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Así fue como São se quedó con Jovita. Por mucho tiempo. Porque cuando Carlina conoció a un hombre que vivía en Italia y la convenció para casarse e irse con él a Europa, las dos mujeres estuvieron de acuerdo en que era mejor dejar allí a la niña, que ya había cumplido los seis años.

Había toda clase de razones para no llevarla: en Italia los inviernos eran muy fríos. São debería incorporarse a la escuela nada más llegar sin hablar ni una palabra de aquel idioma endemoniado. Y, sobre todo, en cuanto su madre encontrase trabajo, no tendría con quién dejarla. Carlina esgrimió esos motivos ante los demás como si estuviera exhibiendo una tela preciosa, algo cuyo valor nadie podría discutirle. No estaba triste: al fin y al cabo, no sentía gran cosa hacia aquella niña a la que se había limitado a cuidar mecánica y fríamente por las noches, sin desbordarse de ternura, sin ligarse a ella por los feroces lazos de dependencia que la habían unido a Heraclio. En el fondo, pensaba, la vida había sido generosa con ella después de la muerte de su hijo, y, al impedirle querer a São, la había librado del dolor de la separación. Ella había visto cómo otras madres que se iban al extranjero y tenían que dejar a sus niños en casa sufrían y languidecían en la lejanía, sintiéndose para colmo culpables del abandono. Eran mujeres mutiladas, seres desdichados sometidos a una injusta tortura. Madres rotas por la ausencia que, allá lejos, en los países a los que llegaban, cuidaban de los hijos de otras mujeres, los lavaban y los peinaban, les preparaban la comida, los cogían firmemente de la mano por la calle, les cantaban canciones, los arropaban en sus camas, jugaban con ellos, los besuqueaban y los regañaban cuando era preciso. Y lo hacían sabiendo que entre ellas y aquellas criaturas se establecía un cariño tan profundo como vacilante, una superficie pantanosa de afectos que desaparecería cualquier día abruptamente, cuando fuesen expulsadas de la casa o encontraran un trabajo mejor. Y bajo esa agua tan cálida bullía aquella capa turbia de pesadumbre, la ruptura segura en el futuro, y también todo lo que habían dejado atrás, sus propios hijos a los que no podían atender, que se educaban guiados por manos ajenas, a menudo indiferentes o incluso hostiles y, otras veces, demasiado condescendientes. Definitivamente, ella era afortunada.

La única persona que no estaba de acuerdo con la propuesta era la propia São. Y no porque no quisiera separarse de su madre. Su cariño hacia ella era ligero y alegre, como una lluvia menuda de primavera, y en él no cabía ningún drama, ni siquiera el de la separación. Tampoco era porque no deseara quedarse con Jovita: se había acostumbrado a la rudeza de aquella mujer egoísta y brusca, igual que se había acostumbrado a la frialdad de su madre, y aún no tenía edad de preguntarse si había otras maneras diferentes de querer a una niña, otros gestos posibles que tuvieran que ver con la dulzura, inexistente todavía en su concepción de la vida.

Pero la palabra Italia despertaba su imaginación. Un par de meses atrás, una pareja de la aldea había venido a pasar sus vacaciones desde Nápoles, donde vivían, y habían traído con ellos a su hija. Noli tenía nueve años. Era una niña presumida y alegre, que enseguida se había convertido en la jefa de todos los críos de la aldea. Había llevado consigo una muñeca preciosa, con el pelo muy largo y ropas para cambiarla. También algunos libros llenos de dibujos en los que se podían leer historias maravillosas, y cuadernos y lápices de colores con los que se pasaba las tardes dibujando y que sólo dejaba a quien le caía muy bien. Tenía muchos vestidos diferentes, y pantalones y camisetas como los de los chicos, y un buen montón de zapatos que exhibía a diario, sabiendo lo mucho que llamaban la atención. Hablaba sin parar de todas las cosas extraordinarias de Italia: las calles llenas de coches y autobuses con los que se podía viajar a cualquier lugar, la luz eléctrica que iluminaba la oscuridad como si fuera de día, los ascensores de los grandes edificios, la escuela en la que estudiaba con la idea de llegar a ser enfermera, los caramelos y los helados que su madre le compraba todos los domingos, la televisión donde seguía por las tardes los dibujos animados y los programas para niños…

São no entendía la mayor parte de lo que Noli contaba. Pero su pequeña mente vibraba con aquellas historias de dulces, juguetes, viajes y proyectos para cuando fuese mayor. Nunca había pensado en la posibilidad de ser mayor. Como todos los niños pequeños, se había ido dejando vivir día a día, sin darse cuenta de que iba creciendo y que alcanzaría otras edades, momentos en los que tendría que hacer planes y tomar decisiones. Tampoco sabía hasta ese instante que existía un mundo más allá de la aldea y de Carvoeiros, adonde había ido una vez con su madre y de donde conservaba el recuerdo de un lugar enorme, lleno de casas y de gentes, y la visión fantástica e hipnotizadora del mar, con su inmensa frialdad.

De pronto, todo aquello de lo que Noli hablaba cristalizó en su imaginación. Palabras e imágenes confusas: hacerse mayor, estudiar, viajes, el otro lado del mar, Italia… Se vio a sí misma como su amiga, a punto de cumplir los diez años, poseedora de una muñeca y libros y cuadernos, hablando de lo que haría más adelante, y caminando sola por un lugar que era igual que Carvoeiros, pero lleno de tiendas repletas de caramelos de muchos colores -como los que Noli había traído en una bolsa enorme- en las que ella entraba y cogía todo lo que deseaba. Y en ese mismo instante supo que quería irse allí, a Italia, donde la existencia de los niños no consistía sólo en caminar hasta la fuente en busca de agua, corretear entre las huertas o subir a la ermita del Monte Pelado, sino que había muchas cosas para elegir, juguetes, chucherías, escuelas, dibujos que hablaban y se movían, y también innumerables zapatos. Además de un futuro por proyectar, algo que llegar a ser en la vida, una ambición que se desarrollaría y se extendería y habría de convertirse en realidad, igual que las crisálidas inmóviles terminan por convertirse en hermosas mariposas que despliegan las alas y embellecen el mundo.

Aún no sabía cuál era su ambición. Pero lo supo poco después, cuando su amiga Renée enfermó y se murió. Renée era una niña muy alegre, que no paraba de jugar, correr, trepar a los árboles y rebozarse de tierra. Pero una mañana, São se la encontró sentada en mitad del camino que cruzaba la aldea, como desplomada. Tenía la cabeza inclinada hacia el suelo y, cuando alzó los ojos para mirarla, brillaban igual que si fueran brasas. Le dijo que estaba muy cansada, que le dolía la cabeza y no tenía ganas de moverse. A São le dio mucha pena. Se sentó a su lado en medio del polvo y estuvo haciendo dibujos en el suelo con una piedra durante un largo rato, en silencio. Luego Renée se fue a su casa, caminando muy despacio, vacilante, y ya no volvió a salir.

A la mañana siguiente, Jovita le dijo que su amiga estaba muy enferma. Tenía mucha fiebre, y a pesar de que le habían frotado todo el cuerpo con savia de drago y le habían dado a beber infusiones de barbas de maíz, la calentura no terminaba de pasársele. Transcurrieron un par de días raros. Los mayores andaban apresuradamente de un lado para otro, hablando en voz muy baja. Las mujeres entraban y salían de casa de Renée, y algunas subían a horas inusitadas, a pleno sol, hasta la ermita. Los hombres se alejaron de la aldea para jugar al ouril y comenzaron a hacerlo casi en silencio, sin lanzar aquellos gritos con los que solían animarse o desafiarse entre ellos.