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En las poco habituales visitas de Ellie a Moscú o Leningrado, Vaygay organizaba programas para la noche. En grupos de seis u ocho asistían al ballet del Bolshoi o del Kirov, con entradas que Lunacharsky se ingeniaba para conseguir. Ellie agradecía a sus anfitriones la velada, y éstos le agradecían a ella ya que — explicaban —, sólo podían concurrir a dichos espectáculos en compañía de visitantes extranjeros. Vaygay nunca llevaba a su esposa, y por supuesto Ellie jamás la conoció. Él decía que su mujer era una médica dedicada por completo a sus pacientes. Ellie le preguntó una vez qué era lo que más lamentaba, ya que sus padres no habían cumplido nunca sus aspiraciones de irse a vivir a los Estados Unidos. «Lo único que lamento», respondió él con voz seria, «es que mi hija se haya casado con un búlgaro».

En una ocasión, Vaygay organizó una cena en un restaurante caucásico de Moscú, y contrató un tamada, un profesional para dirigir los brindis, de nombre Khaladze. El hombre era un maestro en ese arte, pero el dominio que tenía Ellie del ruso dejaba tanto que desear, que tuvo que hacerse traducir casi todos los brindis. Vaygay se volvió hacia ella y, sentando el tono que habría de imperar en la velada le comentó: «A los que beben sin brindar los llamamos alcohólicos.» Uno de los primeros brindis, relativamente mediocre, concluyó con deseos de «paz en todos los planetas», y Vaygay le explicó que la palabra mir significaba mundo, paz y una comunidad autónoma de campesinos que se remontaba hasta la antigüedad. Discutieron acerca de si había más paz en el mundo en las épocas en que las mayores unidades políticas eran del tamaño de una aldea. «Toda aldea es un planeta» aseguró Lunacharsky, levantando su copa. «Y todo planeta es una aldea», le contestó Ellie.

Esas reuniones solían ser no poco estruendosas. Se bebían enormes cantidades de coñac y vodka, pero nadie dio nunca la impresión de estar del todo ebrio. Se marchaban ruidosamente del restaurante a la una o dos de la madrugada y buscaban un taxi, por lo general, infructuosamente. Varias veces Vaygay la acompañó a pie el trayecto de cinco o seis kilómetros entre el restaurante y el hotel donde ella se alojaba. Él se comportaba como una especie de tío, atento, tolerante en sus juicios políticos, impetuoso en sus pronunciamientos científicos. Pese a que sus escapadas sexuales eran legendarias entre sus colegas, jamás se permitió siquiera despedir con un beso a Ellie. Eso la había intrigado siempre, aunque el cariño que sentía por ella era manifiesto.

Había numerosas mujeres en la comunidad científica soviética, comparativamente muchas más que en los Estados Unidos. No obstante, solían ocupar puestos de un nivel medio, y los científicos hombres, al igual que sus colegas norteamericanos, observaban con curiosidad a una mujer hermosa, de excelente formación profesional, que defendía con ardor sus opiniones. Algunos la interrumpían o fingían no oírla. Cuando eso ocurría, Lunacharsky acostumbraba a preguntar en un tono de voz más fuerte que el habituaclass="underline"

«¿Qué dijo usted, doctora Arroway? No alcancé a oírle bien.»

Los demás entonces hacían silencio, y ella continuaba hablando sobre los detectores de galio impuro o sobre el contenido de etanol en la nube galáctica W3. La cantidad de alcohol de graduación 200 que había en esa sola nube interestelar era más que suficiente como para mantener la actual población de la Tierra, si cada adulto fuese un alcohólico empedernido, durante toda la vida del sistema solar. El tamada le agradeció la información. En los brindis siguientes, tejieron conjeturas respecto de si otras formas de vida se intoxicarían con etanol, si la ebriedad generalizada sería un problema de toda la Galaxia y si habría en cualquier otro mundo otra persona más competente para dirigir los brindis que Trofim Sergeivich Khaladze.

Al llegar al aeropuerto de Albuquerque se enteraron de que, milagrosamente, el vuelo comercial de Nueva York que traía a la delegación soviética había llegado con media hora de adelanto. Ellie encontró a Vaygay en la tienda de regalos regateando el precio de una chuchería. El debió de verla por el rabillo del ojo. Sin volverse, levantó un dedo.

— Un segundo, Arroway — dijo —. ¿Diecinueve con noventa y cinco? — continuó, dirigiéndose al indiferente vendedor —. Ayer vi unas idénticas en Nueva York a diecisiete con cincuenta. — Ellie se aproximó y vio que su amigo desparramaba un mazo de naipes con personas desnudas de ambos sexos en poses, que en ese momento se consideraban apenas indecorosas, pero que habrían escandalizado a la generación anterior. El dependiente trató de recoger las cartas mientras Lunacharsky se empeñaba en cubrir con ellas el mostrador. Vaygay ganó.

— Perdone, señor, pero yo no pongo los precios. Sólo trabajo aquí — se quejó el muchacho.

— ¿Ves los fallos de una economía planificada? — le comentó Vaygay a Ellie, al tiempo que entregaba un billete de veinte dólares —. En un verdadero sistema de libre empresa, probablemente compraría esto por quince dólares; quizá por doce noventa y cinco. No me mires así, Ellie, porque esto no es para mí. Contando los comodines, hay cincuenta y cuatro naipes, cada uno de ellos un hermoso obsequio para la gente que trabaja en mi instituto.

Sonriendo, Ellie lo tomó del brazo.

— Es un gusto verte de nuevo, Vaygay.

— Un raro placer, querida.

En el trayecto a Socorro, por acuerdo tácito, hablaron sólo de temas intrascendentes.

Valerian y el conductor, uno de los nuevos empleados de seguridad, ocupaban los asientos delanteros. Peter, que no era muy locuaz ni siquiera en circunstancias normales, se limitó a acomodarse en su butaca y escuchar la conversación, la cual rozó sólo tangencialmente la cuestión que habían venido a debatir los soviéticos: el tercer nivel del palimpsesto, el complejo y aún no descifrado Mensaje que estaban recibiendo en forma colectiva. Con cierta renuencia, el gobierno de los Estados Unidos había llegado a la conclusión de que la participación soviética era fundamental, sobre todo porque, debido a la gran intensidad de la señal procedente de Vega, hasta los radiotelescopios más modestos podían detectarla. Años atrás, los rusos habían tenido la precaución de desplegar una cantidad de telescopios pequeños a través de toda Eurasia, abarcando unos nueve mil kilómetros de la superficie de la Tierra, y en los últimos tiempos habían terminado de construir una importante estación cerca de Samarcanda. Además, había buques rastreadores de satélites que patrullaban tanto el Atlántico como el Pacífico.

Algunos de los datos obtenidos por los soviéticos eran innecesarios puesto que las mismas señales las registraban observatorios de Japón, la China, la India e Irak. De hecho, todos los radiotelescopios del mundo que tenían a Vega en su campo visual, estaban alertas. Los astrónomos de Inglaterra, Francia, los Países Bajos, Suecia, Alemania, Checoslovaquia, Canadá, Venezuela y Australia captaban pequeños fragmentos del Mensaje, y examinaban Vega desde el momento en que salía hasta su ocaso. El equipo detector de algunos observatorios no era suficientemente sensible como para diferenciar los impulsos individuales, pero de todos modos escuchaban el ruido borroso. Cada uno de esos países poseía una pieza del rompecabezas puesto que, como le había recordado Ellie a Kitz, la Tierra gira. Cada nación procuraba encontrarle sentido a los impulsos, pero era difícil. Nadie podía asegurar siquiera si el Mensaje estaba escrito en símbolos o en imágenes.