomos, la señal radial era lo suficientemente compleja como para constituir el primer mensaje provinente de una civilización extraterrestre. Luego comprobaron que el telescopio emplazado más al oeste había captado la señal un minuto antes que el ubicado más al este, y muy pronto llegaron a la conclusión de que se trataba de un objeto que cruzaba por la delgada capa de aire que rodea la Tierra, y no de una emisión de radio enviada por una civilización habitante del recóndito espacio. Casi con certeza ésa sería igual.