Al comenzar el curso, estaba ansiosa por participar en un debate sobre esas incongruencias, porque la iluminaran respecto del propósito de Dios, o al menos le dieran una explicación de por qué el o los autores no condenaban tales crímenes. La mujer del pastor no quiso comprometerse. Por alguna razón, esas historias nunca se trataron en las discusiones. Cuando Ellie preguntó cómo las siervas de la hija del faraón se dieron cuenta con sólo mirar que el bebé que había en los juncos era hebreo, la profesora se ruborizó intensamente y le pidió que no hiciera preguntas indecorosas. (Ellie comprendió la respuesta en ese mismo instante.) Cuando llegaron al Nuevo Testamento, la agitación de la muchacha fue en aumento.
Mateo y Lucas remontaban la línea genealógica de Jesús hasta el rey David. Sin embargo, para Mateo había veintiocho generaciones entre David y Jesús, mientras que Lucas mencionaba cuarenta y tres. No había casi ningún nombre en común en ambas listas. ¿Cómo podía pensarse que tanto Lucas como Mateo transmitiesen la Palabra de Dios? Esa contradicción en la genealogía le parecía a Ellie un obvio intento por hacer adecuar la profecía de Isaías luego de ocurrido el hecho, lo que en el laboratorio de química se conocía como «inventar los datos». Se emocionó profundamente con el Sermón de la Montaña, sintió un gran desencanto ante la exhortación a dar al César lo que es del César, y quedó al borde de las lágrimas cuando la profesora en dos oportunidades se negó a explicarle el sentido de la cita: «No vengo a traer la paz sino la espada». Le anunció a su madre que había puesto todo de su parte, pero que ni loca la iban a obligar a asistir a una clase más de estudios bíblicos, pues había quedado francamente desilusionada.
Era una calurosa noche de verano y Ellie estaba tendida en su cama oyendo cantar a Elvis. Los compañeros del secundario le resultaban sumamente inmaduros y le costaba mucho tener una relación normal con los universitarios en las manifestaciones y conferencias, debido a la rigidez de su padrastro y a las horas que le fijaba para el regreso a su casa. No le quedaba más remedio que reconocer que John Staughton tenía razón al menos en algo: los jóvenes, casi sin excepción, tenían una tendencia natural hacia la explotación sexual. Al mismo tiempo, parecían mucho más vulnerables en el plano emocional de lo que ella hubiese creído. A lo mejor, una cosa causaba la otra.
Suponía que quizá no iba a poder concurrir al college, aunque estaba decidida a irse de su casa. Staughton no le pagaría estudios superiores, y la intercesión de su madre resultó infructuosa. No obstante, Ellie obtuvo un resultado espectacular en los exámenes para ingresar en la universidad, y sus profesores le anticiparon que muy posiblemente los más afamados centros de estudios le ofrecieran becas. Consideraba que había aprobado la prueba por pura casualidad ya que por azar había respondido bien numerosas preguntas de elección múltiple. Con escasos conocimientos, sólo lo necesario como para excluir todas las respuestas menos dos, tenía una posibilidad entre mil de obtener todas las respuestas correctas, se dijo. Para lograr veinte, las posibilidades eran de una entre un millón. Sin embargo, ese mismo test lo habían realizado quizás un millón de jóvenes en todo el país. Alguno debía tener suerte.
La localidad de Cambridge (Massachusetts) le pareció lo bastante alejada para eludir la influencia de John Staughton, pero también cercana como para poder volver a visitar a su madre, quien encaró la perspectiva como un difícil término medio entre la idea de abandonar a su hija o causarle un fastidio mayor a su marido. Ellie optó por Harvard y no por el Massachusetts Institute of Technology.
Era una muchacha bonita, de pelo oscuro y estatura mediana. Llegó a su período de orientación con una gran avidez por aprender de todo. Se propuso ampliar su educación e inscribirse en todos los cursos posibles aparte de los que constituían su interés centraclass="underline"
matemáticas, física e ingeniería. Sin embargo, se le planteó el problema de lo difícil que resultaba hablar de física — y mucho menos, discutir del tema — con sus compañeros de clase, en su mayoría varones. Al principio reaccionaban ante sus comentarios con una suerte de desatención selectiva. Se producía una mínima pausa, tras la cual proseguían hablando como si ella no hubiese abierto la boca. Ocasionalmente se daban por enterados de algún comentario suyo, o incluso lo elogiaban, para luego proseguir como si nada hubiera pasado. Ellie estaba segura de que sus opiniones no eran del todo tontas y no quería que le hicieran desaires o la trataran con aires de superioridad. Sabía que eso se debía en parte — sólo en parte — a su voz demasiado suave. Por eso debió adquirir una voz profesional, clara, nítida y varios decibelios por encima de un tono de conversación. Con esa voz era importante tener razón. Tenía que elegir el momento indicado para usarla. Le costaba mucho seguir forzándola puesto que corría el riesgo de prorrumpir en risas. Por eso prefería intervenir con frases cortas, a veces punzantes, como para llamar la atención de sus compañeros; luego podía continuar usando un rato un tono más normal. Cada vez que se encontraba en un grupo nuevo, tenía que abrirse camino de la misma forma, aunque sólo fuera para poder participar de los intercambios de opiniones. Los muchachos ni siquiera se percataban de que existiese ese problema.
A veces, cuando se hallaban en un seminario o en práctica de laboratorio, el profesor decía: «Sigamos adelante, señores.» Luego, al advertir que Ellie fruncía el entrecejo, agregaba: «Lo siento, señorita Arroway, pero a usted la considero como a uno de los muchachos.» El mayor cumplido que eran capaces de dispensarle era no considerarla manifiestamente femenina.
Tuvo que esforzarse por no volverse demasiado combativa o no convertirse en una verdadera misántropa. Reflexionaba que el misántropo es el que odia a todo el mundo, no sólo a los hombres. Y de hecho, ellos tenían un término para definir al que odia a las mujeres: misógino. Sin embargo, los lexicógrafos no se habían preocupado por acuñar una palabra que simbolizara el disgusto por los hombres. Como ellos eran casi todos hombres, pensó, nunca se imaginaron que hubiese un mercado para dicha palabra.
Había sufrido en carne propia, más que muchos compañeros, las restricciones impuestas en su hogar. Por eso le fascinaban sus nuevas libertades en el plano intelectual, social y sexual. En una época en que las chicas tendían a usar ropa informe que minimizara la diferencia entre los sexos, Ellie prefería una sencilla elegancia en ropa y maquillaje que le costaba obtener con su magro presupuesto. Pensaba que había formas más efectivas de realizar una afirmación política. Cultivó la amistad de unas pocas amigas íntimas y se granjeó varias enemigas, quienes la criticaban por su forma de vestir, por sus opiniones políticas o religiosas, o por el vigor con que defendía sus ideas. Su gusto y capacidad para la ciencia eran vistos con desagrado por muchas jóvenes, aunque algunas pocas la consideraban como la demostración viva de que una mujer podía sobresalir en ese campo.