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Su padrastro solía criticar sus intereses por poco realistas, ambiciosos o decididamente triviales. Al enterarse por rumores del tópico de su tesis (a esa altura Ellie ya no se hablaba con él), lo descalificó por prosaico.

Ellie estaba trabajando en el máser de rubí. El rubí está compuesto principalmente por alúmina, la cual es casi transparente por completo. El color rojo proviene de una pequeña impureza de cromo distribuida a través del cristal de la alúmina. Cuando se imprime un fuerte campo magnético sobre el rubí, los átomos de cromo aumentan su energía o, como les gusta decir a los físicos, se elevan hasta un estado de excitación. A ella le encantaba la imagen de los minúsculos átomos convocados a una actividad febril en cada amplificador, enloquecidos por llevar a cabo una causa buena: amplificar una señal de radio débil. Cuanto más fuerte era el campo magnético, más se excitaban los átomos de cromo. Así, se podía estimular un máser para que resultara particularmente sensible a una frecuencia de radio seleccionada. Ellie halló la forma de obtener rubíes con impurezas de lantano además de los átomos de cromo, a fin de poder sintonizar un máser en una frecuencia menor para que captara señales mucho más débiles que los máser anteriores. El detector debía hallarse inmerso en helio líquido. Luego instaló su nuevo instrumento en uno de los radiotelescopios del Instituto de California y pudo así detectar, en frecuencias totalmente nuevas, lo que los astrónomos denominan la radiación del fondo de cuerpo negro de grado tres: el vestigio, en el espectro radioeléctrico, del Big Bang, la inmensa explosión que dio comienzo a este universo.

«A ver si no me equivoqué», solía decirse. «Tomé un gas inerte que había en el aire, lo convertí en líquido, agregué ciertas impurezas a un rubí, le adherí un imán y pude detectar el fuego de la creación.»

Luego sacudía la cabeza, azorada. Para cualquiera que desconociese la física subyacente podía parecer la más pretenciosa nigromancia. ¿Cómo explicar eso a los mejores científicos de mil años atrás, que sabían de la existencia del aire los rubíes y la magnetita, pero no del helio líquido, la emisión estimulada y las bombas de flujo superconducentes? Más aún, recordó, ellos no tenían ni la más leve noción sobre el espectro radioeléctrico. Ni siquiera la idea de espectro, salvo en forma vaga, por el hecho de contemplar un arco iris. No sabían que la luz se forma con ondas. ¿Cómo podíamos confiar en ser capaces de entender la ciencia de una civilización adelantada mil años a la nuestra?

Fue necesario fabricar rubíes en grandes cantidades, porque sólo unos pocos reunían las condiciones necesarias. Ninguno poseía calidad de piedra preciosa, y casi todos eran diminutos. Sin embargo, ella se acostumbró a llevar puestos algunos de los sobrantes de mayor tamaño porque le quedaban bien con su tez morena. Por bien tallada que estuviera, se podía notar cierta imperfección en la piedra engarzada en un anillo o un prendedor: por ejemplo, en la forma extraña en que absorbía la luz en ciertos ángulos debido a un marcado reflejo interior, o una mancha clara en medio de la coloración roja. A sus amigos no científicos les explicaba que le gustaban los rubíes, pero que no podía darse el lujo de comprarlos. De algún modo, su actitud era como la del científico que descubrió el camino bioquímico de la fotosíntesis y que de ahí en adelante usó siempre un pinche de pino o una ramita de perejil en la solapa. Sus colegas, que cada vez sentían más respeto por ella, lo consideraban una peculiaridad sin mayor importancia.

Los grandes radiotelescopios del mundo se erigen en sitios remotos por la misma razón que Paul Gauguin puso proa a Tahití: porque, para trabajar bien, es preciso estar lejos de la civilización. A medida que fue en aumento el tráfico radial de civiles y militares, hubo que ocultar los radiotelescopios, confinarlos en un oscuro valle de Puerto Rico, por ejemplo, o en un inmenso desierto de Nuevo México o Kazakhstan. Como la interferencia radio sigue creciendo, tendría sentido emplazar los telescopios separados totalmente de la Tierra. Los científicos que trabajan en estos remotos observatorios tienden a ser decididos y tenaces. Las esposas los abandonan, los hijos se marchan de casa en la primera oportunidad, pero ellos perseveran en su labor. No se consideran a sí mismos soñadores o ilusos. El plantel permanente de científicos de tales observatorios está constituido por hombres de mente práctica, los expertos que saben mucho sobre diseño de antenas y análisis de datos, pero no tanto sobre los cuasar y los pulsar. En general, son gente que no soñaba con alcanzar las estrellas durante su infancia puesto que estaban muy ocupados reparando el carburador del auto de la familia.

Luego de obtener su doctorado, Ellie fue nombrada para un cargo adjunto de investigación en el observatorio de Arecibo, un enorme tazón de trescientos cinco metros de diámetro adherido al suelo, en un valle de la zona norte de Puerto Rico. Como allí se encontraba el radiotelescopio de mayores dimensiones del mundo, estaba ansiosa por utilizar su detector de máser para estudiar cuantos objetos astronómicos diversos pudiera: estrellas y planetas cercanos, el centro de la Galaxia, pulsares y cuásares. En su calidad de integrante del personal estable de Arecibo se le asignaría una cantidad importante de tiempo de observación. Existe una enorme competencia para tener acceso a los grandes radiotelescopios, ya que hay muchos más proyectos de investigación de los que pueden llevarse a cabo. Por eso, la posibilidad de tener reservado el uso de un telescopio es algo sumamente valioso. Para muchos astrónomos, era la única razón por la cual aceptaban residir en sitios tan alejados de la mano de Dios.

También esperaba poder explorar varias estrellas cercanas en busca de posibles señales de origen inteligente. Con su sistema detector sería posible recibir la fuga radioeléctrica de un planeta como la Tierra, aun si se encontraba a pocos años luz de distancia. Además, cualquier sociedad adelantada que intentase comunicarse con nosotros, indudablemente sería capaz de realizar transmisiones de mucha mayor potencia que las nuestras. Si Arecibo, que se utilizaba como telescopio de radar, podía transmitir un megavatio de potencia a un punto específico del espacio, una civilización que fuera apenas un poco más avanzada que la nuestra — suponía — estaría en condiciones de transmitir cien megavatios o más. Si ellos estuvieran intencionalmente transmitiendo a la Tierra con un telescopio de las mismas dimensiones de Arecibo pero con un trasmisor de cien megavatios, Arecibo tendría que poder detectarlos en cualquier parte de la Galaxia de la Vía Láctea. Cuando reflexionaba detenidamente sobre eso, le sorprendía que, en la búsqueda de la inteligencia extraterrestre, lo que podía hacerse superaba en gran medida lo que se había hecho. En su opinión, los recursos asignados a esa investigación eran magros.

Los lugareños denominaban a Arecibo «El Radar». Su función era algo oscura, pero al menos proporcionaba más de un centenar de empleos muy necesitados. Las muchachas de la zona no tenían acceso a los astrónomos, a algunos de los cuales se los podía ver, a cualquier hora del día o de la noche, llenos de energía vital, practicando aerobismo en la pista que rodeaba las instalaciones. En consecuencia, las atenciones que recibió Ellie a su llegada, se convirtieron muy pronto en motivo de distracción de su trabajo.

La belleza física del lugar era notable. Al atardecer, miraba por las ventanas y veía nubes de tormenta que se cernían en el otro extremo del valle, detrás de una de las tres inmensas torres de donde colgaban los alimentadores de bocina y el sistema máser que ella había hecho instalar. En la parte superior de cada torre brillaba una luz roja de advertencia para alertar a algún avión que pudiera haberse desviado de su curso e ido a parar a tan remoto paraje. A las cuatro de la madrugada Ellie salía a veces a tomar un poco el aire y se afanaba por descifrar el canto de miles de ranas, llamadas «coquis», nombre que imitaba su plañidero lamento.