Ella asintió con la cabeza.
El hombre se acercó a la puerta y la empujó, sonriendo, sintiendo cómo la sangre comenzaba a circular veloz y cálida por su sexo. Luego se acercó a ella, la agarró por la cintura y la hizo subir escaleras arriba, hasta el cuarto que ocupaba encima de la taberna. Allí la tendió en el camastro, se desvistió, le arrancó las bragas y la penetró violentamente, con el ansia de un animal. Ella se dejó hacer, ausente, perdida en el inmenso refugio de su borrachera como en una gruta fría donde resonasen a lo lejos ecos confusos de voces y jadeos.
Durmió hasta la mañana siguiente. Cuando se despertó, no sabía dónde estaba. La luz entraba ya a través de la ventana, iluminando un cuarto que desconocía. Oyó los ronquidos del hombre a su lado, y sintió la tibieza viscosa de su cuerpo. Entonces se asustó. Se incorporó en la cama de un salto y, durante unos segundos, trató de recordar. La última imagen que se le venía a la cabeza era la de la taberna, todos aquellos hombres mirándola, el olor acre que despedía el vaso de alcohol delante de ella. Todo lo demás se lo imaginó. Miró al hombre, que seguía durmiendo, echándole encima su aliento fétido. Sintió ganas de vomitar. De pronto, como si una luz se iluminara en su cabeza, recordó a Heraclio, y Queimada, y los pescados que no había llevado. Se levantó muy despacio, sin hacer nada de ruido, y se fue hacia la aldea sintiendo asco y vergüenza, y de nuevo el dolor, que había vuelto silenciosamente, como una serpiente que hubiera reptado hasta envolverla por completo.
Dos meses después, cuando la regla se negó a bajar por segunda vez, y los pechos ya se le habían hinchado, y la cintura estaba desapareciendo mientras su vientre se preparaba para acoger el feto que crecía dentro de ella, supo que estaba embarazada. No deseaba aquella criatura. No quería que nadie sustituyese el olor de la piel de Heraclio, sus balbuceos y su calidez, que la había inundado como el sol del amanecer. Tampoco quería otro hijo sin padre. Pero era ya demasiado tarde. No iba a deshacerse del niño -el cura decía que las mujeres que abortaban iban al infierno sin remedio- y sólo le quedaba prepararse para aceptarlo. Dios se lo había mandado, él sabría por qué.
Apenas Carlina apareció en la casa, con la sangre corriéndole por las piernas, mezclada con el agua de la lluvia, y el bulto envuelto en la manta entre las manos, Jovita se dio cuenta de que había dado a luz. Salió de inmediato al patio en busca de agua caliente. Cuando volvió, la mujer se había echado en el camastro. La niña estaba a su lado, llorando y agitándose. Encendió un par de velas y se ocupó de ella. La limpió a fondo, frotándola con una toalla, y le anudó el cordón con cuidado. Le dijo a Carlina que su hija era hermosa y redonda como una manzana. Pero ella se mantuvo acurrucada sobre el colchón, con los ojos cerrados, sin querer mirarla. Sentía un tremendo dolor en el vientre, como si la hubieran golpeado con un martillo. Tan sólo quería dormir. Dormir mucho y, al despertar, que la niña hubiera desaparecido. No deseaba que muriese, eso no, pero sí que se la llevara alguien, alguien que no tuviera hijos y la cuidase. Ella no podía. No estaba preparada para cargar con toda aquella fragilidad, para soportar su dependencia, la necesidad de alimentarla, limpiarla, llevarla a la espalda, enseñarle sus primeras palabras, cogerla firmemente de la mano cuando comenzase a caminar, vigilarla para que no rodase al pie de una roca, reventada y muerta. Ansiaba no verse obligada a enternecerse con la alegría inocente que pronto estallaría dentro de ella en forma de sonrisas y balbuceos y suaves caricias. Definitivamente, no quería quererla.
Jovita se la llevó hasta la cama, envuelta en una vieja sábana limpia. Se la colocó encima, y le apartó el vestido para que su pecho quedara al aire. La niña pareció comprender lo que debía hacer. Cabeceó con fuerza mientras abría y cerraba la boca y pronto, empujada por las grandes manos de la vieja, agarró el pezón con sus labios y comenzó a chupar enérgicamente. Sus ojos estaban abiertos, grandes, pesados, y su mirada parecía detenida con exactitud en la mirada entristecida de su madre, que giró la cabeza hacia la pared para no verla.
Jovita se sentó al borde del camastro.
– ¡Dios mío! -exclamó-. Esta criatura no es normal. Va a ser una mujer muy valiente. Muy valiente.
Una niña valiente
São se crió en la aldea. Carlina sólo la llevó con ella a Carvoeiros mientras le dio de mamar, hasta que cumplió los seis meses. Era una niña tranquila como una persona adulta, que apenas se movía, aguardaba pacientemente el momento de alimentarse y, cuando estaba despierta, parecía contemplarlo todo con un enorme interés, igual que si realmente estuviera fijándose en el comportamiento ajeno y tratase de entenderlo, fingiendo hacia él una muda indiferencia. A pesar de todo, a su madre la molestaba. Sentía que llevaba un peso enorme a sus espaldas, que acarreaba un mundo entero, con sus guerras y sus sosiegos, algo ajeno a ella misma y de lo que no quería ser responsable.
En cuanto le pareció que estaba lo suficientemente fuerte y sana, escribió a una de las hijas de Jovita que vivía en Portugal, metió en el sobre un par de billetes y le pidió que le mandase un biberón. Cuando llegó, acostumbró sin problemas a la cría a tomar leche de cabra rebajada en agua. Entonces habló con la vieja:
– Necesito que se quede con São mientras yo trabajo. No puedo andar cargando con ella todo el día. Usted sabe lo que es eso, que ha tenido muchos hijos. Cada día que pasa me duele más la espalda. Y, en cuanto empiece a caminar, me volverá loca. Tendré que perseguirla por todas partes y no podré atender a las clientas. Si me la cuida, le daré pescado gratis todos los días.
A Jovita le pareció que era una buena propuesta: así podría guardar el dinero que le enviaban de Europa para cuando llegasen de nuevo los malos tiempos, que estaba segura de que llegarían. Vendría la sequía y agostaría las huertas. O el harmatão, el viento que sopla a veces desde África, caería furibundo y ardiente sobre la aldea y depositaría su carga letal de arena en los sembrados y los frutales, arrasándolo todo. Sus hijos se casarían con mujeres despiadadas que les prohibirían seguir ayudando a la madre olvidada ya para siempre en aquel rincón del océano. Y las hijas serían abandonadas por sus maridos y tendrían que pagar los estudios de los niños y las consultas con los médicos si se les ponían enfermos, y no les sobraría ni un céntimo. Debía ahorrar para cuando estuviese sola y vieja, le dolieran los huesos y necesitase medicinas, porque para entonces nadie se acordaría de ella.
Además, le gustaba aquella niña, con su independencia y su tranquilidad, y no le importaba cuidarla. Pero intentó sacar todo el provecho posible, así que fingió rechazar la propuesta:
– No puedo. Ya no estoy yo para estar pendiente de una cría tan pequeña. Soy demasiado vieja, me agoto enseguida. Tu hija se va a poner a caminar dentro de unos meses, y acabará conmigo. ¿Tú me imaginas persiguiéndola por la aldea…? ¡Ya no tengo edad!
Carlina la miró atentamente, mientras reflexionaba. Debía de tener unos sesenta años. Estaba gorda, de tantas horas como se pasaba sentada, sin apenas moverse. Pero gozaba de una salud extraordinaria -nadie recordaba haberla visto nunca enferma- y seguía teniendo una mirada aguda, llena de energía y de firmeza. Había criado bien a sus hijos, y la antigua simpatía por el alcohol y los hombres parecía haber desaparecido con la edad. Le parecía que, de todas las mujeres de la aldea que podían hacerse cargo de la niña, ella era la más adecuada. Se dio cuenta de que tenía que negociar y aumentar su oferta, aunque eso significase para ella una pérdida importante:
– Mil escudos a la semana y el pescado.
Jovita fingió reflexionar mientras observaba las huertas al otro lado del camino. Una bandada de pájaros pequeños, amarillos y gritones, trataba de acercarse a picotear las guayabas, que colgaban ya, con su delicada piel rosácea, de los arbolillos brillantes, y luego, al encontrarse con el espantapájaros, revoloteaban asustados hacia el monte, para regresar a los pocos minutos. Le dieron ganas de echarse a reír: también ella había logrado asustar a Carlina y cogerla después en su trampa. Mil escudos a la semana más el pescado estaba bien. Sería un buen ahorro para el futuro. Y, mientras tanto, se entretendría cuidando de São y haciéndole pequeñas trenzas en el pelo, preparándola para las amarguras del futuro. Sí, aceptaría el trato.