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Ellie miró un instante el sistema de telefax que llevaba guardado en un maletín de cuero, debajo del asiento delantero. Era varios cientos de kilobits más veloz que el modelo antiguo de Peter, y producía gráficos mucho mejores. Bueno, quizás un día tendría que utilizarlo para explicarle a la Presidenta de los Estados Unidos qué hacía Adolf Hitler en Vega. Tenía que reconocer que se sentía un poco nerviosa por la reunión.

Nunca había conocido a un presidente de la nación y, según los criterios imperantes a fines del siglo xx, ésta era una buena presidenta. No había tenido tiempo de ir a la peluquería, y mucho menos de hacerse un tratamiento facial. Después de todo, no iba a la Casa Blanca para que la miraran.

¿Qué pensaría su padrastro? ¿Consideraría aún que no servía para la ciencia? ¿Qué pensaría su madre, confinada a un sillón de ruedas en un instituto geriátrico? Desde que se produjo el descubrimiento, una semana atrás, sólo había podido hablarle por teléfono brevemente una sola vez, y se prometió volver a llamarla desde Washington.

Tal como lo había hecho centenares de veces, miró por la ventanilla del avión y trató de imaginarse qué impresión de la Tierra se llevaría un observador extraterrestre, a esa altitud de doce o catorce mil metros, suponiendo que dichos seres tuvieran ojos semejantes a los humanos. En amplias zonas del mediooeste se veían diseños geométricos de cuadrados, rectángulos y círculos realizados por personas según sus predilecciones agrícolas o urbanas; había también enormes regiones del sudoeste en las cuales el único signo de vida inteligente era una ocasional línea recta que cruzaba montes y desiertos. Los mundos de civilizaciones más avanzadas, ¿son tan geométricos, son reconstruidos totalmente por sus habitantes? ¿O acaso, la señal de una civilización realmente adelantada sería el no dejar señal alguna? ¿Podrían ellos darse cuenta con sólo mirar en qué etapa nos encontramos de una inmensa secuencia cósmica de evolución en el desarrollo de seres inteligentes?

¿Qué otras cosas advertirían? Por lo azul del cielo, podrían obtener un cálculo aproximado del número de Loschmidt, la cantidad de moléculas que hay en un centímetro cúbico a nivel del mar. Aproximadamente tres veces diez elevado a la decimonovena potencia. Les sería fácil determinar la altura de las nubes por el largo de las sombras proyectadas sobre la Tierra. Y si supieran que las nubes son agua condensada, podrían calcular la temperatura de la atmósfera puesto que la temperatura debía descender a cuarenta grados centígrados bajo cero a la altura de las nubes más altas. La erosión de los accidentes geográficos, el recorrido sinuoso de los ríos, la presencia de lagos, todo hablaba de una antigua batalla entre procesos de formación y de erosión de la Tierra.

Podía notarse claramente que se trata de un planeta viejo con una civilización nueva.

La mayoría de los planetas de la Galaxia debían de ser pretécnicos y venerables, quizás hasta inertes. Algunos albergarían civilizaciones mucho más remotas que la nuestra. Debían de ser espectacularmente raros los mundos de civilizaciones técnicas que acababan de surgir. Eso era tal vez la cualidad más original de la Tierra.

A la hora del almuerzo, el paisaje había adquirido una tonalidad verde al sobrevolar el valle del Misisipí. No se percibía casi ninguna sensación de movimiento en los aviones modernos, pensó Ellie. Miró la silueta dormida de Peter; su compañero había rechazado con cierta indignación la posibilidad de aceptar el almuerzo del avión. Del otro lado del pasillo, un ser humano muy joven — de tres meses, quizás — viajaba cómodamente en brazos de su padre. ¿Qué opinión le merecía al niño el viaje aéreo? Uno llega a un lugar particular, entra en una estancia alargada llena de butacas y se sienta. La estancia retumba y se sacude durante cuatro horas. Después, uno se levanta y se va. Por arte de magia, está en un lugar distinto. Los pormenores del transporte parecen oscuros, pero la idea básica es fácil de atrapar, no se requiere para ello la especialización en ecuaciones de Navier-Stokes.

Ya había caído la tarde cuando sobrevolaron Washington, a la espera de autorización para aterrizar. Ellie divisó, entre el monumento a Washington y el de Lincoln, una multitud.

Según había leído una hora antes en el telefax del Times, se trataba de una marcha convocada por los negros para protestar contra las desigualdades económicas y educacionales. Teniendo en cuenta lo justos que eran sus planteamientos, pensó, habían sido demasiado pacientes. Se preguntó cómo reaccionaría la Presidenta ante la manifestación de los negros y la transmisión de Vega, temas ambos sobre los cuales habría de emitir algún comentario oficial al día siguiente.

— ¿Qué quiere decir, Ken, eso de que «se van»?

— Quiero decir, señora, que nuestras señales de televisión abandonan este planeta y se internan en el espacio.

— ¿Y hasta dónde llegan exactamente?

— Con el debido respeto, señora, no es así como hay que planteárselo.

— ¿Cómo, entonces?

— Las señales se expanden desde la Tierra en ondas esféricas, como pequeñas ondas sobre la superficie del agua. Se desplazan a la velocidad de la luz — doscientos ochenta mil kilómetros por segundo —, y continúan eternamente. Cuanto mejores sean los receptores de la otra civilización más lejos podrían encontrarse ellos, y así y todo recibir nuestras señales de televisión. Nosotros mismos podríamos detectar una transmisión potente de televisión proveniente de un planeta que girara en torno de la estrella más cercana.

La Presidenta permaneció un momento, muy erguida, ante los ventanales que daban al jardín. Luego se volvió.

— ¿Se refiere usted… a todo?

— Sí, todo.

— ¿Dice usted todas las porquerías que dan por televisión, los accidentes automovilísticos, los canales pornográficos, las noticias de la noche?

— Todo, señora. — Der Heer sacudió la cabeza.

— A ver si le entendí bien, Der Heer. ¿Esto significa que todas mis conferencias de prensa, mis debates, mi discurso inaugural… todo está allá arriba?

— Esa es la buena noticia, señora. La mala es que también lo están las apariciones por televisión de sus antecesores, de Richard Nixon, de los dirigentes soviéticos, muchas cosas desagradables que su adversario político opinó sobre usted. Es una bendición a medias.

— Dios mío. Prosiga, por favor. — La Presidenta se alejó del ventanal y daba la impresión de estar examinando atentamente un busto recientemente restaurado de Tom Paine, recuperado del sótano del Instituto Smithsoniano, adonde había sido recluido por el mandatario anterior.