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Ésa era la parte más difícil de explicar al periodismo: que las señales no contenían en esencia sentido alguno. Eran sólo los primeros centenares de números primos, en orden, para comenzar otra vez desde el principio. 1, 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17,19, 23, 29, 31…

El nueve no era número primo — sostenía Ellie —, porque era divisible por 3 (además de por 9 y 1, desde luego). El diez tampoco lo era porque era divisible por 5 y por 2 (además de por 10 y por 1). El once sí era número primo porque sólo era divisible por 1 y por sí mismo. Sin embargo, ¿por qué optaban por transmitir dichos números? Pensó en un idiot savant, una de esas personas que quizá son deficientes en destrezas comunes, verbales o sociales, pero también son capaces de realizar complicadísimas operaciones matemáticas mentalmente, tales como por ejemplo, calcular al momento en qué día de la semana va a caer el 1 de junio del año 11.977. No lo hacen para nada sino sólo porque les gusta, porque son capaces de hacerlo.

Sabía que habían pasado sólo unos pocos días desde que se recibiera el mensaje, y se sentía feliz y desilusionada al mismo tiempo. Después de tantos años, por fin había detectado una señal… una especie de señal, al menos, pero su contenido era hueco, poco profundo, vacío. Había supuesto que recibiría la Enciclopedia Galáctica.

Hemos desarrollado la radioastronomía apenas en las últimas décadas, recordó, en una galaxia donde el promedio de antigüedad de las estrellas es de miles de millones de años. La posibilidad de recibir una señal proveniente de una civilización exactamente tan adelantada como la nuestra debería ser ínfima. Sí estuvieran, aunque sólo fuera un poco, mas atrasados, carecerían por completo de la capacidad tecnológica como para comunicarse con nosotros. Así pues, lo más probable era que la señal se hubiera originado en una civilización mucho más avanzada. A lo mejor tenían la habilidad de componer melódicas fugas: el contrapunto sería el tema escrito al revés. No, decidió. Si bien eso era, sin lugar a dudas, la labor de un genio — cosa que por supuesto ella no sabía hacer —, se trataba de una minúscula extrapolación de aquello que los seres humanos eran capaces de hacer. Bach y Mozart habían realizado valiosos intentos en ese sentido.

Procuró dar un salto más largo para adentrarse en la mente de alguien increíblemente más inteligente que ella, que Drumlin, o incluso que Eda, el joven físico nigeriano que acababa de ganar el premio Nobel, pero le fue imposible. Podía imaginar que demostraba el último teorema de Fermat o la conjetura de Goldbach con sólo algunas ecuaciones; podía plantearse problemas que nos superaban totalmente y que debían de ser muy sencillos para ellos, pero no podía introducirse en su mente. No podía adivinar en qué forma pensaba un ser sumamente más capaz que el hombre. Desde luego. ¿Acaso no lo sabía? Era como tratar de visualizar un nuevo color primario o un mundo en el cual uno pudiera reconocer a varios centenares de personas sólo por el olor de cada una… Podía hablar sobre eso, pero no podía experimentarlo. Por definición, debe de ser tremendamente difícil entender el comportamiento de un ser muy superior a uno. Pero así y todo, ¿por qué usar sólo números primos?

Los radioastrónomos de Argos averiguaron en esos días que Vega posee un movimiento conocido, un componente conocido de su desplazamiento en dirección a la Tierra o alejándose de ella, y un componente conocido lateralmente, a través de la esfera celeste, contra el fondo que suministran estrellas más distantes. Los telescopios de Argos, trabajando juntamente con los radioobservatorios de Virginia del Oeste Occidental y Australia, habían determinado que la fuente emisora se desplazaba con Vega. Según los minuciosos cálculos efectuados por ellos, la señal provenía no sólo del lugar que ocupaba Vega en el firmamento sino que también poseía los movimientos peculiares y característicos de Vega. A menos que se tratara de un engaño de notables proporciones, los impulsos de números primos procedían del sistema de Vega. No había ningún efecto Doppler adicional debido al movimiento del transmisor, quizás unido a un planeta, alrededor de Vega. Los extraterrestres habían previsto el movimiento orbital. A lo mejor era una especie de cortesía interestelar.

— Es la cosa más maravillosa de que yo haya tenido noticias jamás, aunque no tiene nada que ver con lo nuestro — comentó un funcionario de la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación sobre Defensa, cuando se aprestaba para regresar a Washington.

Apenas se verificó el descubrimiento, Ellie asignó a un puñado de telescopios la tarea de examinar Vega en otras frecuencias. Desde luego, detectaron también la misma señal, la misma sucesión monótona de números primos en la línea de hidrógeno de 1420 megahertz, en la de oxhidrilo de 1667 megahertz y en muchas otras frecuencias. En todo el espectro radioeléctrico, acompañado por una orquesta electromagnética, Vega emitía sonidos de números primos.

— Esto no tiene sentido — opinó Drumlin, tocándose con aire indiferente la hebilla del cinturón —. No se nos puede haber escapado antes. Todo el mundo ha estudiado a Vega durante años. Arroway lo observó desde Arecibo hace una década. De pronto, el martes pasado, Vega comienza a propalar números primos… ¿Por qué ahora? ¿Qué tiene de particular este momento? ¿A qué se debe que comiencen a transmitir varios años después de que Argos haya comenzado a escuchar?

— A lo mejor su transmisor estuvo en reparaciones durante dos siglos — sugirió Valerian —, y acaban de volver a ponerlo en funcionamiento. También podría ser que un esquema de trabajo sea enviarnos una transmisión un año de cada millón. Usted sabe muy bien que puede haber vida en muchos otros planetas. — Sin embargo Drumlin, a todas luces insatisfecho, se limitó a menear la cabeza.

Si bien por naturaleza no le atraían las conspiraciones, Valerian creyó advertir cierta segunda intención en la última pregunta de Drumlin: ¿Acaso no sería todo un inesperado intento de los científicos de Argos para impedir que se diera por terminado el proyecto?

No, no era posible. Valerian sacudió la cabeza. Pasaron en ese momento a su lado dos de los más antiguos expertos en el problema de SETI quienes, en silencio, meneaban también la cabeza, desconcertados.

Entre los científicos y los burócratas existía una suerte de fricción, de mutuo malestar, un antagonismo respecto de premisas fundamentales. Uno de los ingenieros electrotécnicos lo denominaba «desadaptación de impedancia». Los científicos eran demasiado especulativos y hablaban con demasiada ligereza de cualquiera, para el gusto de los burócratas. Estos burócratas por su parte, eran demasiado poco imaginativos y comunicativos, en opinión de los científicos. Ellie y en especial Der Heer trataban de tender puentes para superar la brecha, pero los pontones no hacían más que ser arrastrados por la corriente.

Esa noche había colillas de cigarrillos y tazas de café por doquier. Los científicos, con atuendo informal, los funcionarios de Washington, de traje, y algunos militares llenaban la sala de control y el pequeño auditorio y rebosaban por las puertas donde, iluminados por los cigarrillos y la luz de las estrellas, continuaban algunos de los debates. Pero los ánimos estaban gastados. Comenzaba a percibirse el efecto de tanta tensión.

— Doctora Arroway, éste es Michael Kitz, secretario adjunto de Defensa del «C3I».

Al hacer las presentaciones y ubicarse un paso detrás de él, Der Heer, estaba comunicando… ¿qué? Una extraña mezcla de emociones. Parecía apelar a la moderación. ¿Acaso la consideraba una exaltada? «C3I» — que se pronunciaba «ce al cubo I» — significaba Comando, Control, Comunicaciones e Inteligencia, importantes responsabilidades en un momento en que los Estados Unidos y la Unión Soviética se habían lanzado a reducir sus arsenales estratégicos nucleares. Era un trabajo para un hombre cauto.