Al salir del colegio, fue en bicicleta hasta una biblioteca cercana a consultar libros de matemáticas. Por lo que pudo sacar en limpio de la lectura, su pregunta no había sido tan estúpida. Según la Biblia, los antiguos hebreos parecían crecer que pi era igual a tres. Los griegos y romanos, que sabían mucho de matemáticas, no tenían idea de que las cifras de pi continuaran infinitamente sin repetirse. Eso era un hecho descubierto apenas doscientos cincuenta años antes. ¿Cómo iba ella a saber las cosas si no se le permitía formular preguntas? Sin embargo, el señor Weisbrod tenía razón en cuanto a los primeros dígitos. Pi no era 3,21. A lo mejor la tapa de la mayonesa estaba un poco aplastada y no era un círculo perfecto. O tal vez ella hubiera medido mal el cordel. No obstante, aun si hubiera obrado con más cuidado, no se podía esperar que pudiese medir un número infinito de decimales.
Sin embargo, cabía otra posibilidad: podía calcularse pi con la precisión que uno quisiera. Sabiendo cálculo, podían probarse fórmulas de π que permiten obtener tantos decimales como uno desee. El libro traía fórmulas de pi dividido por cuatro, algunas de las cuales no entendió en lo más mínimo. Otras, en cambio, la deslumbraron: pi/4, decía el texto era igual a 1 — 1/3 + 1/5 — 1/7…, y las fracciones se prolongaban hasta el infinito.
Rápidamente trató de resolverlo, sumando y restando las fracciones en forma alternada.
La suma pasaba de ser mayor que pi/4 a ser menor que pi/4, pero al rato se advertía que la serie de números llevaba directamente hacia la respuesta correcta. Era imposible llegar allí exactamente, pero con una gran paciencia se podía llegar a lo más cerca que uno deseara. Le parecía un milagro que la forma de todos los círculos del mundo tuviera relación con esa serie de fracciones. ¿Qué sabían los círculos de fracciones? Decidió, entonces, estudiar cálculo.
El libro decía algo más: que pi se denominaba un número «¡irracional!».
No existía una ecuación con números racionales que diera como resultado pi, a menos que fuese infinitamente larga. Como ya había aprendido por su cuenta algo de álgebra, comprendió lo que eso significaba. De hecho, había una cantidad infinita de números irracionales, más aún, había una cantidad infinitamente mayor de números irracionales que de números racionales, pese a que pi era el único que conocía. En más de un sentido, pi se vinculaba con el infinito.
Había podido vislumbrar algo majestuoso. Ocultos en medio de todos los números, había una cantidad infinita de números irracionales, cuya presencia uno nunca habría sospechado, a menos que se hubiera adentrado en el estudio de la matemática. De vez en cuando, en forma inesperada, uno de ellos — como pi — aparecía en la vida cotidiana.
Sin embargo, la mayoría — una cantidad infinita de ellos — permanecía escondida sin molestar a nadie, casi con certeza sin ser descubierta por el irritable señor Weisbrod.
A John Staughton lo caló de entrada. Le resultaba un misterio insondable cómo su madre pudo siquiera contemplar la idea de casarse con él… no importaba que sólo hiciese dos años desde la muerte de su padre. De aspecto era pasable, y si se lo proponía, era capaz de simular interés por uno. Pero era un ser rígido. Los fines de semana hacía ir a sus alumnos a arreglar el jardín de la nueva casa a la que se habían mudado y, cuando se habían ido, se burlaba de ellos. A Ellie, que estaba por comenzar su secundaria, le advirtió que no debía ni mirar siquiera a sus brillantes alumnos. Era un individuo engreído.
Ellie estaba convencida de que, por ser profesor, despreciaba secretamente a su padre muerto por haber sido sólo un comerciante. Staughton le hizo saber que su interés por la radio y la electrónica era indecoroso para una mujer, que así no conseguiría nunca un marido, y que su amor por la física era un capricho aberrante, «presuntuoso». Que carecía de condiciones para eso, y le convenía aceptar ese hecho objetivo porque se lo decía por su propio bien. Cuando fuera mayor iba a agradecérselo. Al fin y al cabo, él era profesor adjunto de física y sabía de qué hablaba. Esos sermones la indignaban, aunque hasta ese momento — pese a que Staughton se resistía a creerlo — jamás había pensado en dedicarse a la ciencia.
No era un hombre amable como lo había sido su padre y carecía por completo de sentido del humor. Cuando alguien daba por sentado que era hija de Staughton, se ponía furiosa. Su madre y su padrastro nunca le insinuaron que se cambiara el apellido puesto que sabían cuál habría de ser su respuesta.
Ocasionalmente el hombre demostraba algo de afecto, como por ejemplo cuando a ella le practicaron una amigdalotomía y él le llevó al hospital un maravilloso calidoscopio.
— ¿Cuándo van a operarme? — preguntó Ellie, algo adormilada.
— Ya te operaron — respondió Staughton —. Y todo salió bien. — Le resultaba inquietante que hubieran podido robarle bloques enteros de tiempo sin que ella se diera cuenta y le echó la culpa a él, aunque sabía que su reacción era infantil.
Era inconcebible que su madre pudiera estar verdaderamente enamorada de esa persona. Seguramente había vuelto a casarse por razones de soledad, por flaqueza.
Necesitaba que alguien se ocupara de ella. Ellie juró no aceptar jamás una posición de dependencia. Su padre había muerto, su madre se había vuelto distante, y ella se sentía una exiliada en la casa de un tirano. Ya no había nadie que la llamara «Pres».
Ansiaba poder escapar.
« — ¿Bridgeport? — pregunté.
— Camelot — me respondió.»
Capítulo dos — Luz coherente
Desde que tengo uso de razón, mi afición por el aprendizaje ha sido tan fuerte y violenta que ni siquiera las recriminaciones de otras personas… ni mis propios reproches… me impidieron que siguiera esta inclinación natural que Dios me dio. Sólo Él conoce el porqué, y también sabe que le he implorado que me quite la luz del discernimiento, que me deje únicamente la necesaria como para cumplir con su mandato ya que, según algunos, todo lo demás es excesivo para una mujer. Otros afirman que hasta es pernicioso.
Deseo proponer a la favorable consideración del lector una doctrina que, me temo, podrá parecer desatinadamente paradójica y subversiva. La doctrina en cuestión es la siguiente: no es deseable creer una proposición cuando no existe fundamento para suponer que sea cierta. Por supuesto, debo reconocer que, si dicha opinión se generalizara, transformaría por completo nuestra vida social y nuestro sistema político; como ambos actualmente son perfectos, este hecho debe pesar en contra de dicha opinión.
Alrededor de la estrella blanco azulada giraba un amplio anillo de desechos — piedras y hielo, metales y materiales orgánicos —, de un tono rojizo en la periferia y azulado en la parte más próxima a la estrella. El poliedro del tamaño de un mundo cayó verticalmente por una brecha en los anillos y emergió del otro lado. En el plano del anillo, había recibido sombras intermitentes producidas por rocas heladas y montañas que se desplomaban.
Sin embargo, en su trayectoria hacia un punto por encima del polo opuesto de la estrella, la luz del sol se reflejaba en sus millones de apéndices con forma de tazón. Observándolo con atención podría haberse advertido que uno de ellos realizaba un leve ajuste de enfoque. Lo que no hubiera podido verse habría sido la multitud de radioondas que partían de él para internarse en la inmensidad del espacio.