— Bueno, gracias. Sí. La denominamos Red Intergaláctica y estamos muy orgullosos de ella. Poseemos estaciones en el desierto de Mojave, en España y en Australia. Desde luego, nuestros recursos financieros no alcanzan, pero con un poco de ayuda podremos acelerar nuestra labor.
— ¿España y Australia? — preguntó la Presidenta.
— Por razones de trabajo puramente científico — decía en ese momento el secretario de Estado —. Estoy seguro de que no habrá problemas. No obstante, si este programa de investigación tuviera derivaciones políticas, eso podría acarrearnos trastornos.
En los últimos tiempos se habían enfriado las relaciones de los Estados Unidos con ambos países.
— Sin lugar a dudas habrá derivaciones políticas — sostuvo la Presidenta.
— Pero no tenemos por qué atarnos a la superficie de la Tierra — intervino el general de la Fuerza Aérea —. Sólo se necesitaría instalar un gran radiotelescopio en nuestra órbita.
— Muy bien. — La Presidenta paseó la mirada por los asistentes —. ¿Tenemos ya un radiotelescopio espacial? ¿Cuánto tiempo nos llevará la instalación? ¿Quién lo sabe?
¿Doctor Garrison?
— Este… no, señora Presidenta. Durante los últimos tres años fiscales, la NASA ha presentado la propuesta del Observatorio Maxwell, pero nunca se lo incluyó en el presupuesto. Tenemos hecho un estudio pormenorizado, desde luego, pero llevaría años — tres, por lo menos — su puesta en práctica. Me veo en la necesidad de recordarles que hasta el otoño pasado los rusos poseían un radiotelescopio en funcionamiento en la órbita de la Tierra. No sé qué fue lo que falló, pero ellos estarían en mejores condiciones de enviar un cosmonauta a repararlo que nosotros de construir y lanzar uno desde cero.
— ¿Eso es todo? — dijo la Presidenta —. La NASA cuenta con un telescopio común en el espacio pero no con un radiotelescopio de grandes dimensiones. ¿No hay nada allá arriba que nos sirva? ¿Qué pasa con los organismos de inteligencia, la Agencia Nacional de Seguridad?
— Siguiendo con la misma idea — sostuvo Der Heer —, estamos recibiendo una señal muy potente en muchas frecuencias. Cuando Vega se pone en los Estados Unidos, hay otros radiotelescopios en varios países que reciben y registran la señal. No son tan sofisticados como los del proyecto Argos y quizá no han descubierto aún lo de la polarización modulada. Si nos ponemos a preparar un radiotelescopio para después lanzarlo al espacio, tal vez entonces el mensaje ya haya desaparecido. ¿No le parece doctora, que la única solución lógica sería la colaboración inmediata de varios países?
— No creo que ningún país solo pueda llevarlo a cabo. Harán falta muchas naciones, extendidas en longitud, alrededor de todo el globo. Será necesario utilizar los principales observatorios de radioastronomía ya existentes, los grandes radiotelescopios de Australia, la China, la India, la Unión Soviética, Medio Oriente y Europa Occidental. Sería una terrible irresponsabilidad de nuestra parte si nos quedáramos sin alguna parte del Mensaje sólo porque no hubo un telescopio enfocando a Vega. Algo tendremos que hacer respecto del Pacífico Oriental, entre Hawaii y Australia, y quizá también en el Atlántico medio.
— Bueno — intervino el director de Inteligencia Central —, los soviéticos poseen varios barcos de rastreo de satélites, que operan entre las bandas S y X, como por ejemplo el Akademik Keldysh y el Marshal Nedelin. Si llegamos a un acuerdo con ellos, tal vez podrían estacionar naves en el Atlántico o el Pacífico para cubrir esas brechas.
Ellie estuvo a punto de responder, pero la Presidenta se le adelantó.
— Está bien, Ken. Tiene usted razón, pero les repito que esto avanza con demasiada prisa y yo tengo otros asuntos importantes entre manos. Desearía que el director de Inteligencia y el personal de Seguridad Nacional trabajaran esta misma noche para determinar si nos queda alguna otra alternativa además de la cooperación con otros países, especialmente aquellos que no son nuestros aliados. Le encomiendo al secretario de Estado que, junto con los científicos, redacte una lista de naciones y de individuos con quienes tendremos que ponernos en contacto en caso de necesitar colaboración, y una evaluación de las consecuencias. ¿Algún país puede enojarse con nosotros si no le pedimos que escuche la señal? ¿Es posible que suframos algún chantaje por parte de alguien que prometa dar información y luego nos la niegue? ¿No sería conveniente que más de un país cubriera cada longitud? Analicen las posibles derivaciones. Y por favor — sus ojos fueron escrutando todos los rostros —, les pido que guarden el secreto. Usted también, Arroway. Demasiados problemas tenemos ya…
Capítulo siete — El etanol en W3
No hay que dar el menor crédito a la opinión… de que los demonios actúan como mensajeros e intermediarios entre los dioses y los hombres para elevar todas nuestras peticiones a los dioses, y para conseguirnos su ayuda. Por el contrario, debemos creer que se trata de espíritus ansiosos por causar daño, totalmente apartados de la rectitud, llenos de orgullo y de envidia, sutiles en el arte de engañar…
Que surgirán nuevas herejías lo afirma la profecía de Cristo, pero que tendrán que abolirse las antiguas, eso no lo podemos predecir.
Había planeado ir a buscar a Vaygay al aeropuerto de Albuquerque y llevarlo a Argos en su Thunderbird. El resto de la delegación soviética viajaría en los autos del observatorio. A Ellie le hubiera encantado conducir a toda velocidad en el fresco aire del amanecer, escoltada tal vez por la guardia de honor de los conejos. Además, pensaba mantener una larga conversación privada con Vaygay durante el regreso. Sin embargo, los nuevos agentes de seguridad vetaron su idea. El sobrio anuncio que efectuó la Presidenta dos semanas antes al concluir su conferencia de prensa, había atraído a multitudes a ese aislado punto del desierto. Teóricamente podía haber algún brote de violencia, le aseguraron a Ellie. En el futuro debería movilizarse siempre en vehículos oficiales, y con una discreta custodia armada. La pequeña comitiva se encaminaba a Albuquerque a una velocidad tan moderada, que, sin darse cuenta, Ellie iba presionando un acelerador imaginario sobre la alfombra de goma que tenía bajo los pies.
Sería un placer volver a estar con Vaygay. Lo había visto por última vez en Moscú, tres años antes, durante uno de esos períodos en que a él se le prohibía visitar Occidente. Las autorizaciones para viajar al exterior se conseguían con mayor o menor facilidad según Riera cambiando la política oficial, y según el propio e imprevisible comportamiento de Vaygay. Solían negarle el permiso a consecuencia de alguna mínima provocación política de su parte, pero después volvían a otorgárselo cuando no encontraban a nadie de su nivel que encabezara alguna delegación científica. Recibía invitaciones del mundo entero para participar en seminarios, conferencias, coloquios, grupos de estudio y comisiones internacionales. En su calidad de premio Nobel de física y miembro activo de la Academia Soviética de Ciencias, gozaba de más independencia que la mayoría de sus compatriotas.
A menudo parecía estar en equilibrio precario en el límite exterior de la paciencia y la restricción de la ortodoxia gubernamental.
Su nombre completo era Vasily Gregorovich Lunacharsky, conocido en la comunidad mundial de físicos como Vaygay. Sus relaciones ambiguas con el régimen soviético intrigaban a Ellie y a muchos occidentales. Era pariente lejano de Anatoly Vasilyevich Lunacharsky, viejo colega bolchevique de Gorky, Lenín y Trotsky. El otro Lunacharsky había ejercido luego las funciones de comisario del pueblo para Educación, y embajador soviético en España hasta su muerte, acaecida en 1933. La madre de Vaygay había sido judía, y se comentaba que él había trabajado en armas nucleares, aunque era demasiado joven como para haber desempeñado un papel preponderante en la primera explosión termonuclear de los soviéticos.