Como a Ellie no le pareció una explicación convincente, le pidió que se la aclarara. El problema central era mantener abierto el agujero de gusano. Eda había hallado una clase de solución para sus ecuaciones de campo que sugerían un nuevo campo macroscópico, una especie de tensión que podía emplearse para impedir que un agujero de gusano se contrajera en su totalidad. Dicho agujero no presentaría ninguno de los demás problemas de los agujeros negros; sus fuerzas gravitacionales serían de menor envergadura, tendría acceso por ambas vías, permitiría un tránsito rápido según las mediciones de un observador externo, y no habría en él un nefasto campo radiactivo interior.
— No sé si el túnel se mantendría firme ante pequeñas perturbaciones — continuó Eda —: de no ser así, sería menester implementar un complejo sistema de retroalimentación para corregir las inestabilidades. Tendría que confirmar todo esto, pero si realmente los túneles fuesen puentes de Einstein-Rosen, podríamos proporcionar alguna respuesta cuando nos acusen de haber sufrido alucinaciones.
Eda estaba ansioso por regresar a Lagos y Ellie notó que, del bolsillo de la chaqueta, le asomaba el billete verde de Aerolíneas Nigerianas. Él no estaba del todo seguro de poder indagar sobre los nuevos conceptos de la física que traía aparejados la experiencia; quizá no fuera capaz de llevar a cabo la tarea, máxime debido a lo que él mismo describió como su edad avanzada para la física teórica. — Tenía treinta y ocho años —. Lo que más ansiaba, confesó, era volver a reunirse con su mujer y sus hijos.
Ellie lo abrazó y le dijo que estaba orgullosa de haberlo conocido.
— ¿Por qué hablas en pasado? Seguro que volveremos a vernos. Además, quiero pedirte un favor. Recuerda todo lo sucedido, hasta el más mínimo detalle, anótalo y luego me lo envías. Nuestra experiencia constituye un conjunto de datos experimentales.
Cualquiera de nosotros puede haber captado algo que los demás no vieron, algo fundamental para comprender los hechos en profundidad. Les he pedido a los demás que también me envíen sus apuntes.
Agitó un brazo, tomó su cartera y subió al coche que lo aguardaba.
Como cada uno partía hacia su país, Ellie experimentó la sensación de que se dispersaba su propia familia. El viaje en la Máquina la había transformado a ella también.
¿Cómo podía ser de otra manera?
Se habían exorcizado varios demonios. Y justo cuando se sentía con más capacidad que nunca para amar, de pronto se encontraba sola.
La retiraron de las instalaciones en helicóptero. Durante el largo vuelo a Washington, durmió tan profundamente que tuvieron que sacudirla para despertarla cuando subieron a bordo unos funcionarios de la Casa Blanca, con motivo de un breve aterrizaje en una remota isla de Hickam Field, en Hawaii.
Habían llegado a un acuerdo. Ellie podría retornar a Argos — aunque ya no en calidad de directora — y abocarse a la investigación científica de su agrado. Si quería, podían incluso otorgarle inamovilidad perpetua en el cargo.
— No somos injustos — expresó finalmente Kitz al proponerle el compromiso —. Si usted consigue una prueba concreta, convincente, la respaldaremos cuando la dé a publicidad.
Vamos a decir que le hemos pedido no dar a luz su historia hasta no estar absolutamente seguros. Dentro de un límite razonable, apoyaremos cualquier investigación que desee emprender. Si publicamos ahora la historia, va a producirse una primera ola de entusiasmo, hasta que empiecen a arreciar las críticas, lo cual la pondría a usted y a nosotros, en una situación molesta. Por eso lo mejor es obtener la prueba, si puede. — Tal vez la Presidenta lo hubiera hecho cambiar de opinión, ya que era harto difícil que Kitz acogiera ese trato con beneplácito.
A cambio de eso, ella no debería contar a nadie lo sucedido a bordo de la Máquina. Los Cinco se sentaron en el dodecaedro, conversaron un rato y luego descendieron. Si dejaba escapar una sola palabra, saldría a relucir el informe psiquiátrico falso, la prensa tomaría conocimiento de él, y lamentablemente ella sería despedida.
Se preguntó si habrían intentado comprar el silencio de Peter Valerian, el de Vaygay o el de Abonneba. No consideraba posible — salvo que dieran muerte a los equipos de interrogadores de los cinco países y al Consorcio Mundial — que pretendieran mantener el secreto oculto toda la vida. Era una cuestión de tiempo. «Por eso», pensó, «lo que están comprando es tiempo».
Le llamaba la atención que la amenazaran con tan leves castigos, aunque cualquier transgresión al convenio — si alguna vez ocurría —, ya no sería durante el lapso en que Kitz estuviese en funciones. Al cabo de un año, el gobierno de Lasker abandonaría el poder, y Kitz se jubilaría, para irse luego a trabajar a un bufete jurídico de Washington.
Supuso que Kitz habría de intentar algo más puesto que no parecía preocuparle nada de lo que, según ella, había sucedido en el Centro Galáctico. Lo que lo angustiaba sobremanera — estaba segura — era la posibilidad de que el túnel siguiera abierto aunque ya no fuera hacia, sino desde, la Tierra. Pensó que pronto desmantelarían la planta de Hokkaido. Los técnicos regresarían a sus industrias y universidades. ¿Qué versión darían ellos? Quizá se expusiera luego el dodecaedro en la Tsukuba, la Ciudad de la Ciencia.
Después, cuando la atención del mundo se hubiera centrado en otros temas, tal vez se produciría una explosión en la planta de la Máquina… nuclear, si Kitz lograba inventar una justificación plausible. En tal caso, la contaminación radiactiva sería un excelente pretexto para clausurar la zona, con lo cual se conseguiría impedir por lo menos la presencia de observadores y quizás hasta desconectar el extremo del túnel. Cabía suponer que, por más que se pensara en una explosión subterránea, la sensibilidad de los japoneses respecto de las armas nucleares obligaría a Kitz a optar por los explosivos convencionales. Ellie dudaba de que con cualquier explosión, ya fuera nuclear o convencional, se pudiera desconectar a la Tierra del túnel. Sin embargo, también era posible que nada de eso se le hubiera cruzado a Kitz por la mente. Al fin y al cabo, también él debía de sentir la influencia del Maquiefecto. Seguramente tenía familia, amigos, una persona amada. Un hálito del nuevo espíritu debía de haberse adueñado de él.
Al día siguiente, la Presidenta la condecoró con la Medalla Nacional a la Libertad, en una ceremonia pública efectuada en la Casa Blanca. Unos leños ardían en un hogar, empotrado en la pared de mármol. La Presidenta había empeñado un enorme capital político — y también del otro, más común — en la concreción del Proyecto de la Máquina, y estaba decidida a salvar las apariencias frente al país y el mundo. Se afirmaba que las inversiones realizadas por los Estados Unidos habían producido grandes utilidades. Las nuevas industrias y tecnologías que florecían era una promesa de un sinnúmero de beneficios para los pueblos, tal como lo habían sido los inventos de Thomas Edison.
— Descubrimos que no estamos solos, que otros seres, más inteligentes que nosotros, habitan en el espacio, y nos han hecho cambiar — expresó la primera mandataria — el concepto de quiénes somos.
Hablando en nombre de sí misma — pero también, pensaba, de la mayoría de los norteamericanos —, consideraba que el descubrimiento afianzaba nuestra fe en Dios y en su voluntad, en ese momento conocida, de crear vida e inteligencia en muchos mundos, conclusión que seguramente sería compatible con todas las religiones. No obstante, el mayor provecho que trajo aparejado la Máquina, dijo, fue el nuevo espíritu que se advertía en la Tierra, un entendimiento mutuo cada vez más notable en la comunidad humana, la sensación de que somos todos pasajeros en un peligroso viaje a través del tiempo y el espacio, el objetivo de una unidad global de propósito que todo el planeta denominaba Maquiefecto.