Su instituto contaba con buen instrumental y un plantel de calidad, y su productividad científica era prodigiosa, pese a algunos obstáculos que le presentaba el Comité para la Seguridad del Estado. A pesar de los fluctuantes permisos para viajar al extranjero, era asiduo concurrente a las principales conferencias internacionales, incluso al simposio «Rochester» sobre física de alta energía, el encuentro «Texas» sobre la astrofísica relativista y las informales reuniones científicas «Pugwash» convocadas para hallar formas de reducir la tensión internacional.
Ellie sabía que, en la década de 1960, Vaygay visitó la Universidad de California y se quedó maravillado con la proliferación de irreverentes, escatológicas y descabelladas consignas impresas en botones prendedores, que permitían — rememoró ella con nostalgia — conocer a simple vista las inclinaciones sociales de una persona. Los distintivos también eran muy populares en la Unión Soviética, pero por lo general las inscripciones eran elogios para el equipo «Dynamo» de fútbol o para algunas de las naves espaciales de la serie Luna, que fueron las primeras en llegar a nuestro satélite. Los botones de Berkeley eran distintos. Vaygay los compraba por docenas, pero le encantaba ponerse uno en particular, del tamaño de la palma de su mano, que decía «Ruegue por el Sexo». Lo usaba incluso para asistir a las reuniones científicas. Cuando le preguntaban por qué le gustaba tanto, respondía:
— En el país de ustedes, es ofensivo en un solo sentido. En mi patria, resultaría ofensivo de dos maneras diferentes.
Si se le presionaba para que lo aclarara, comentaba que su famoso pariente bolchevique había escrito un libro relativo al lugar que debía ocupar la religión en el mundo socialista. Desde ese entonces, su dominio del inglés había mejorado notablemente — mucho más que el ruso que hablaba Ellie, pero su propensión a usar injuriosos prendedores en la solapa, lamentablemente, disminuyó.
En una ocasión, durante una vehemente discusión respecto de los méritos relativos de ambos sistemas políticos, Ellie se jactó de haber tenido la libertad de marchar frente a la Casa Blanca en una manifestación de protesta contra la intervención norteamericana en Vietnam. Vaygay replicó que en ese mismo período él había gozado de la misma libertad de marchar frente al Kremlin para protestar también por la injerencia norteamericana en la guerra de Vietnam.
Él nunca mostró deseos, por ejemplo, de fotografiar las barcazas llenas de malolientes desperdicios y las chillonas gaviotas que sobrevolaban la Estatua de la Libertad, como había hecho otro científico soviético el día en que ella los acompañó a viajar en ferry a Staten Island, en un descanso de un simposio realizado en Nueva York. Tampoco había fotografiado — como algunos de sus colegas — las casuchas derruidas y los ranchos de los barrios pobres de Puerto Rico en ocasión de una excursión en autocar que efectuaron desde un lujoso hotel sobre la playa hasta el observatorio de Arecibo. ¿A quién entregarían esas fotos? Ellie se imaginaba la enorme biblioteca de la KGB dedicada a las injusticias y contradicciones de la sociedad capitalista. Cuando se sentían desalentados por algunos fracasos de la sociedad soviética, ¿acaso les reconfortaba revisar las instantáneas de los imperfectos norteamericanos?
Había muchos científicos brillantes en la Unión Soviética a los que, por delitos conocidos, desde hacía décadas no se les permitía salir de Europa Oriental. Konstantinov, por ejemplo, viajó por primera vez a Occidente a mediados de los años sesenta. Cuando, en una reunión internacional en Varsovia, se le preguntó, por qué, respondió: «Porque los hijos de puta saben que, si me dejan partir, no vuelvo más.» Sin embargo, le permitieron salir durante el período en que mejoraron las relaciones científicas entre ambas naciones a fines de la década del sesenta y comienzos de la del setenta, y siempre regresó. No obstante, ya no se lo permitían y no le quedaba más remedio que enviar a sus colegas occidentales tarjetas en fin de año en las cuales aparecía él con aspecto desolado, la cabeza baja, sentado sobre una esfera debajo de la cual estaba la ecuación de Schwarzschild para obtener el radio de un agujero negro. Se hallaba en un profundo pozo de potencial, explicaba a quienes lo visitaban en Moscú, utilizando la metáfora de la física.
Jamás le concedieron permiso para volver a abandonar el país.
En respuesta a preguntas que se le formulaban, Vaygay sostenía que la revolución húngara de 1956 había sido organizada por criptofascistas, y que a la Primavera de Praga de 1968 la habían programado dirigentes no representativos, opositores del socialismo.
Sin embargo, añadía, si esas explicaciones no eran correctas, si se había tratado de verdaderos levantamientos populares, entonces su país había cometido un error al sofocarlos. Respecto al tema de Afganistán, ni siquiera se tomó el trabajo de citar las justificaciones oficiales. En una ocasión en que Ellie fue a visitarlo a su instituto, quiso mostrarle su radio de onda corta, en la que había marcado las frecuencias correspondientes a Londres, París y Washington, en prolijos caracteres cirílicos. Tenía la libertad, comentó, de escuchar la propaganda tendenciosa de todas las naciones.
Hubo una época en que muchos de sus colegas adoptaron la retórica nacional en lo concerniente al peligro amarillo. «Imagínese toda la frontera entre la China y la Unión Soviética, ocupada por soldados chinos, hombro a hombro, un ejército invasor», dijo uno de ellos, desafiando el poder de imaginación de Ellie. «Con la tasa de natalidad que tienen los chinos actualmente, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que cruzaran todos la frontera?»
La respuesta fue una extraña mezcla de funestos presagios y gozo por la matemática.
«Nunca.» El hecho de apostar tantos soldados chinos en la frontera — explicó Lunacharsky — implicaría reducir automáticamente la tasa de natalidad; por ende, sus cálculos estaban equivocados. Lo dijo de tal modo que dio la impresión de que su posición contraria se debía al uso impropio de los modelos matemáticos, pero todos captaron su intención. En la peor época de tensión chino-soviética, jamás se dejó arrastrar por criterios paranoicos ni racistas.
A Ellie le fascinaban los samovares y comprendía por qué los rusos eran tan afectos a ellos. Tenía la sensación de que el Lunakhod, el exitoso vehículo lunar soviético con aspecto de bañera sobre ruedas, utilizaba cierta tecnología de samovar. En una ocasión Vaygay la llevó a ver una reproducción del Lunakhod que se exhibía en un parque de las afueras de Moscú. Allí, junto a un edificio destinado a la exposición de productos de la República Autónoma de Tadjikistan, había un enorme salón lleno de reproducciones de vehículos espaciales civiles. El Sputnik 1, la primera nave espacial orbital; el Sputnik 2, la primera nave que transportó a un animal, la perra Laika, que murió en el espacio; el Luna 2, la primera nave espacial en llegar a otro cuerpo celeste; el Luna 3, la primera nave espacial que fotografió el sector más lejano de la Luna; el Venera 7, la primera nave que aterrizó en otro planeta, y el Vostok 1, la primera nave tripulada por el héroe de la Unión Soviética, el cosmonauta Yury A. Gagarin, para realizar un vuelo orbital alrededor de la Tierra. Fuera, los niños trepaban a las aletas semejantes a toboganes, de un cohete de lanzamiento, con sus hermosos rizos y sus pañuelos rojos al viento a medida que se deslizaban hasta el suelo. La enorme isla soviética en el mar Ártico se llamaba Novaya Zemlya, Tierra Nueva. Fue allí donde, en 1961, hicieron detonar un arma termonuclear de cincuenta y ocho megatones, la mayor explosión obtenida hasta entonces por el ser humano. Sin embargo, ese día de primavera en particular, con tantos vendedores ambulantes que ofrecían el helado que tanto enorgullece a los moscovitas, con familias de paseo y un viejo sin dientes que les sonreía a Ellie y Lunacharsky como si fuesen enamorados, la vieja Tierra les parecía sobradamente hermosa.