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En la cima de la revolución sexual, realizó experiencias con un gran entusiasmo, pero se dio cuenta de que intimidaba a sus posibles candidatos. Sus relaciones duraban unos pocos meses o, aun menos. La alternativa era disimular sus intereses o no expresar sus opiniones, algo que se había negado a hacer en el secundario. La atormentaba la imagen de su madre, condenada a una vida de prisión. Comenzó entonces a pensar en hombres que no estuvieran vinculados con el ámbito académico y científico.

Algunas mujeres carecían de artificios y dispensaban su afecto sin pensarlo dos veces.

Otras ponían en práctica una campaña militar, planificando posibles contingencias y posiciones de retirada, todo para «pescar» a un hombre deseable. La palabra «deseable» era lo que las traicionaba. El pobre tipo en realidad no era deseado sino apenas deseable.

En su opinión, la mayoría de las mujeres optaban por un término medio o sea que deseaban conciliar sus pasiones con lo que suponían las beneficiaría a largo plazo.

Quizás hubiese una ocasional comunicación entre el amor y el interés que no era advertido por la mente consciente. No obstante, la idea de atrapar a alguien en forma calculada le causaba espanto; por eso decidió ser ferviente partidaria de la espontaneidad. Fue entonces cuando conoció a Jesse.

Había ido con un amigo a un bar que funcionaba en un sótano, próximo a la plaza Kenmore. Jesse cantaba blues y tocaba la primera guitarra. La forma de cantar y de moverse le dio a Ellie la pauta de las cosas que se estaba perdiendo. La noche siguiente regresó sola, se sentó en la mesa mas cercana y ambos se miraron fijamente durante toda la actuación. A los dos meses vivían juntos.

Sólo cuando sus compromisos musicales lo llevaban a Hartford o Bangor ella trabajaba algo en lo suyo. De día alternaba con los otros estudiantes: muchachos que llevaban la regla de cálculo colgada, como un trofeo, del cinturón; muchachos con portalápices de plástico en el bolsillo de la camisa; muchachos vanidosos, de risa nerviosa; muchachos serios que se dedicaban de lleno a convertirse en científicos. Ocupados como estaban en su afán por sondear las profundidades de la naturaleza, eran casi desvalidos en las cuestiones de la vida diaria en la que, pese a toda su erudición, resultaban seres patéticos y poco profundos. Quizá la dedicación total a la ciencia los absorbía tanto que no les quedaba tiempo para desarrollarse como hombres en todos los planos. O tal vez su incapacidad en el aspecto social los hubiese llevado hacia otros campos donde no habría de notarse dicha carencia. Ellie no disfrutaba con su compañía, salvo en lo estrictamente científico.

De noche tenía a Jesse, con sus contorsiones y sus lamentos, una especie de fuerza de la naturaleza que se había adueñado de su vida. En el año que pasaron juntos, Ellie no recordaba ni una sola noche en que él propusiera irse a dormir. Nada sabía él de física ni de matemática pero era un ser despierto dentro del universo, y durante un tiempo ella también lo fue.

Ellie soñaba con conciliar sus dos mundos. Se le ocurrían fantasías de músicos y físicos en armonioso concierto social. No obstante, las veladas que organizaba ella no tenían nada de atractivas.

Un día él le anunció que quería un bebé. Había decidido arraigarse, llevar una vida seria, conseguir un empleo estable. Estaba dispuesto a considerar hasta la idea del matrimonio.

— ¿Un bebé? — dijo ella —. Yo tendría que dejar de estudiar, y todavía me faltan muchos anos. Con una criatura, quizá nunca podría volver a la universidad.

— Sí, pero tendríamos al niño. Perderías el estudio, pero tendrías otra cosa.

— Jesse, yo necesito estudiar.

Él se encogió de hombros y Ellie comprendió que ése era el fin de su vida juntos. Pese a que duraron unos meses más, ya todo se lo habían dicho en esa breve conversación.

Se despidieron con un beso y él partió rumbo a California. Ella jamás volvió a saber de él.

A fines de la década de 1960, la Unión Soviética consiguió asentar vehículos espaciales en la superficie de Venus. Fueron las primeras naves que el hombre logró hacer posar, en buenas condiciones de funcionamiento, en otro planeta. Más de una década antes, los radioastrónomos norteamericanos habían descubierto que Venus era una intensa fuente emisora de radioondas. La explicación más en boga era que la atmósfera de Venus atrapaba el calor mediante un efecto de invernáculo planetario.

Según ese concepto, la superficie del planeta era terriblemente tórrida, demasiado caliente para que existieran ciudades de cristal y venusianos de paseo. Ellie ansiaba obtener alguna otra explicación y trató, sin éxito, de imaginar algún modo en que la emisión de radioondas pudiese provenir de algún sitio más elevado que la superficie de Venus. Algunos astrónomos de Harvard y MIT sostenían que ninguna de las alternativas, que no fuera la de un Venus ardiente, podía justificar los datos sobre radio. La idea de un efecto masivo de invernáculo le resultaba a Ellie improbable. Sin embargo, cuando llegó allí la nave espacial Venera y sacó un termómetro, se comprobó que la temperatura era lo bastante alta para fundir el estaño o el plomo. Se imaginó la forma en que se derretirían las ciudades de cristal (aunque en realidad Venus no era tan caliente), su superficie bañada por lágrimas de silicato. Era una romántica y lo sabía desde siempre.

Sin embargo, no podía menos de admirar lo importante que era la radioastronomía. Los investigadores permanecieron en su lugar de trabajo, apuntaron los radiotelescopios hacia Venus y midieron la temperatura de superficie casi con la misma exactitud con que lo hizo la nave Venera, trece años más tarde. A ella siempre le habían fascinado la electricidad y la electrónica, pero ésa era la primera vez que se sentía impresionada por la radioastronomía. Bastaba con quedarse en el propio planeta y orientar un telescopio con dispositivos electrónicos para recibir información proveniente de otros mundos. La idea la maravillaba.

Comenzó entonces a visitar el modesto radiotelescopio de Harvard, y llegó un momento en que la invitaron a colaborar en las observaciones y el posterior análisis de datos. Durante el verano consiguió un empleo remunerado como ayudante en el Observatorio Nacional de Radioastronomía de Green Bank (Virginia Oeste), y allí pudo contemplar fascinada el primer radiotelescopio, que Grote Reber construyó en el patio de su casa de Wheaton (Illinois), en 1938, y que sirvió de muestra para ilustrar lo que un aficionado podía lograr con una gran dedicación. Reber podía detectar la emisión de radio proveniente del centro de la Galaxia siempre y cuando ningún vecino estuviera haciendo arrancar su coche, o cuando no se estuviese usando la máquina de diatermia que había en las proximidades. El centro galáctico era mucho más poderoso, pero la máquina de diatermia estaba mucho más cerca.

El ambiente de paciente investigación y la ocasional gratificación por algún modesto descubrimiento le resultaban de su agrado. Tenían la intención de determinar cómo aumentaba el número de fuentes extragalácticas emisoras de radioondas a medida que uno observaba más profundamente el espacio. Ellie comenzó a concebir formas más eficaces de captar tenues señales de radio. Llegado el momento, se graduó con honores en Harvard y fue a realizar su trabajo de postgrado al otro extremo del país: al Instituto de Tecnología de California.

Durante un año colaboró como aprendiz de David Drumlin, conocido en el mundo entero por su brillante nivel y su incapacidad para soportar a los mediocres. Sin embargo, era de esos hombres que suelen ser una eminencia en su profesión, pero que internamente padecen la terrible angustia de que alguien pueda llegar a superarlos.