Durante toda la presencia del hombre sobre la faz de la Tierra, el cielo nocturno ha sido siempre para él una compañía y fuente de inspiración. Las estrellas son reconfortantes y parecen demostrar que los cielos se crearon para beneficio del ser humano. Esta patética vanidad se convirtió en la sabiduría convencional del mundo entero. Ninguna cultura estuvo exenta de ella. Algunas personas hallaron en los cielos una apertura hacia la sensibilidad religiosa. Muchos se sienten sobrecogidos y humillados por la gloria y la magnitud del cosmos. Otros, sienten el estímulo para manifestarse con el más exagerado vuelo de su fantasía.
En el mismo momento en que el hombre descubrió la vastedad del universo y se dio cuenta de que aun sus más disparatadas fantasías eran ínfimas comparadas con la verdadera dimensión de la Vía Láctea, tomó medidas para asegurar que sus descendientes no pudiesen ver las estrellas en lo más mínimo. Durante un millón de años, los humanos se han criado en el contacto diario, personal, con la bóveda celeste. En los últimos milenios comenzaron a construir las ciudades y a emigrar hacia ellas. En el curso de las últimas décadas, gran parte de la población humana abandonó una forma rústica de vida. A medida que avanzaba la tecnología y se contaminaban los centros urbanos, las noches se fueron quedando sin estrellas. Nuevas generaciones alcanzaron la madurez ignorando totalmente el firmamento que había pasmado a sus mayores y estimulado el advenimiento de la era moderna de la ciencia y la tecnología. Sin darse cuenta siquiera, justo cuando la astronomía entraba en su edad de oro, la mayoría de la gente se apartaba del cielo en un aislamiento cósmico que sólo terminó con los albores de la exploración espacial.
Ellie solía contemplar a Venus e imaginar que se trataba de un mundo semejante a la Tierra, poblado por plantas, animales y civilizaciones, pero todos distintos de los que tenemos aquí. En las afueras del pueblo, después de ponerse el sol, levantaba la mirada al cielo y escudriñaba ese puntito luminoso. Al compararlo con las nubes cercanas, aún iluminadas por el sol, le parecía amarillento. Trataba de imaginar qué pasaba allá arriba.
Se ponía de puntillas y miraba fijamente el planeta. En ocasiones, casi tenía la sensación de que podía verlo; la niebla amarilla de pronto se disipaba, y por unos instantes aparecía una enorme ciudad. Los autos espaciales avanzaban raudamente entre las espirales de cristal. A veces se imaginaba que espiaba dentro de esos vehículos y vislumbraba a uno de ellos. También se imaginaba a un ser joven, que observaba un puntito azul brillante en su cielo, puesto de puntillas, mientras se interrogaba acerca de los habitantes de la Tierra.
La idea le resultaba fascinante: un planeta tórrido, tropical, que rebosaba de vida inteligente, y a muy corta distancia.
Optó por la memorización mecánica aunque sabía que en el mejor de los casos, sólo le brindaría una educación hueca. Se esforzaba lo mínimo como para aprobar los cursos, y poder así dedicarse a otras cosas. Pasaba sus horas libres en un sitio denominado el «taller», una fábrica pequeña y sórdida que el colegio había instalado en la época en que estaba de moda la «educación vocacional». Por «educación vocacional» se entendía, principalmente, realizar trabajos manuales. Allí había tornos, taladros y otras máquinasherramienta a las que le estaba prohibido acercarse porque, por inteligente que fuese, seguía siendo «una chica». Con desgana, le dieron autorización para llevar a cabo sus propios proyectos en el sector de electrónica del «taller». Fabricó radios casi desde cero y luego prosiguió con algo más interesante.
Construyó una máquina de cifrado que, pese a ser rudimentaria, funcionaba. Podía recibir cualquier mensaje en inglés y, mediante una simple sustitución de cifra, transformarlo en algo semejante a una jerigonza. Lograr un aparato que hiciera el proceso inverso — es decir, decodificar un mensaje cifrado sin conocer las pautas de sustitución — le resultó mucho más difícil. La máquina podía realizar todas las sustituciones posibles (A simboliza a B, A simboliza a C, A simboliza a D…) o, si no, tener presente que, en inglés, algunas letras se emplean más que otras. Una idea de la frecuencia de uso de las letras la daba el tamaño de las cajas correspondientes a cada letra que había en la imprenta contigua. Según los chicos de la imprenta, las doce más utilizadas eran «ETADINSHRDLU», en ese orden. Al decodificar un mensaje, la letra más usada probablemente representara a la E. Ellie descubrió que algunas consonantes tenían cierta tendencia a aparecer juntas; las vocales se distribuían más o menos al tuntún. La palabra de tres letras más frecuente en el idioma era the. Si, dentro de una palabra, había una letra entre medio de una T y una E, casi con seguridad se trataba de una H. Si no, podía ser una R o una vocal. Dedujo otras reglas y pasó largas horas investigando la frecuencia de las letras en varios libros de texto, hasta que se enteró de que esas tablas de periodicidad ya habían sido compiladas y publicadas. Construyó la máquina de descifrado para su propio placer. No la usaba para enviar mensajes secretos a sus amigos. No sabía muy bien a quién podía hacer partícipe de ese interés suyo por la electrónica y la criptografía; los chicos se ponían muy inquietos y nerviosos, mientras que las chicas la miraban con desconfianza.
Los soldados de los Estados Unidos estaban librando batallas en un sitio remoto llamado Vietnam. Todos los meses reclutaban a más muchachos jóvenes de la calle o del campo para enviarlos a Vietnam. Cuanto más leía acerca de la guerra y más pronunciamientos escuchaba por parte de los dirigentes nacionales, más se indignaba. El presidente y el Congreso mentían y mataban, se dijo, y el pueblo lo consentía sin protestar. El hecho de que su padrastro apoyara la postura oficial respecto del cumplimiento de tratados, de la teoría del dominó y la agresión comunista, no hizo más que reforzar sus ideas. Comenzó a asistir a mítines políticos y manifestaciones en una universidad próxima. La gente que conoció allí le pareció más inteligente, más amiga, más vital que sus torpes y obtusos compañeros de secundaria. John Staughton primero le advirtió que no debía juntarse con estudiantes universitarios, y luego se lo prohibió. Según él, no iban a respetarla, se aprovecharían de ella. Con su actitud, Ellie estaba fingiendo una sofisticación que jamás tendría. Cada vez vestía peor. La ropa militar de fajina era inadecuada para una chica, además de constituir un hecho hipócrita para una persona que decía oponerse a la intervención norteamericana en el Sudeste asiático.
Aparte de unas tenues exhortaciones a Ellie y Staughton para que no pelearan, la madre participaba muy poco en estas discusiones. En privado, le imploraba a su hija que obedeciera a su padrastro, que se portara «bien». Ellie sospechaba en ese momento que Staughton se había casado con su madre sólo para cobrar el seguro por la muerte de su padre… ¿por qué, si no? Era obvio que no manifestaba el menor indicio de estar enamorado y no estaba dispuesto en lo más mínimo a portarse «bien» él. Un día, la madre le pidió a Ellie que hiciera algo que redundaría en beneficio de todos: que asistiera a clases de estudios bíblicos. Cuando vivía su padre, un escéptico en cuestiones religiosas, no se había mencionado nunca la posibilidad de estudiar la Biblia. ¿Cómo pudo la madre casarse con Staughton? se planteó la joven por enésima vez. Las clases bíblicas, continuó la señora, la ayudarían a adquirir las virtudes tradicionales, pero servirían para algo más importante aún para demostrarle a Staughton que Ellie estaba dispuesta a poner algo de su parte. Por amor y compasión hacia su madre, Ellie aceptó.
Así fue como, todos los domingos, durante casi todo el año lectivo, Ellie concurrió a un grupo de debate en una iglesia cercana. Se trataba de una de esas respetables congregaciones protestantes, no contaminada por el turbulento evangelismo. Asistían algunos alumnos secundarios, varios adultos — en su mayor parte mujeres de mediana edad — y la coordinadora, que era la esposa del pastor. Ellie nunca había leído seriamente la Biblia sino que se había inclinado por aceptar la opinión, quizá poco generosa, de su padre en el sentido de que era «mitad historia de bárbaros, mitad cuentos de hadas». Por eso, el fin de semana antes de comenzar las clases, leyó las partes que le parecieron más importantes del Antiguo Testamento, tratando de mantener una mente abierta. De inmediato advirtió que había dos versiones distintas y contradictorias de la creación en los dos primeros capítulos del Génesis. No entendía cómo pudo haber habido luz días antes de la creación del sol, y tampoco llegó a captar exactamente con quién se había casado Caín. Se llevó una gran sorpresa con las historias de Lot y sus hijas, de Abraham y Sara en Egipto, del compromiso de Dinah, de Jacob y Esaú. Comprendía que pudiera haber cobardía en el mundo real, que hubiera hijos que engañaran y estafaran a su padre anciano, que un hombre pudiera ser tan débil como para permitir que su mujer fuera seducida por el rey o incluso alentar la violación de sus propias hijas, pero en el libro sagrado no había ni una sola palabra de protesta frente a semejantes ultrajes. Por el contrario, daba la impresión de que se consentían, y hasta se ensalzaban, los crímenes.