Heraclio tan sólo tenía siete meses cuando ella comenzó a trabajar. Se lo llevaba sujeto con un gran pañuelo a su espalda, tranquilo, acunado por el bamboleo de su madre durante el largo trayecto. Pero de semana en semana, se iba convirtiendo en un peso enorme. Y en cuanto empezó a caminar, fue un verdadero problema. Era un niño revoltoso y aventurero, que no se asustaba ante nada. Durante buena parte del camino no paraba de dar patadas y agitar los brazos y lloriquear, empeñado en andar por sí mismo, hasta que se quedaba dormido. Pero apenas llegaban a las primeras casas del pueblo, ya se despertaba, como si incluso en sueños estuviera vigilando el trayecto. En la plaza no le quedaba otro remedio que soltarlo, y él correteaba de un lado a otro, persiguiendo a los niños mayores, que solían acabar empujándolo y dejándolo luego solo, o se sentaba en el suelo a jugar con otros críos de su edad, a los que tiraba piedras y mordía, hasta que las madres tenían que separarlos por un rato. A Carlina aquel ajetreo le complicaba mucho el trabajo. Tenía que estar todo el tiempo pendiente de él, y a veces perdía a alguna clienta mientras lo atendía. Sin embargo, no quería dejarlo en la aldea. Algunas vecinas le habían propuesto cuidar de él a cambio de unas raciones de pescado. Pero ella se resistía. A pesar de todas las molestias, le gustaba notarlo cerca, oír sus palabras torpes, darse cuenta de cómo iba durmiéndose a su espalda, dejando que el sueño se tragara su rabieta. Le parecía que, mientras estuvieran juntos, ambos estaban seguros. Era como si cada uno de ellos protegiese al otro. Tenía miedo de dejarlo solo y que entonces le ocurriera algo malo. A veces, de vuelta en casa, lo miraba mientras dormía, y le entraba una angustia que no tenía nombre pero que le cerraba por unos instantes la boca del estómago. Como si pudiera oír las voces de los espíritus que susurraban ya al oído del crío, llamándolo.
La catástrofe sucedió un domingo, mientras todos los vecinos estaban en misa en la ermita del Monte Pelado. El cura canturreaba en un idioma desconocido, mezcla de latín y criollo, y ellos contestaban de la misma manera. Las moscas zumbaban por toda la iglesia y se acercaban con ganas a la nariz de san Antonio, al que le daba el sol en plena cara. Por detrás de los cánticos y los rezos, se oían las voces de los niños pequeños, los que aún no habían tomado la comunión, que siempre se quedaban fuera, vigilados por una de las niñas de más edad, a la que se eximía de la obligación de asistir a la misa. Las madres se dieron cuenta de que en el Padrenuestro se les dejó de oír. Debían de haberse alejado en busca de aventuras. Algunas de ellas, las que tenían los hijos más revoltosos, se sintieron intranquilas. Pero no se atrevían a salir, pues el padre Virgilio se enfadaba mucho si alguien abandonaba la liturgia por la razón que fuese.
Carlina intentó seguir rezando. Pero a los pocos minutos tuvo que interrumpirse. Le parecía que una fuerza misteriosa estaba tirando de ella, una extraña energía que parecía bajar del cielo y que le puso todo el cuerpo en tensión, como un animal cuando intuye que está a punto de ser atacado. Supo que algo le había sucedido a Heraclio. Apartó de un manotazo a las mujeres que le tapaban la salida del banco, y se abalanzó hacia la puerta, mientras el cura la miraba con las cejas alzadas y las oraciones en suspenso.
Al llegar a la pequeña explanada delante de la ermita, vio cómo se le acercaba corriendo, medio enloquecida, la niña a la que aquel día le había tocado cuidar de los pequeños.
– ¡Ayuda! ¡Ayuda! -gritaba.
– ¿Es Heraclio…? ¿Qué le ha pasado? ¿Dónde está?
Pero la niña no dijo nada. Sólo la cogió de la mano y la arrastró hacia la montaña rocosa que se alzaba detrás de la iglesia. Comenzaron a trepar entre las piedras. Todos los vecinos, y hasta el cura, habían interrumpido la misa al oír los gritos, y algunos subían ya detrás de ellas. A pesar del gentío, había un silencio extraño. Sólo se oían los graznidos de un grupo de grandes pájaros carro-ñeros que sobrevolaban la montaña allá en lo alto, como preparándose para acometer una hazaña. Y el jadeo al borde de la asfixia de Carlina, que apenas podía respirar.
Doblaron un recodo, bajo una enorme roca negra y vacilante que parecía a punto de precipitarse en cualquier momento. Allí, al otro lado, sobre el suelo rojo, estaba Heraclio tendido boca abajo. Carlina se acercó a él caminando ahora muy despacio. Le dio la vuelta. El niño estaba rebozado en tierra, que le había entrado incluso dentro de los ojos abiertos, fijos en algún lugar del cielo. No tenía ni una herida, ni una mancha de sangre, ni siquiera un arañazo. Pero no respiraba: la caída desde la roca había sido brutal, había machacado su pequeño cuerpecillo deshecho ahora por dentro, como una fruta delicada que se hubiera abalanzado desde lo alto de un árbol, deshaciéndose al chocar contra el suelo.
Tres días después, Carlina volvió al trabajo, con el paso vacilante por la falta de sueño y unas enormes ojeras que debilitaban el aire de fortaleza y decisión habitual en ella. Después de recibir los besos y las condolencias de sus clientas, que ya se habían enterado de lo sucedido, y de vender sus frutas y sus hortalizas, en vez de ir al puerto se dirigió a una taberna. Los hombres que la ocupaban, ruidosos y animados, callaron por un momento y la miraron con mal humor, frunciendo los ceños, susurrándose cosas los unos a los otros, reprochándole a aquella mujer que tuviera el atrevimiento de entrar en un sitio como ése, y para colmo, sola. Pero ella se les enfrentó con la mirada, irradiando un valor y una autonomía que pronto hicieron que todos la dejasen en paz y volvieran a enfrascarse en sus charlas, sus bebidas y su juego del ouril, dándole la espalda a aquella hembra que debía de estar loca y a la que decidieron no prestar atención. Pidió un aguardiente de caña. Y otro. Y otro. Deseaba salir de sí misma, desaparecer detrás de la borrachera, lograr que una nube de olvido y ligereza cubriera todo el dolor que la precipitaba incesantemente hacia el lado insoportable de la vida, hacia una zona oscura y reptante que no llegaba ni siquiera a ser vida, tan sólo un encadenamiento de gestos y movimientos, las piernas que se movían, los pulmones que respiraban, la boca que se abría para pronunciar palabras cuyo sentido no le interesaba nada, y aquella pesadumbre tremenda con la que tenía que levantarse y acostarse y andar por el mundo, fingiendo que le importaban las cosas que sucedían a su alrededor, que aún creía en las oraciones y la misericordia divina, y que sería capaz de construirse un futuro a espaldas de la pequeña tumba -una simple cruz de madera sobre el diminuto túmulo de tierra- donde descansaba para siempre Heraclio. ¿Descansaba…?
Se gastó todo el dinero que había ganado por la mañana. Al quinto vaso de grogue, ya no sabía cómo se llamaba. Se había sentado a una mesa y permanecía allí meciendo la parte superior del cuerpo, con las piernas separadas, el escote abierto sobre los pechos magníficos, las manos perdidas en el regazo y una mirada vacía y acuosa, como la de los peces cuando van ahogándose lentamente fuera del agua.
En la taberna no quedaba nadie. Todos los clientes se habían ido a comer, mirándola al pasar a su lado con desdén y soltando comentarios soeces y grandes carcajadas a las que ella no prestó la menor atención. El tabernero se le acercó. Era un hombre robusto y sucio, que apestaba a alcohol y al vinagre con el que aderezaba algunos pescados y limpiaba el mostrador y las mesas, frotando sobre ellas un paño mugriento. Le había gustado aquella mujer desde que la vio entrar, con los pezones marcándose por debajo del vestido fino y las piernas rotundas. Ahora, borracha como estaba, quizá podría aprovechar para pasar un buen rato.
– ¿Dónde vives? -le preguntó.
Carlina hizo un gesto torpe con el brazo indicando la lejanía.
– Voy a cerrar. Es la hora de comer. Te llevaré a mi casa.